“Somos flechas disparadas desde el vientre de nuestra madre y aterrizamos en un cementerio”. Una cita suele ser clave para entrar en un texto porque suele anticipar lo que se viene. La que transcribí corresponde al noruego Kjell Askildsen (Mandal, 1929). Hace años que me prometo escribir sobre la atracción morbosa de sus cuentos hieráticos. Reviso una cantidad de subrayados y, si bien todos me parecen representativos de su poética, me cuesta encontrar el modo de articularlos, de redondear lo que quiero decir: 1) “Vivo en un sótano, lo cual se vea como se vea, es resultado de que todo me ha ido cuesta abajo”. / 2) El que no tiene nada por qué morir, tampoco tiene nada por qué vivir. / 3) “De vez en cuando: se te viene encima un gran vacío, es como si la misma falta de sentido de la existencia se te metiera dentro y se extendiera como un inmenso y desnudo paisaje”. / 4) “Sé que tengo muchos bisnietos, pero no conozco a ninguno de ellos”. / 5) “Se me cerraron los ojos y vi aquel vasto y desierto paisaje, ese que tanto duele mirar, es demasiado vasto y demasiado desierto, de alguna manera está dentro y fuera de mí”. / 6) “Algo absoluto, tanto en la angustia como en el abandono, algo que de una manera deja en suspenso el tiempo.” / 7) “Acepto la cortesía, pero la compasión guárdenla para los animales”. / 8) “Debería haber empleado más tiempo de mi vida en estudiar los insectos”. / 9) “Por qué no podemos ser simplemente personas, así no tenemos que pensar que deberíamos ser infalibles”.

Askildsen no se la hace fácil a los lectores y, no obstante, cautiva y causa a la vez pavor y una risa nerviosa de la que podemos arrepentirnos. “Mi objetivo es que el lector muerda el anzuelo”, ha declarado. Su propósito es generar una instintiva identificación con eso que atormenta a sus seres siempre apesadumbrados, tanto que sólo pueden contarse en primera persona. Solitarios, ermitaños, herméticos aun cuando puedan tener un encuentro ocasional con un posible amigo, una hermana, una ex o estén en pareja. La soledad es, sin más, la lógica de la existencia. Pero habría que averiguar si hay una posibilidad de que el otro pueda ser algo más que una proyección de las propias tribulaciones paranoicas.

Ahora me acuerdo de una historia que me contó una maestra escandinava. Daba clases en una pequeña ciudad en el norte de Noruega, muy por encima en latitud que Islandia. Cuando la interminable noche polar se aproximaba a su fin, al asomar el primer rayo de sol, bajaba una primera aguja de luz, duraba un instante, y ella no podía contener a los chicos que abandonaban el aula atropellándose para tocarlo y ser tocados. La oscuridad se les había hecho inaguantable y ahora ese hilo furtivo que duraba segundos los hechizaba.

Será acaso factible, me pregunto, que esa oscuridad naturalizada y esa necesidad de luz sean la pregnancia de los relatos sin salida de Askildsen. Esa oscuridad, me digo, es la angustia y no otra cosa. Una angustia que no siempre sus personajes manifiestan claramente pero se da por aludida mediante frases cortas y la nimiedad de lo cotidiano. A veces también hay una obsesión en el foco: dos moscas acoplándose, una pareja de perros que cojieron y, dolorosamente, no pueden desprenderse uno del otro, como esas relaciones que se eternizan en una relación a pesar de la fisura. Habla de esto Askildsen, pero no se puede describirlo, entre otras razones, porque sin detallar, consigue lo real en sus cuentos cortísimos. Si en su formación incidió Hemingway, ahora están Beckett y Pinter. Askildsen abomina que lo etiqueten minimalista: “Un cuento debe ser una minúscula obra de arte. Nunca digo menos de lo que debo decir”, sentenció en una entrevista. Y también: “La literatura es el único lugar en mi vida en el cual tengo la sensación de estar seguro de mí mismo. Esta es una razón para escribir. Hay algo satisfactorio en escribir algo que mientras lo hacés, sospechás que puede ser bueno, y que, cuando lo terminaste comprobás que es bueno. Entonces no se puede negar que la vida se vuelve menos pobre”. Su logro: bocetos, dibujos, esqueletos, estilizaciones de la frustración callada. Lo suyo, en modo Bergman, es el silencio. El suicidio está cerca. Kierkegaard lo dice: “La lucidez y la desesperación no se excluyen”.

La verdad, no es mucho lo que sabemos de la literatura nórdica, que durante siglos estuvo fusionada con la islandesa. Tal vez alguno entre nosotros ha leído a Ibsen o a Hamsum. Y no mucho más. Askildsen puede ser otra excepción. Hace unos años, de paso por acá, se sorprendió por la recepción que su obra tuvo entre escritores. Su biografía sucinta data que es hijo de un pastor que se opuso a los nazis y padeció la experiencia concentracionaria durante la invasión nazi a Noruega. Tuvo dos hermanos mayores que también fueron prisioneros. El padre fue severo, educó a sus hijos como “niños de Dios”. Cuando el menor, Kjell, publicó en 1953, a los veinticuatro años, su ópera prima, se la envió con una dedicatoria. El libro empezaba con un relato de iniciación sexual. La crítica le fue favorable y el éxito repercutió en la librería de su pueblo, pero poco después fue retirado por escandaloso. Días después el joven escritor se cruzó con su padre en una calle. Había recibido el libro con dedicatoria, le dijo, pero lo había quemado. Y esta trama podría ser uno de los cuentos del hijo que más tarde escribiría infinidad de cuentos donde el vínculo padres e hijos es un malentendido perpetuo. De hecho, en uno un hijo enfrenta al padre: “Yo no quería ser como vos. Te llamaba Abraham. Y yo era Isaac. Hasta dónde soy capaz de recordar te tenía miedo, no sólo porque me castigaras. Siempre me sentía culpable porque no era lo suficientemente adulto como para distinguir entre culpa y sentimiento de culpa”. Hay otro cuento ejemplar en el que un padre viejo, después de tiempo de no frecuentarse, se encuentra con su hija ya madura. Ella se ha vuelto vegetariana, bebe su orina. No tienen mucho que decirse. Se despiden con un seco adiós. El padre concluye: “Sé que todo tiene una lógica inherente, pero no siempre es fácil descubrirla”. Y esta, podría haber sido otra de las citas para abrir este artículo. Pero no sólo los padres quedan mal parados. También está ese cuento en que una madre descubre el diario de su hijo y le anota una sentencia intrusiva: “Dios lo ve todo".

Noruega tiene un estándar de vida confortable, lo que se suele llamar “un estado de bienestar”. Entonces, puede uno preguntarse, qué tiene en común con nosotros la existencia de estos seres cascarrabias, gruñones, hostiles y mustios que no pasan pasan considerables estrecheces. Creo que hay una conexión y no es sólo la miserabilidad de la vejez. Está justamente en esa idea kierkegaardiana, la desesperación. Traducido: la convicción de que somos tránsito y no nos resignamos.

 

En tanto, Askildsen tiene noventa y uno, está parcialmente ciego desde hace unos años y, no obstante, todas las mañanas va a su estudio, toma una copa de vino, fuma un cigarrillo y después empieza a escribir. Le gusta que sus cuentos, como política, instalen desosiego en los lectores. “Realmente estar vivo es maravilloso”, opina.