En el mundo de Mia Hansen-Løve los cambios resultan repentinos, sin anuncios ni previsiones. A veces son ausencias, pérdidas, desapariciones, efectos del tiempo, hechos inherentes a lo humano. Otras son transformaciones drásticas, tragedias dolorosas, irreversibles. En Tout est pardonné (2007) un padre y una hija se separan, por errores, rencores, circunstancias. El tiempo pasa y el reencuentro que parece que todo lo repara, que repone aquellos huecos que el pasado ha dejado al descubierto, se vuelve cruel y amargo. Un hombre asediado por deudas y el fantasma del fracaso y la desilusión termina con su vida en El padre de mis hijos (2009) y deja a su familia en la oscuridad de la ausencia. Las drogas, los amores truncos, las separaciones, las decisiones equivocadas, son todos disparadores de nuevos rumbos, inciertos pero nunca fatales. Porque incluso ante lo definitivo e irremediable de la muerte, es en el resquicio de incertidumbre que la acompaña donde esta joven actriz devenida en directora afirma su mirada; es en el desafío de esa lenta agonía del vacío donde sus personajes resisten el abatimiento. Descubierta en Finales de agosto, principios de septiembre (1998) por Olivier Assayas –primero su director, luego su marido–, Mia Hansen-Løve, con solo 36 años, ha logrado una obra sutil e intensa, centrada en universos cotidianos y accesibles, en los que el tiempo tiene una presencia concreta y material, en las fisonomías y las estaciones, en ese transcurrir constante que se palpa en cada uno de sus planos. Tiempo que es pasado, presente y futuro, como en El porvenir, su última película que se estrena en estos días, con la que ganó el Oso de Plata en el Festival de Berlín como mejor directora y que está inspirada en la vida de su madre. El porvenir habla del tiempo, de la filosofía y de los sentimientos, de cómo lidiar con aquello que se escurre entre los días, los olvidos y los descubrimientos. 

Nathalie Chazeux, en la piel de la insuperable Isabelle Huppert, es una profesora de filosofía cuya vida parece estar organizada al detalle. Sus clases en el colegio, sus publicaciones académicas, el cuidado de su madre, intensa y demandante (interpretada por Edith Scob, la mujer de la máscara en Los ojos sin rostro de Georges Franjú), la formación de sus discípulos y las cenas familiares. Todo encaja como una pieza de relojería, con el tiempo justo y la precisión indicada. En la primera escena, ella y su familia viajan en ferry. Mientras sus hijos y su marido disfrutan del paisaje invernal sobre la cubierta, ella toma unos apuntes al paso, para evitar el olvido o la dispersión. Luego sale y pasea con ellos por la isla de Grand Bé, donde descansan los restos del fundador del romanticismo francés, François-René de Chateubriand. Es esa tumba a orillas del mar, con el sol apenas recostado sobre la arena, la que anuncia el horizonte del que Nathalie intenta alejarse a través del orden y la previsión. Pasan dos años, sus hijos han crecido, su madre ha enfermado, su matrimonio parece sujeto a una letanía naturalizada, y ella sigue combinando su profesión y su familia sin conflictos aparentes ni colisiones extremas. Nathalie es consciente de haber dejado atrás la juventud y con ella algunas pasiones y enamoramientos. Se ha vuelto algo conservadora, disfruta de la buena vida burguesa, admira a un alumno joven e idealista que le recuerda sus tiempos rebeldes, cuestiona la intromisión de la política en sus clases y dirige una colección de ensayos filosóficos bajo preceptos de sobriedad y erudición. Ese mundo al que Nathalie parece adherirse de manera confortable es el que empieza a resquebrajarse, con pequeños eventos, dispersos y devastadores, como un castillo de arena al que el viento desmorona lentamente. 

En El padre de mis hijos era el suicidio de un productor independiente, con hipotecas, deudas y proyectos inconclusos, el que convulsionaba la vida de su mujer y sus hijas. El cariño de la gente con la que trabajaba y la calidez y el amor de las escenas en familia hacían el hecho aún más injusto e inexplicable. Aparecían secretos, se exigían decisiones, el tiempo se aceleraba como si la muerte lo afirmara, como si hiciera evidente algo que estaba hasta entonces silenciado. Una ausencia también marca el destino de Camille en Un amor de juventud (2011). Su novio realiza un viaje a Venezuela con la promesa de regresar en 10 meses y ya no vuelve más. Por lo menos no a su vida, a su presente, que transcurre entre las cartas que evocan su recuerdo y el tiempo que aumenta la distancia. Las mujeres de Hansen-Løve, ya sean niñas que buscan a su padre, esposas que pierden a sus maridos, eternas amantes de un tiempo transcurrido, cargan en su frágil figura el peso de las disoluciones, la confirmación de su exiguo control, de los límites de todo voluntarismo. Lo que en Nathalie puede parecer frialdad y desapego es fruto de su intenso intelecto, del frustrado intento de controlar sus emociones, de siempre mantener alerta su inteligencia. Esa barrera de contención, ahora vencida tras las sucesivas pérdidas, también la abre a otro conocimiento: el de la orfandad de su madre en los años de juventud, el de sus propios ideales suspendidos que aun la llenan de interrogantes, el del compañerismo redescubierto con sus alumnos, el del amor de abuela con su nieto recién nacido. 

El porvenir es también una película sobre el cuerpo, sobre la materialidad de sus deseos, sobre lo irrenunciable de sus urgencias. Para Nathalie el cuerpo estaba en un segundo plano y de pronto reaparece con toda su fuerza. “Ella cree que el cuerpo no es tan importante -señala Mia Hansen-Løve en una entrevista con la revista Film Comment- y creo que es totalmente sincera cuando le dice a Fabien [su alumno] en el parque: ‘Tengo una vida intelectual muy rica. Eso es suficiente para mí.’ Ella es sincera pero eso no es verdad”. Si bien Nathalie redescubre el valor de su libertad, también se reencuentra con su propio cuerpo y el de los demás: el cuerpo de su madre que se deteriora y se avejenta, el de su alumno que despierta en ella un sordo deseo que creía olvidado, y el de Pandora, la gata que invade su vida y su espacio, guiada por el instinto y la corporalidad, dueña de sí como nadie. En la historia de Nathalie, Mia Hansen-Løve atesora el tiempo y lo despliega en cada imagen, en cada gesto de Huppert, en esa mezcla de fortaleza y fragilidad que se filtra en su mirada. Y atrapa el futuro, el su cine, al conseguir que su película tenga el halo secreto de quienes anuncia su llegada a paso firme. 

El porvenir se estrena en la 9º edición de Les Avanti-Premières: Semana del Cine Francés. Más información en www.cine-frances.com