“Lucas nació bien, pero a los tres años tuvo los primeros signos del autismo, no comía, se golpeaba, y a los ocho años comenzaron las convulsiones” recuerda Alejandra De Sousa, mamá de Lucas, desde Ensenada. Lucas hoy tiene treinta años, y en 2016 comenzó un tratamiento con aceite de cannabis. “Fue increíble –describe Alejandra--, había pasado una hora y ya pudo tomar agua, agarrar el vaso y tomar agua”. Se emociona. Ella entonces inició un recorrido desde el cultivo a la prédica, en los talleres que dicta en la ONG Mamá Cultiva. A tono con la pandemia, son virtuales, y añora volver a presencialidad: “Los damos para todas las provincias del país y en todas partes las dolencias son las mismas, mucha gente mayor los necesita”, señala.
Para Alejandra, la reglamentación era una necesidad imperiosa. Pero “falta mucho por recorrer” advierte sobre el camino que abre la ley a la investigación científica. “Esperamos a futuro una ley más amplia, que permita conseguir semillas, regular el transporte y el acopio, que esté todo contemplado”, explica. Pero entiende que “esto es un paso importante, y fue por lo que conseguimos hace cuatro años cuando pedimos que nos dejaran cultivar, para uno mismo o el grupo familiar, o a través de las ONG autorizadas, pero sigue siendo investigativa”, señala.
En su historial de mamá que busca ayuda, ella pasó “por todas las medicaciones y terapias” y no podían dar con nada para contener a su hijo. Con Lucas “polimedicado” y sin respuesta positiva, la vida de su familia entró en una espiral de angustia que reflejaba la impotencia de la medicina tradicional, ante esa afección. “Nada lo calmaba –cuenta— estaba ido, fuera del contexto de la familia, se autoagredía, y el mal convulsivo llegó a tal punto que me dijeron que no había más nada que hacer, que se iba a deteriorar cada vez más”.
Así llego a una biomédica alópata que trabajaba con plantas y le dijo, como último recurso: “proba con esto”, y le dio el aceite. Automáticamente Lucas comenzó a tener respuestas motoras. “A la hora empezó a coordinar movimientos –recuerda--, y hasta hoy no perdió esa habilidad”. Siguió con el tratamiento, pero llegó un momento en que no pudo comprar más el aceite. La obra social y no se lo autorizaba. Entonces se acercó a Mamá Cultiva. “Fui a un primer taller donde me enseñaron a cultivar, y puse manos a la obra inmediatamente, en mi casa, con plantitas de las semillas que me daban algunos compañeros del trabajo”.
Ahora es una militante del cultivo para uso medicinal. “Cuando conocés la planta entras en una forma de vida diferente, y poder ayudar a los demás te cambia, te hace mejor persona, uno se solidariza con el dolor ajeno y el poder enseñarles a hacer su medicina, que no es tan costosa, más para los jubilados, es muy gratificante”,cuenta. La ONG creció. “Se nos acercan muchas personas mayores, a las que les preocupa el dolor y el deterioro cognitivo” explica. Y regala un detalle: “Mi mamá tiene artritis y artrosis, y con las gotitas de cannabis dejo la cama y el andador. Ahora camina, con bastón, pero vale la pena”.