Fotos: Oficina de Turismo de Chicago
Uno llega a Chicago con una imagen y una advertencia. Las secuencias de Al Capone durante la Ley Seca, recreadas por tantas películas, se combinan con los comentarios de quienes ya visitaron la ciudad: “Hay que llevar un buen abrigo, el viento sopla en serio”. Y uno, que es ingenuo y obediente, llega a la ciudad buscando mafiosos filántropos y vistiendo la mejor campera rompevientos que encontró en el placard. Aunque la búsqueda de los primeros llega algunas décadas tarde, hay que decir que al viento no hace falta buscarlo: él va silbando por las calles mientras se ríe de la futilidad de los abrigos impermeables. Por eso el turista aprende rápido que frenar en una esquina a revisar un mapa de la ciudad resulta una pésima idea. Para decidir qué dirección tomar conviene hacer uso de las instalaciones de un local de comida rápida. O simplemente pararse en una esquina y dejarse llevar por el chiflete.
RESURGIMIENTO CON ALTURA Los primeros en ponerle nombre al actual territorio de Chicago fueron los indígenas de Illinois, que la llamaron Chicaugou (“poderoso” o “grande”), una característica que la ciudad mantuvo a lo largo de la historia a pesar de la serie de eventos –entre trágicos, violentos y desafortunados– que le tocó atravesar. A principios del siglo XIX, Chicago resultó una de las ciudades más golpeadas por la guerra contra Gran Bretaña. Hacia 1850, el desarrollo del ferrocarril y la construcción del canal Illinois Michigan –que conectaba los cinco grandes lagos estadounidenses con el río Mississippi y el Golfo de México– comenzó un período de prosperidad que convirtió a la ciudad en líder de la industria ganadera y de la producción de madera, material con el que se construían la mayoría de las casas, puertas, ventanas, muebles y cualquier cosa que pudiera realizarse con el derivado de un tronco. En el furor del material, hasta los edificios –que llegaban a los seis pisos– y las calles –que por entonces eran de tierra– se hicieron con bloques de madera. El canal prometía bonanza económica, y a conseguir algo de eso llegaban cada año a Chicago unos 100.000 inmigrantes.
Pero lo que la madera y las vacas te dan, la madera y las vacas te quitan. Al menos así le sucedió a Chicago. Según se cree –nunca se determinó con exactitud qué parte es real y qué parte es mito pintoresco– la noche del 8 de octubre de 1871 una vaca pateó una lámpara de kerosene en un establo muy cercano al actual centro. Las llamas, imparables frente al material orgánico, se extendieron en pocas horas por varios barrios. Apagar el incendio demoró tres días. Pero Chicago, que estaba en la cresta de la ola económica desde hacía algunos años, revolvió las cenizas, se hizo chapa y pintura y se reinventó. La ciudad convocó a los arquitectos más destacados del mundo para pensar una Chicago moderna, a la altura de sus proyecciones, pero sobre todo ignífuga. En esta etapa levantó los primeros “rascacielos” de todo el mundo.
LOS PRIMEROS PASOS Basta chequear la folletería turística: la cantidad de sitios por conocer en esta ciudad es apabullante. En ese punto conviene ir al hueso. ¿Dónde está el hueso de esta ciudad? En el Chicago Cultural Center (CCC), el primer centro cultural municipal de todo Estados Unidos. Fundado como biblioteca central, hoy alberga una de las colecciones de arte más completas del país, pero probablemente su pieza más curiosa está justo en la entrada: una vaca de bronce donada por un artista suizo. ¿Qué tiene que ver esta escultura metálica con el Toro de bronce de Wall Street? Absolutamente nada más que el material metálico y el par de cuernos que los coronan, aunque la coincidencia parece reforzar la idea de “segunda ciudad” de Chicago, un mote que se ha ganado por la eterna competencia con la Gran Manzana.
Este centro cultural tiene un ala de cinco pisos y otra de cuatro, las escaleras de mármol más brillantes que se hayan visto en publicidades de productos de limpieza, y una cúpula de cristal de 12 metros de diámetro de Tiffany. Pero además de brillar por todas partes y ser fotografiado en cada rincón, el Chicago Cultural Center es una institución activa todo el año, desde la mañana hasta la noche, hacia adentro y afuera de la comunidad: para los locales hay actividades recreativas y clases –alcanza con entrar por el hall de la calle Randolph para ver a los abuelos que van a jugar ajedrez, a las cartas o se juntan a conversar– y para los visitantes, tres veces por semana, se ofrecen visitas guiadas que brindan vecinos para recorrer el centro y escuchar la historia. Pocas veces se tiene la suerte de conocer un lugar de la mano de un local, y en Chicago es un servicio que da un buen pantallazo antes de salir a recorrerla, por el que no hay que desembolsar ni un centavo: una característica que resulta muy valorable en un país con más posnets que habitantes.
A una calle del CCC está el Millenium Park (Parque del Milenio). Son 10 hectáreas de espacio público que contemplan, entre otras obras de arquitectura, un pabellón de conciertos con capacidad de hasta 7000 personas y un enorme espacio de vegetación, el Jardín Lurie, que funciona como techo verde de un estacionamiento bajo tierra. Quizás la obra más conocida del parque –y sin duda la más icónica de la ciudad– es la Cloud Gate (Puerta a las Nubes), una escultura metálica con forma oval que devuelve un reflejo distorsionado del paisaje urbano. El diseño estuvo a cargo de un artista indobritánico, Anish Kapoor, que trabajó dos años en la titánica tarea de ensamblar 98 toneladas de placa de acero de forma tal que no dejaran ver un solo centímetro de costura. Hubo un tremendo trabajo de ingeniería y se gastaron 23 millones dólares que donaron empresas y particulares. Pero hoy, a esta obra que busca abrir las puertas del cielo se la conoce como “el poroto”. Menuda desilusión para Kapoor enterarse de que 24 meses de trabajo terminaron por convertirlo en el autor de la legumbre más costosa de la historia.
Si esta obra hoy es un ícono tiene que ver no solo con los méritos artísticos de Kapoor. El poroto posee una cualidad altamente apreciada por quienes habitamos este siglo: devuelve un reflejo. Y, en consecuencia, se ha convertido en sitio de autofotos de turistas por excelencia. Incluso en la cavidad inferior de la escultura –conocida como el omphalos, que significa “ombligo” en griego– los visitantes se meten en busca de la selfie más original. Quizás estaba contemplado por el artista: el diseño de un espacio para ir a mirarse el propio omphalos.
ZONA DE MUSEOS Además de las obras de arte y arquitectura al aire libre, en Chicago se puede visitar el Instituto de Arte, ahí justo en medio del “bucle” (una zona rodeada por las vías del tren). Es museo y escuela al mismo tiempo, y las obras que componen su colección van desde Claude Monet a Andy Warhol, para terminar en una pila de caramelos de colores ubicados en la esquina de una sala. O bien un jarro roto, que en realidad parece un accidente doméstico.
Más hacia el sur está el Campus de Museos, que agrupa en un mismo predio el Field Museum (de Historia Natural) y el Acuario Shedd. El primero lo vale todo por su estrella principal, una tal Sue. ¿A quién no le interesa conocer al Tiranosaurio Rex más grande y mejor conservado que se haya encontrado en el planeta Tierra, y que para colmo se llama Susana? Este esqueleto, completo y sin piezas artificiales, hoy se puede ver en el Field Museum. El dinosaurio, que tiene una antigüedad de 65 millones de años y se encontró en estado casi perfecto, fue un hallazgo de carambola de una buscadora de fósiles amateur llamada Susan Hendrickson. Solo el cráneo de esta T-Rex alcanza el metro y medio de altura y pesa 272 kilogramos. Cada uno de sus colmillos es tan largo como un antebrazo, y a pesar de llamarse como su descubridora se desconoce realmente si es hombre o mujer.
Justo en frente de la casa que alberga a Susana está el Acuario Shedd, el primero de todo el continente. Allí dentro hay muchas variedades de fauna y flora marina, antiquísimos espectáculos en los que los mamíferos hacen monerías con pelotas y hasta un cine 3D. Entre las luces de colores de las instalaciones y los niños y adultos que acosan a toda clase de anfibios y peces desde su lado del vidrio –¡y hasta les sacan fotos con flash!– el acuario resulta mejor espectáculo para contemplar comportamiento humano que animal. Mejor ir a visitar el esqueleto de un animal extinto: él se estresa menos y uno aprende más.
TECHO DE CIELO Un buen cuadro no puede apreciarse bien desde una distancia muy corta ni desde una distancia muy larga. Del mismo modo, una ciudad diseñada para alcanzar las alturas, esquivar las llamas y rascar la barriga del cielo, no puede verse completa desde el pie de sus edificios. Para conseguir esa vista específica, el mirador de la Torre Willis resulta una visita necesaria. El edificio completo tiene unos 110 pisos, que suman unos 527 metros de altura, pero el hall del edificio prefiere usar un novedoso sistema de métrica y contarlo en cuerpos de un expresidente: así, la torre equivale a 283 cuerpos de Barack Obama. Si este dato se actualizara –aunque al 60 por ciento del estado de Illinois no le caería muy simpático– estaríamos hablando de 276 cuerpos de Donald Trump.
Al mirador del edificio se lo conoce como Skydeck (techo del cielo): casi todas sus paredes son de vidrio, y en dirección al oeste tiene tres balcones que dejan ver la ciudad por donde se la mire. Incluso si se mira el piso, también de vidrio, se puede ver Chicago. Desde allí arriba se desnudan los cálculos del trazado de las calles y puede seguirse el recorrido de los trenes por buena parte de la ciudad. Además, la vista alcanza cuatro estados –Indiana, Wisconsin y Michigan, además de Illinois, claro– y un tercio del lago que baña la costa este de la ciudad, porque la visibilidad desde este sitio, en un día despejado, alcanza los 80 kilómetros. En un día nublado, en cambio, uno no puede más que subirse a esos balcones, mirarse los pies y lamentar haber perdido tiempo para ver nubes por una ventana. Si ese fuera al caso, la salida es por la tienda de regalos: vaya y cómprese una linda remera de Al Capone para suprimir la congoja.
SALIR DEL BUCLE Visitar una ciudad y no recorrer más que su centro histórico es como ver la portada de un libro y decir que está leído. Especialmente para las grandes urbes como Chicago, hace falta asomarse por la ventana para ver algo más que lo que se prepara para el turista. Igual que muchas otras ciudades norteamericanas, la principal ciudad de Illinois tiene su propia sucursal de China e Italia y hasta un pedacito de Polonia (Chicago tiene la comunidad de inmigrantes polacos más grandes después de Varsovia). Pero el barrio con la tradición migratoria de más larga data es el Pilsen, puerta de entrada para miles de familias de todo el mundo durante los últimos 150 años. Hoy el Pilsen es el barrio mexicano por excelencia: se puede subir en el bucle a la línea rosa del tren en dirección a la calle 18 y escuchar cómo el espanglish fluye con total naturalidad.
Los murales del barrio mexicano ocupan todas las paredes de las estaciones de tren, y cuando se acaban las paredes se pintan dibujos sobre las puertas de las casas, y si no quedan más puertas se empiezan a pegar afiches. Por estas semanas, el barrio se empapela con caricaturas de Trump vistiendo cuernos rojos, que lo presentan como “El maligno” y proponen: “¡Dale un Trump-azo!”. A fuerza de arte callejero y comida étnica, en los últimos años el Pilsen se ha vuelto un barrio de moda, y no ha quedado afuera de cierto proceso de gentrificación. Sin embargo, aunque combinado con tiendas de discos de vinilo y ropa de segunda mano, todavía pueden rastrearse elementos de la cultura mexicana más auténtica. De tal cosa es prueba La Mezquita, un pequeño local familiar de comidas, donde por unos pocos dólares se pueden comer burritos enormes y picantes al ritmo de la discografía de Maná.
Hacia el norte del bucle hay una manzana clave para la actividad nocturna musical de Chicago. Con pocos metros de diferencia, el Riviera Theatre y el Aragon Ballroom triangulan con el bar de jazz más antiguo de los Estados Unidos: el Green Mill. Si se llega a la ciudad con las imágenes de Los intocables, una noche en Chicago debería terminar en este bar, parte del set de filmación de la película que rememora los años del gangster por estas latitudes.
Allí se puede conocer a una mujer que en los años 20 frecuentaba este mismo lugar, una señora mayor, de cara pálida y que viste poca ropa, una persona que lo ha visto y oído todo. Ella es Ceres, una estatua art noveau que representa a la diosa de la cosecha y fue rescatada del sótano del bar, donde la depositaron en la primera etapa del Green Mill. Ahora pasa las noches parada junto al escenario y los músicos la han apodado “Stella” por el clásico de jazz Stella by starlight. El lugar abre todas las noches: de lunes a sábado con música en vivo (la entrada oscila entre 4 y 15 dólares, según la banda que toque) y los domingos por la noche hay slam de poesía. “Ella es la empleada del bar con mejor presentismo”, cuenta uno de los mozos. La pobre Stella ya estará cansada de los turistas que preguntan dónde se sentaba Al Capone. Probablemente, también del jazz y de los domingos de poesía.
Pero estamos en el Green Mill, vinimos pensando en la Ley Seca y todo el mundo tiene un trago en la mano. Queremos saber dónde se sentaba, si es verdad que hay túneles por los que se escapaba, si siguen funcionando, cuál era su bebida favorita y si pedía el bife a punto, seco o sangriento. “Pregúntenle a Stella –nos responde un muchacho joven que va y viene con bandejas de bebidas–, ella es la única que ha estado aquí desde el principio”.