EL CUELLO ESPÍA

Periscopio del yo, emerge y espía. Nuestras conclusiones no son culpa suya.

Un cuello se mide en centímetros y en distancias: aparte de la altura, se calibra la altivez. Nadie dejará de inclinar este segmento de su anatomía, aun de forma imperceptible, en dirección a su objetivo. La brújula obedece al norte; el cuello, a lo que anhela.

Puede estirar obsesiones o liderar cambios de perspectiva. Su talento giratorio le permite rectificar con una destreza que ya quisieran otras extremidades más dogmáticas. Cuando abunda, sustenta la elegancia. Cuando escasea, la tenacidad.

Ídolo ausente, muchas de sus labores se realizan de incógnito. Incluso si el peinado lo deja a la intemperie, se las ingeniará para seguir escabulléndose. Lo asisten bufandas, pañuelos, corbatas y demás reptiles. El tiempo se dedica a estrangularlo.

El cuello duele como el orgullo o la patria. Quien no haya sufrido tormentos cervicales no merece ostentar una cabeza. De acuerdo con la moderna algiología, existen dos clases de padecimientos: los que se deben a una carga y aquellos que responden a una carencia. Los cuellos participan exageradamente de los primeros. Soportan día tras día los cacharros de la mente, alacenas demasiado repletas para su clavo. Al contrario de lo que difunden las doctrinas posItivistas, siempre apegadas a la superstición de lo definitivo, las certezas pesan más que las preguntas.     

Nadie puede darse gusto en cuello propio: nuestros intentos tienen un no sé qué de orfandad. A medida que el masaje actúa, va disolviendo el nudo de la idea. Un cuello tenso tarda en atender a razones, y uno laxo reconsidera de inmediato su postura. 

Todo problema de epistemología se fundamenta en otro de ergonomía, ya que el cuello equilibra las tendencias del sujeto. Al sentarse busca apoyos, coincidencias parciales, acuerdos momentáneos. Y al recostarse, cede. Lo cual nos remitiría a las ciencias de las almohadas, cuya búsqueda es la piedra del sueño.

Nido retrospectivo, las aves del pasado reposan en la nuca, compuesta de hendidura y escalofrío. En la primera hacen rampa las corrientes de aire, ventilando la cabellera. El segundo sirve para alertar a los velllos, que trepan como sherpas por un risco y temen el alud de la memoria. El promontorio de la nuez reproduce, a escala 1:2, la silueta del cogote; contemplamos ambas cosas con sincero apetito.

En la actualidad son seis las categorías descriptas en los manuales. El cuello mástil, que desfila en línea recta, izando la arrogancia. El cuello arco, que se comba de tanto desconfiar. El de tipo quelonio, que predomina entre los tímidos y asoma con esfuerzo. El de tipo maceta, de mayor anchura que longitud, particularmente idóneo para el boxeo, la sordidez de bar y los abrazos laterales. Con sus bordes picudos, el de teja recibe a los huéspedes de la migraña. Hundiéndose por debajo de los hombros, el cuello buzo favorece la meditación o la indiferencia, según el caso.

Dado que sus revestimientos no tienen fin, señalaremos apenas unos cuantos ejemplos. El cuello barbado atrae cierta polémica. Para sus partidarios, esta maleza resguarda la mínima barbarie que requiere cualquier hombre civilizado; sus detractores replican que la auténtica hazaña es podarla. Al topárselo recién afeitado, nuestro dedo lo explora con admiración, mientras un hedor patriarcal brota entre los aromas a loción y disimulo.

El suave se adelanta a las delicadezas que le prodigan. No se extrae gran cosa de él: la yema se desliza sin registrar relieves, como una púa por un vinilo virgen. Su antagonista, el cuello cárdeno, suele originarse en los abusos de un violín o una boca. Tampoco al áspero le cuesta encederse, fósforo en permanente frotamiento. El pellejudo representa la aristocracia del conjunto. Si se arrima una oreja a sus pliegues, es posible oír el lento, majestuoso derrumbe.

Un amor podrá empezar por la boca o terminar en la ingle, pero todos pasan por el cuello. Su pericia proviene de excursiones noctámbulas y meriendas al sol. Morder un cuello implica mucho más que hambre: tiene su poco de pan, otro poco de rabia.

Amantes, vampiros y verdugos le conceden una sospechosa importancia. Queda por esclarecer cuán distintas son sus intenciones.

EL TALÓN Y LA INTEMPERIE

Aquiles era un cojo olímpico.

Las puntitas del pie, patrocinadas por la literatura cursi, nos elevan. Pero con el talón, matiz del paso, podemos frenar. Dar la espalda. Cambiar de destino. Temido por la épica y subestimado por la lírica, hace unos cuantos ciclos que no encuentra bardos. Tan solo una oda fea le haría justicia.

Por entidad, bibliografía y percances, el talón no es exactamente el pie. Más bien lo soporta con un estoicismo afín al de la pata de una mesa o la rueda de un vehículo, sabiendo quién acapara el mérito y quién puede alterar el equilibrio.

El hábito de taconear le trae tantos bailes como disgustos. Conmueve la tenacidad de un talón herido. Su marca por excelencia se localiza justo encima del hueso, donde las cintas martirizan a muchachas y gladiadores.

El despellejado experimenta enigmáticas mudas de serpiente. En ese trance, va palideciendo junto con sus energías. El limpio esgrime una pureza de bandera. Aunque lo besemos con fervor, su sabor será siempre extranjero.

Manchado por marchar, el sucio es el campeón de los talones. Nuestra aprensión se disuelve al abrazarlo, igual que hacemos con los niños que vuelven de jugar con la ropa embarrada. Conviviendo con dos talones sucios se profundiza más en el amor que repasando a Ovidio.

Hoy en día -bien le consta a la ojera- prevalece la homogeneidad. Se exige que la piel sea una extensión monótona, ecualizada, secretamente estúpida. Este desatino perjudica al talón, que se caracteriza por su franqueza. Cada enfrentamiento suyo con una piedra pómez concluye en empate.

En verano el talón sale de vacaciones y asoma de su caparazón para observar los alrededores. Entonces todo parece perseguirlo. En cuanto cae el otoño, huye a las bambalinas del calzado y es como si nadie, nunca, hubiera visto uno.   

Estos textos pertenecen al libro Anatomía sensible de Andrés Neuman, una celebración del cuerpo en toda su extensión, que acaba de publicar Páginas de Espuma.