Sabina era una chica humilde de Misiones que, alentada por un hermano mayor, había llegado a Buenos Aires a los 15 años. Había dejado su tierra natal, como tantas personas que conocemos. Las que somos del interior sabemos lo difícil que es ese momento: armar el bolso, dejar a tu familia, tus amigues, los paisajes que te vieron crecer, los olores, para viajar en búsqueda de un futuro mejor, lejos de esa vida llena de privaciones.

Imagino esa valija cargada de anhelos, esperanzas, que vislumbraba a la Capital como una oportunidad de progresar en la vida. Para una chica del interior sin estudios, una tarea muy difícil pero no imposible. Su meta era conseguir un trabajo, tener su techo y lo más importante para ella: formar una familia. Rápidamente descubrió su vocación: la costura. Ella amaba coser y era una excelente bordadora. Trabajaba muy duro, muchas horas. Un día, una vecina le dijo que el trabajo no era todo en la vida y la invitó a un club de barrio que tranquilamente podría haber sido como el de Luna de Avellaneda. Allí un chico la invitó a bailar y no se separaron más: se enamoró perdidamente. Era un muchacho bajito, muy buen mozo, de piel trigueña, recién llegado del Paraguay.

Al poco tiempo, ya vivían juntos y Sabina quedó embarazada de su primer hijo. La vida le estaba sonriendo, parecía que la capital era como la describían: un lugar lleno de oportunidades. Había llegado buscando su destino y lo había conseguido. Tenía una familia y un oficio, dos cosas que había deseado mucho. Después de un tiempo de mucho esfuerzo y sacrificio, pudo comprarse su primera máquina de coser, una Singer a pedal y eléctrica; para el momento, era toda una novedad. Quedó embarazada nuevamente, y deseaba con locura tener una nena. Su panza crecía y nunca había dejado de trabajar. Dio a luz a un hermoso bebé. Otro varón de enormes cachetes y pestañas muy largas. Esas dos criaturas eran todo para ella: era una mamá muy alegre. Les cantaba y los mimaba todo el tiempo.

Pero no todo era felicidad en su vida. Un día, su compañero le levantó la mano y esta situación se fue repitiendo cada vez con mayor frecuencia, al mismo tiempo que se pronunciaban las promesas de no volver a hacerlo nunca más. Esas promesas no se cumplían.

Al poco tiempo de nacer su segundo bebé, Sabina volvió a quedar embarazada. «¿Como van a tener otro bebé?» «¡Se van a llenar de hijos!» «¡Son muy jóvenes!» «¿Cómo los van a alimentar?» eran los comentarios ajenos con los que alimentaba su culpa y su miedo a recibir una nueva golpiza en represalia por ser la responsable de ese embarazo. Atrapada en esta angustiosa disyuntiva, un día se despidió de sus hijos, que en ese momento tenían 3 y 2 años, y nunca más regresó.

Sabina se sometió a una de estas prácticas clandestinas de interrupción del embarazo y murió. En una pieza oscura, en manos de gente sin escrúpulos que lucran con la clandestinidad y hacen un comercio especulando con la desesperación.

Esa tarde se apagó su luz, se suspendió su historia para siempre. En su casa, quedaron dos niños pidiendo por su mamá: el más chico lloraba con desesperación. Sobre su máquina de coser, quedó un bordado sin terminar y ese hogar nunca más volvió a ser el mismo.

Sabina Báez fue mi mamá. No existe día en mi vida que no haya pensado o piense en ella. No se imaginan cuánto la necesité. No pudo celebrar cuando dejé los pañales, no estuvo cuando perdí mi primer diente, o cuando tuve fiebre, ni me abrazó cuando despertaba con pesadillas. No planchó mi guardapolvo ni en mi primer día de clases, ni presenció ningún acto escolar, ni se puso contenta cuando aprendí a leer. No hizo mis tortas de cumpleaños, no pudo enseñarme a coser, no estuvo cuando terminé el colegio ni la pude tener de confidente cuando di mi primer beso. Tampoco presenció mi transformación, ni me consoló cuando me rompieron el corazón. No bailó conmigo en mi casamiento, ni me pudo ayudar, como tantas abuelas, cuando nacieron mis hijos: no conoció a sus nietos.

Hace días que pienso mucho más en ella. Será porque finalmente el señor presidente cumplió su promesa de campaña y confirmó que se presentará antes de fin de año el proyecto de interrupción voluntaria del embarazo.

Diputades, ustedes tienen una oportunidad única de cambiar la historia: los abortos existen y está en sus manos sacarlos de la clandestinidad. Por eso les pedimos en un grito colectivo: «Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir».

Por todas las Sabinas que no tienen recursos para un aborto seguro, para todas las mujeres y niñas abusadas que el estado abandona a su suerte, por las que no están y nos hicieron tanta falta, por todas las que quieren decidir sobre su propio cuerpo. Si esta ley hubiera existido, mi historia y la de muches niñes sería diferente.

Sabina Báez, ¡presente!

¡Será Ley!