En los últimos veinte años en México, el uso de los cuerpos como mensaje se incrementó conforme las actividades de los traficantes de droga se volvieron públicas. Antes su tarea era silenciosa y oscura. El tráfico de drogas hizo que la violencia construyera usos e incluso ritos con la sangre de las víctimas. Mujeres a las que se llegaba a mutilar en vida un pezón a mordidas o se les cortaba un trozo triangular de la piel. Cadáveres que eran arrojados a una fosa y rociados con una mezcla de cal y ácidos para que aceleraran su desaparición. Víctimas asesinadas con tiro de bala en la frente, en la oreja o en la boca para indicar, en cada caso, una advertencia a traidores, entrometidos y delatores. En fechas recientes, les inscriben a las víctimas en la frente una letra Z como firma de un grupo delincuencial, abren la tráquea para jalarles la lengua por el corte, le llaman corbata colombiana; descuartizan los cuerpos y arrojan los restos en un recipiente en el que ponen petróleo y le prenden fuego hasta que se quema todo, le nombran horno. Otras veces, vierten en una pipa cocaína y cenizas de una víctima. A este rito se lo conoce como fumarse al muerto. O dejan cartulinas al lado de las cabezas de los decapitados. Asimismo, circulan amenazas en internet en las que las bandas de criminales se desafían, mofan o alardean de su virilidad. Actualizan a la usanza de los tiempos los antiguos corridos o canciones noticiosas. O usan la red para difundir grabaciones en video de asesinatos y furor decapitador. El pánico expansivo.
En la primavera de 2006, se hallaron en la orilla de un barandal de una garita céntrica de Acapulco las cabezas mutiladas de los policías Mario Núñez y Alberto Ibarra. Semanas antes, habían participado en un zafarrancho entre la policía y unos traficantes de droga, en el que murieron dos personas y cerca de veinte quedaron heridas. Entre los muertos hubo un jefe criminal. Al lado de las cabezas, los sicarios dejaron un cartel pegado con cinta plástica en un muro y escrita a mano esta advertencia: “Para que aprendan a respetar”. Desde años atrás dos grupos delincuenciales han permanecido en este puerto, los del Cártel de Juárez, cuyos miembros desafectos serían identificados más tarde por las autoridades como Cártel de Sinaloa o del Pacífico, y los del Golfo. La pugna en todo el país entre ambos grupos y sus respectivos sicarios, llamados unos Los Pelones o Chapos sinaloenses y otros los Zetas del Golfo, desertores de escuadrones de élite del ejército mexicano, se hizo pública. En aquellas fechas circuló en internet el interrogatorio y decapitación de un sujeto, al que se identificaba como miembro de Los Zetas, que confiesa haber participado en un ataque a una oficina ministerial en el que murió media docena de personas. Bajo el título de “Haz Patria, mata a un Zeta”, las imágenes grabadas muestran a la víctima sentado en una silla, vestido con una trusa negra mientras es interrogado por dos sicarios de quienes sólo se ven las manos envueltas en guantes quirúrgicos. La mímica feroz... En un momento, los sicarios le colocan a la víctima en el cuello un alambre amarrado a un tubo de metal y lo usan como torniquete hasta decapitarla. En las imágenes, que cancelan el instante en el que la cabeza cae, se observa en seguida el cuerpo ya mutilado y la cabeza aparte, sola, perenne en un registro que da la vuelta al mundo.
Al referirse al funcionamiento de la guillotina como método para decapitar, Patrick Wald Lasowski escribió que el anonimato del aparato, la inmovilidad de la víctima, el efecto de rapidez y el carácter instantáneo de lo que produce anticipa y dirige el invento de la cámara fotográfica. La cabeza cae en el cesto igual que el fotógrafo dice: “Ya tengo la fotografía”. Un instante inasible que sólo atestigua la cabeza mutilada en la mano alzada del verdugo, o la fotografía en las del fotógrafo. La inmanencia pura que sólo responde a sí misma.
En el caso de las grabaciones contemporáneas, las imagines se vierten la infinitud del flujo audiovisual. La cámara se quiere también anónima pero se vuelve colectiva cuando introduce sus imágenes en la red. La víctima se muestra convulsa, carne cautiva sujeta a instintos, rechazos y reflejos mecánicos antes de que entre en acción un sable o un torniquete. Se construye una serie de actos lentos o sujetos a pausas rituales ajenos al desahogo o catarsis del espectador ante lo efímero. Una prolongación indefinida en el tiempo y su alrededor de voces. El filme por excelencia es el de horror, precisó Julia Kristeva. Un vértigo que se adhiere al espectador, lo atrae y lo diluye. La trascendencia impura que sólo responde a algo que está más allá.
En náhuatl, la palabra que significa “cortar la cabeza a alguien” quiere decir también “recoger una espiga con la mano”: quechcotona. Así la historia mexicana tiene tres íconos vinculados con la decapitación: los tzomplantli o empalizadas aztecas que sostenían cráneos de víctimas sacrificadas a los dioses con cuchillos de obsidiana; la cabeza mutilada del clérigo Miguel Hidalgo y Castilla que proclama la guerra independentista a principios del 1800 y fue puesto dentro de una jaula de hierro por la tropa española para escarmiento de los rebeldes; el bandido revolucionario Francisco Villa del siglo pasado, de quien violaron su tumba y cortaron la cabeza poco después de muerto. Nadie ha demostrado dónde quedó ésta. Se rumorea que el cráneo forma parte de una colección de la secta universitaria Skull and Bones en Estados Unidos. O continúa enterrada en una montaña mexicana. En todo caso, su recuerdo flota y transcurre de aquí hacia allá en la imaginación de muchos. u
Este fragmento pertenece a El hombre sin cabeza (2009), un ensayo periodístico que piensa el clímax de la violencia contemporánea simbolizada en las decapitaciones tanto de los sicarios mexicanos como de los fundamentalistas musulmanes. Novelista y músico, en 2002 Sergio González Rodríguez editó su libro más famoso, Huesos en el desierto, sobre los femicidios de Ciudad Juárez, que influyó directamente en la escritura de 2666 de Roberto Bolaño, de quien fue amigo y colaborador; en 1999, durante la investigación, fue atacado por sicarios en un taxi: la golpiza le dejó importantes secuelas físicas. Su último libro, Los 43 de Iguala, trata sobre los estudiantes desaparecidos en septiembre de 2014 en Guerrero. Sergio González Rodríguez murió de un infarto la semana pasada, a los 67 años, en Ciudad de México.