Vista de cierta forma, la provincia de Buenos Aires es una especie de sembradío ideal para los interesados en las construcciones abandonadas y con cierto halo de misterio. Símbolos de días de gloria del pasado, que ahora apenas si logran mantener sus paredes en vertical. La lista va desde hoteles pomposos como el incendiado Club Hotel de la Ventana, en Villa Ventana, hasta el Boulevard Atlántico en Mar del Sur; o desde el castillo de la Amistad en Chascomús hasta el palacio San Souci, de Tandil. Una lista que sigue y se multiplica por cada rumbo que decidamos tomar.

En esa tensión infinita entre el olvido y el intento de rescate, en este trazado de viejos lujos  decadentes de comienzos del siglo XX, la localidad de Rauch –a 270 kilómetros de Buenos Aires y camino a Tandil– atesora al Castillo San Francisco: una construcción ecléctica desde su arquitectura, a la vez magnética y misteriosa, en medio de un monte que la mantiene oculta hasta casi el momento en que se está frente a ella. Y detrás de esa primera vista, se abre un viaje a la historia y el mito en apenas una tarde de recorrida.

Ventanas –ya sin cristales– hacia el parque que rodea el edificio.

CONTACTO EN RAUCH El castillo está alejado unos 25 kilómetros de la ciudad, en el paraje llamado Estación Egaña. Antes de meternos de lleno en la caminata por las derruidas habitaciones hacemos un alto en la cabecera del partido, donde –en tren de arquitectura con leyenda– no podemos perdernos el palacio municipal, una de las obras del siempre enigmático Francisco Salamone durante los años 30. Allí me encuentro con quienes serán mis guías, los mismos que cada domingo reciben a los visitantes en las puertas del castillo. Verónica Peruchena y Sergio Bilbao son parte del grupo que se puso al hombro el mantenimiento del predio, y con ellos emprendemos el viaje por el camino de tierra que nos lleva hasta el monte donde se esconde el San Francisco (así se llama realmente el castillo, aunque es más conocido por el nombre de la zona donde está). Verónica va narrando, y sus palabras comienzan a entrelazar datos con hechos que rozan la mitología.

Las raíces de la trama de este palacete abandonado en plena pampa bonaerense hay que rastrearlas hasta los días de la Revolución de Mayo, cuando entra en juego el apellido Díaz Vélez. En ese primer momento fue por la figura de Eustoquio, militar que participó en la guerra de independencia. Eustoquio fue el abuelo de Eugenio Díaz Vélez, que en una porción de la enorme cantidad de tierras heredadas de su padre comenzó la construcción del castillo en 1918. “A Eugenio no lo querían mucho en la familia –dice Verónica– porque era el que más despilfarraba. Comenzó la construcción en el fondo de las 7000 hectáreas, para que cuando la gente bajara del tren hablara del castillo de Díaz Vélez”. Cuenta Peruchena que la mala relación con Andrés Egaña, esposo de una de sus primas, fue llevando a una escalada que de alguna manera influyó en este edificio. Para Verónica ahí surgió lo de “castillo”, y lo plantea desde el tipo de construcción: “Primero fue un palacio, con planta baja y primer piso, pero después Egaña comenzó a poner plantas para que quedara oculto. Entonces Díaz Vélez agregó la última planta y los miradores, y lo convirtió así en castillo”.

Eugenio, arquitecto, pasaba sus días entre su caserón de Barracas y los viajes por Europa, desde donde enviaba parte de los materiales para la construcción. Los obreros eran todos transportados desde Buenos Aires, e hizo incluso construir un monorriel desde la estación Egaña hasta el castillo para llevar todo lo necesario. Cada vez que Díaz Vélez regresaba de Europa con nuevas ideas –cuenta la historia– mandaba a dar marcha atrás con los avances para volver a empezar. Como si fuera poco, el parque se lo encargó a Carlos Thays, aunque el paisajista no pudo terminarlo.

La Municipalidad de Rauch, una de las obras destacadas del arquitecto Salamone.

EN LAS PUERTAS DEL PASADO Después de un rato por un camino de tierra en muy buen estado, siguiendo los carteles una curva a la izquierda nos mete de lleno en un monte que tiene más de 80 especies diferentes. “Tiene más valor el monte que el castillo”, dicen los guías. De golpe, cuando ya estamos llegando a la tranquera aparece de la nada, fantasmal y cautivante, el castillo. Verónica señala que si se miran con atención las molduras, que mutan de curvas a rectas, se nota perfectamente la diferencia entre las dos etapas de construcción, entre palacio y castillo.

Está enmarcado por un enorme predio de césped corto, en el que se instalaron mesas, bancos y hasta un sector con juegos para chicos. Los domingos, una pequeña cantina se abre para vender algo para comer y tomar, además de agua caliente para el mate. Esa cantina la maneja un grupo de futuros egresados de un colegio de la zona, para recaudar fondos. De alguna manera, cuenta Sergio, es una forma de hacer que los más jóvenes se interesen en la historia, en un lugar siempre tentador para el vandalismo.

El cartel que nos recibe afirma que tuvo 77 habitaciones, 14 baños, dos cocinas, galerías, patios y un taller de carpintería. Los primeros pasos bajo la pérgola lateral revelan un panorama que une la imaginación de un pasado glorioso con la decadencia actual: caminamos por las habitaciones, las viejas cocinas y hasta por la sala principal, en la que no cuesta imaginar los planes de bailes y banquetes. La mayoría de los vidrios ya no están, los techos se ven castigados y de las aberturas poco queda. Las paredes internas dejan ver capas y capas de viejas pinturas, que van del amarillo al marrón y verde. Esos rastros nos llevan de vuelta a la historia, y la cosa se pone interesante.

El castillo se terminó de construir en 1930, y Verónica detalla con rigor de verdad el primero de los acontecimientos que le dieron el condimento misterioso. Ese año dicen que se preparó una gran cena de inauguración oficial. La familia de Eugenio, amigos y los trabajadores de la casa se alistaban para un banquete destinado a más de 20 personas en la sala. La mesa estaba servida, cuentan, cuando la larga demora en llegar del protagonista tuvo explicación: había muerto de un infarto en su caserón porteño. El tren que debía traerlo ahora vendría vacío a buscar a todos, para llevarlos a Buenos Aires. 

Así fue –siguen diciendo– que dejaron todo como estaba: mesa puesta, copas y platos de lujo sobre el mantel. La viuda dio la orden de dejar todo así, y cerrar con llave la habitación. La historia-leyenda se completa de esta manera: esa mesa estuvo puesta durante treinta años, hasta 1960. “Al romperse algunas ventanas en todo ese tiempo, cuentan los vecinos que se veían las copas”, dice Verónica. La frutilla de la narración es que “al ingresar en 1960, dicen que por el oxígeno que entró en la habitación muchas cosas se hicieron polvo”. Una forma elegante de decir que las cosas de valor, simplemente, no aparecerían nunca más.

El frente de un castillo al que le queda poco de sus tiempos de gloria.

REFORMATORIO En la fisonomía actual del castillo –a cuya planta alta ya no se puede acceder por seguridad– mucho tuvo que ver lo que vendría después de los años 60. A mediados de esa década el edificio y su predio pasaron a manos de Consejo de la Minoridad para que fuese aprovechado como hogar. Desde entonces se transformó en un reformatorio. Para eso se hicieron cambios, se trocaron pisos lujosos por otros más baratos, y lo mismo ocurrió con la grifería original, que según cuenta Verónica era de oro y plata. Así, prestando apenas un poco de atención, se puede notar cómo los pisos originales conviven hoy con otros completamente distintos.

Como si el solo hecho de haber sido también un reformatorio no aportara una pizca más a guion de película de suspenso, hacia finales de los años 70 un joven internado que ya había cumplido la mayoría de edad se ensañó con el encargado del lugar. Lo esperó, lo interceptó, y lo mató de varios tiros. Esa historia es tan real como que uno de los hijos del encargado fue hasta hace poco parte del grupo de voluntarios que mantiene vivo este lugar. Apenas unos meses después del hecho el reformatorio cerró, pero las leyendas en la zona siguieron creciendo de boca en boca, año tras año, abarcando –cuándo no– fantasmas y espíritus errantes entre los muros.

Las últimas décadas fueron de idas y vueltas, hasta un último intento de demolición en 2010. Ahí, cuenta Sergio, se armó el grupo para su cuidado. Incluso varios de sus miembros comenzaron a hacer cursos relacionados con el turismo, motivados por esta historia. A ellos los despido ahora al costado de la ruta, donde la tierra seca se arremolina, se une con los árboles y me vuelve a cubrir por completo la visión del castilloz