Cuando la revista The Economist publicó hace unos años un lapidario informe sobre la Bulgaria poscomunista, caracterizó a los búlgaros como la gente más triste del mundo. Medio siglo antes, cuando el escritor Georgi Gospodinov era niño en la Bulgaria socialista, su abuelo recitaba invariablemente, antes de cada comida, unas palabras sueltas en húngaro, que atesoraba como si fueran piezas de plata. Nadie en la familia sabía húngaro pero el pequeño Gospodinov las grabó en su mente como se nos graban ciertas cosas de la infancia. Szervuz, kenyér, bor, köszönöm, szépség, jó utazás, que significan: “Hola, pan, vino, gracias, belleza, buen viaje”. El abuelo las había aprendido cuando peleó en la Segunda Guerra pero nunca hablaba con nadie de esa experiencia, porque su regreso de la guerra había sido traumático: no volvió con los demás muchachos del pueblo, cuando los desmovilizaron, sino meses después, solo, a pie y sin uniforme, cuando ya lo habían dado por muerto. La familia lo llevó a las flamantes autoridades y allí sometieron a interrogatorio al resucitado, pero él sólo dijo que no podía recordar cómo había vuelto, y su aspecto era tan triste que nadie se atrevió a preguntar más, porque todos en el pueblo sabían lo que le había sucedido en su infancia.
Cuando el abuelo de Gospodinov era niño, su madre había quedado viuda y pobre, con seis hijas mujeres y el abuelo, que era el hijo menor. En lo peor del invierno, la madre cargó en el carro las últimas bolsas de trigo que le quedaban y partió con su prole al molino, para cambiarlas por harina. En el molino, el abuelo quiso ayudar a descargar pero la madre le dijo que esperara adentro para no tomar frío. El niño se echó sobre las bolsas de harina y se durmió. Cuando despertó el carro no estaba afuera. Recién a mitad de camino las hermanas repararon en su ausencia, al parar para que descansara el burro. Miraron con espanto a la madre y vieron que ella dudaba, y cuando abrió la boca no les dijo “Volvamos”, ni ordenó a ninguna que fuera a buscarlo. Simplemente dijo: “Quizá tenga una vida mejor. Si creen que no, alguna debería ir a traerlo”. La hermana mayor saltó del carro y corrió en la nieve hasta encontrar a su hermanito caminando a ciegas contra el viento, sin abrigo, con los labios morados. Nunca le contaron lo que había dicho su madre, pero todo el pueblo lo sabía, así como todo el pueblo vio, a lo largo de los años, a la prole de esa madre crecer y abandonar la casa, salvo el hijo varón, que se quedó a cuidar de esa madre hasta que ella murió.
Gospodinov había oído muchas historias tristes de boca de sus tías viejas y amaba en silencio a aquel abuelo que siempre repetía: “El pan de la tristeza se hace con harina y lágrimas”. Por ser el nieto mayor, Gospodinov llevaba el nombre del abuelo y además era, según las tías, la viva imagen de él cuando era niño. En enero de 1995, cuando Gospodinov tenía veintisiete años, el abuelo tuvo un aneurisma que lo dejó postrado y sin habla. La familia se reunió en la casa esperando el desenlace. El nieto mayor le hacía compañía junto a la cama, cuando el abuelo le pidió con señas que abriera un cajón del ropero y levantara el papel de diario clavado con chinchetas en el fondo. Gospodinov apartó el papel de diario y encontró debajo una hoja de cuaderno amarillenta, doblada en cuatro. Cuando se la tendió al abuelo, él no la tomó sino que le apretó las manos sin decir palabra, con el papel adentro, y las mantuvo apretadas hasta que cerró los ojos y ya no los volvió a abrir.
Cinco meses después el joven Gospodinov viaja a Hungría. Ha convencido a su jefe en el diario de ir a hacer una nota sobre los cementerios de soldados búlgaros caídos en la Segunda Guerra. El más grande de esos cementerios está en Harkány. Harkány no parece haber cambiado mucho desde 1944. Gospodinov averigua por señas dónde queda el cementerio pero prefiere pasar antes por una dirección, la que figura en un viejo papel arrugado y amarillento, doblado en cuatro, que trae en el bolsillo. En el papel se lee esa dirección escrita en tinta y, debajo, con la misma tinta, hay estampada una mano de bebé.
La dirección resulta corresponder a una casa de preguerra. Lo recibe un hombre cincuentón, que habla un poco de ruso. Gospodinov también, así que le explica su propósito: hablar con gente de esa época que siga viva, porque su abuelo pasó por ese pueblo en 1944, cuando era soldado. El hombre señala una silla en el jardín donde está sentada una anciana. “Es mi madre. Tuvo una embolia hace unos meses pero su memoria está intacta”. Se acercan hasta ella y el hijo le explica a la madre quién es el visitante. Gospodinov alcanza a entender la palabra “Bulgaria” en las frases en húngaro. Recién entonces la anciana mira por primera vez al visitante.
El hijo va a traer té. La madre y Gospodinov quedan solos. Hay casi sesenta años de diferencia entre ambos pero la mujer lo mira con una intensidad estremecedora. Muchas veces le han dicho en la familia que es la viva imagen de su abuelo de joven, pero esta es la primera vez que Gospodinov lo siente de verdad. Por un instante logra ver la belleza luminosa de una muchacha en el rostro arrugado que tiene enfrente. Está a punto de tenderle el papel arrugado que lleva en el bolsillo cuando la anciana le toma las manos con fuerza y recita unas palabras sueltas que, para sorpresa de Gospodinov, son en búlgaro. La anciana dice: “Hola, gracias, pan, vino…”. La mirada es de una intensidad inaudita. Gospodinov sólo atina a murmurar, en húngaro: “Szépseg”, que como ya he dicho significa belleza. A la vieja se le llenan los ojos de lágrimas. Dice dos palabras más en búlgaro: una es gracias; la otra es buen viaje.
El hijo llega en ese momento con el té. La anciana suelta las manos del visitante y es como si se apagara: acepta mecánicamente la taza que le ofrece el hijo pero no participa de la precaria conversación. Gospodinov intenta en vano buscar su mirada. Finalmente se levanta para irse y el hijo lo acompaña hasta la calle. En el trayecto se excusa por el estado de su madre y le pregunta a Gospodinov si su abuelo sigue vivo. Gospodinov contesta que murió en enero. El hijo dice que su madre tuvo la embolia en enero y le tiende la mano para despedirse.
Gospodinov se va caminando, desdobla el papel amarillento, mira la dirección escrita a mano y la manito de bebé estampada debajo, pensando que es la misma mano que acaba de estrechar, cincuenta años después. Pero, como Gospodinov es búlgaro, no nos dice nada más. Hasta que The Economist publica su informe sobre Bulgaria y él se sienta a escribir un libro llamado Física de la tristeza. El libro se traduce a varios idiomas. Cuando Gospodinov recibe los ejemplares de la traducción al húngaro, envía uno por correo certificado, a una dirección en Harkány. Antes de cerrar el paquete pone entre las páginas del libro un papel amarillento doblado en cuatro, que todavía conserva. Recién entonces parte hacia el correo, con el andar cansino y estoico que heredó de su abuelo.
Para Javier Folco