No le ha quitado brillo –cómo atreverse, claro- pero seguro que se lo ha sumado. Y en cantidad. Difícil pensar que Atahualpa Yupanqui hubiese sido el que fue de no haberse cruzado con ella esa noche de 1942, cuando los presentaron tras sendos conciertos en San Miguel de Tucumán. El de ella -Antonietta Paule Pepin Fitzpatrick, o Nenette, o Pablo del Cerro- en un teatro, al piano y junto a la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires. El de él, solo con su voz, su guitarra y sus circunstancias en un lugar cercano, más pequeño, mientras su corazón trajinaba un difícil matrimonio con María Alicia “Lía” Martínez, su prima. La forma más directa de comprobar ese plus de brillo es fácil, directa. Apenas enumerar las piezas que Nenette compuso junto a Yupanqui. Ninguna hormiga podría comer la miel de “Indiecito dormido”, de “El alazán”, de “El arriero va”, de “Guitarra, dímelo tú”, de “Eleuterio Galván”, de “Luna Tucumana” –debut de la dupla compositiva- o de “Chacarera de las piedras”.
Mucho menos de ese impresionante vuelo psicodélico a la criolla -a veces servido en dúplex- que integraba la “Danza rústica” con la “Melodía del adiós”. O la imponentemente bella, en parecido trance, de “Paisaje con nieve”. En todas ellas –sesenta y cinco, puntualmente, y poco más de la mitad concebidas entre ambos- la compositora y pianista francesa mostró enormes jirones de su inspiración.
Los de su vida, en cambio, se apagaron un día como hoy pero hace 30 años: el miércoles 14 de noviembre de 1990. Un paro cardíaco lo quiso así. Nenette murió a los 82 años, porque había nacido el 9 de abril de 1908 -poco más de dos meses después que su amado Ata- en el archipiélago canadiense de Saint Pierre et Miquelon, cuando Canadá aún estaba colonizada por los franceses. Vivió en la Argentina más de sesenta, porque fue el lugar que escogió para anidar cuando se esfumaba la ajetreada década del veinte del siglo pasado. Compuso en criollo porque, más allá del bagaje clásico pletórico en bellas artes, y de medallas de oro que le habían dado como intérprete y compositora en el Conservatorio de Caen en Normandía, se terminó de formar aquí.
Primero en el Conservatorio Nacional de Música, con gente talentosa. Entre ellos Athos Palma, Carlos López Buchardo, Antonio de Raco y Rafael González. Luego siguiendo las huellas de esa gran hurgadora en las profundidades sonoras telúricas que fue Isabel Aretz. Y de admirar, a través de esos ojos, los enigmas de la Argentina profunda, según pasaban los días. Convivió con Yupanqui casi medio siglo porque ambos se juntaron, tras una intensa correspondencia, en 1947, y no se separaron hasta la mismísima muerte de Nenette. No solo que no se separaron, sino que ratificaron su amor como en un trance de sirviñaco interminable. Al inicio, previa unión matrimonial vía Montevideo, cuando concibieron a Roberto Chavero, el “kolla” que iba a acompañar a su madre entre las soledades y las distancias del Cerro Colorado, aquel de las piedras pintadas que don Ata describe en “Norte Cordobés”, y que Nenette, años después, admiraba en silencio, mientras su hombre buscaba el mango y la presencia perdidas en prestigiosas salas de Europa, mientras ella esperaba reencontrarse con él en París. La “Zambita del buen amor”, otra gema compuesta por ambos, va directo al hueso aquel, duro de roer por cierto: "Heridas nos da la vida, y hay que saberlas curar. Con las leñitas que voy quemando, se va entibiando mi soledad".
Nada que envidiarle tal letra a una de las esquelas que Yupanqui le había enviado a esa mujer “llamada Pablo” (como tituló Isabel Lagger su libro), durante las famosas “Cartas a Nenette” descubiertas por el periodista Víctor Pintos. “Leo tu carta y quiero decirte que no pienso tristemente en el porvenir. Ya volveré pronto para grabar mis músicas. Y te veré, levantada y amorosa, trabajadora y buena, como sé que eres. Y besaré tus ojos, compañera de tantas horas lindas y tristes”. Otra instancia que refrendó el amor entre Yupanqui y Fitzpatrick fue el matrimonio civil –esta vez vía México- consumado en los albores de agosto de 1962, en Tlaxcala. Y una más, la definitiva, cuando finalmente pudieron casarse en la Argentina, por civil en Belgrano, y por iglesia en la austera capilla de Cerro Colorado durante el oscuro verano de 1979, tras fallecer la primera esposa del trovador.
Quienes le picaron vivencialmente cerca, no solo destacaban las convicciones éticas de Nenette, sino también sus ardores etéreos por Bach, su exigencia estética, su sensibilidad inclaudicable, su ascetismo, su rectitud y disciplina para con el estudio musical, y una austeridad a prueba de balas. Pero fundamentalmente lo que más de halla en las fuentes en su el devoción y el amor –al punto de bancarse y sobrellevar profundos momentos de desolación y pobreza material-- que profesaba por ese hombre tan genial como alunao. Era otro de esos ojos del saber del devenir que mira el magma. A las mismísimas vísceras de la tierra. Y así lo hizo saber Atahualpa –tal como recuerda su amigo-biógrafo Sebastián Domínguez-- a través de una sentencia descomunal: “Tú fuiste siempre, la callada fuerza de mi camino”.