Mercedes Alfonsín habla y escribe del cine que vio, del que estudió, del cine que hizo y del que no pudo hacer. Pero cuando empieza cada nuevo capítulo de su libro Punto Ciego, lo que sucede es un viaje a la médula espinal de ese proceso intuitivo en el que nace y crece una idea. Ella describe el momento inicial –en el que debe estar más despierta que nunca– para poder escuchar y dejar salir esa antología de imágenes que desde la infancia se fue expandiendo dentro de su cabeza, en un movimiento certero contra cualquier tipo de legibilidad, de oración preconcebida. Ella consigue nombrar ese espacio–tiempo donde las escenas de cada guión comienzan a rodarse por primera vez: la lectura –papel y lápiz en mano– de su directora de arte. 

Punto Ciego es un libro sobre el trabajo de dirección de arte en cine y no solo. Porque se va narrando como la crónica de una pasión, el recorrido de una artista visual que reflexiona tan hondamente sobre cada uno de los elementos y personajes que componen su trayectoria, que es imposible por momentos distinguir esa frontera improbable que divide la realidad de la ficción. En los cruces entre vida y obra suceden diálogos iluminadores, encuentros con personas personajes que marcarán para siempre el camino, coincidencias y cierres de escenas –de la vida misma– que no soportarían el verosímil en una narrativa de ficción. Sin embargo, narrados en una prosa tan poética como eficaz, consiguen alzarse en este libro como faros que interpelan el arte de la creación, dejando siempre intacta una parte de su misterio. Paradójicamente, o tal vez por esa misma razón, Punto Ciego es un libro totalizante, la escritura generosa de una visión, la comprensión personal de la entrega frente al trabajo, sin imponerse ni contaminar la del lector y ese lugar abre preguntas aplicables a cualquier oficio o vocación.

El origen del mundo

Apenas se dio cuenta que lo que quería hacer era dirección de arte en cine, Mercedes Alfonsín comenzó a buscar el mejor lugar donde formarse. Y buscó en todo el globo terráqueo sin tener en cuenta ninguna de todas las limitaciones que debería sortear. Así encontró la Tisch School of the Arts en la NYU con sede en Nueva York y mandó su carpeta de presentación que resultó aprobada. Tenía que viajar a una entrevista para la decisión final de los directores del programa: les contestó que les agradecía pero que no tenía ningún lugar donde quedarse ni la posibilidad económica de sacar el pasaje La entrevista finalmente fue telefónica y su candidatura aprobada. Mercedes consiguió reunir una cantidad de becas y así pudo finalizar su maestría en Nueva York luego de los tres años que duró la cursada. Esta anécdota inicial estará en diálogo con todo el resto del libro, porque da cuenta de un candor obstinado (al que Mercedes llama ignorancia) propio de los que sueñan despiertos. Más tarde anotará sobre Luis Puenzo durante el trabajo de arte en La Puta y la ballena: “Fue una experiencia extraordinaria y enriquecedora trabajar con alguien que no ve lo real como una limitación, sino como un medio para concretar su deseo. Una idea revolucionaria que llevaría conmigo para siempre.” En el invierno de 1993, cuando volvió a Buenos Aires en sus primeras vacaciones de la cursada en la NYU, pensó que lo que más quería en el mundo era conocer y charlar con Leonardo Favio. Conseguir una charla con él, que era fóbico a las entrevistas, fue la meta de ese verano. Quizás uno de los capítulos más emocionantes de Punto Ciego sea el que narra el inicio y los días de una amistad que duraría hasta la muerte de Favio: “Me copié su irreverencia hacia todo pensamiento previo, hacia cualquier teoría sobre el origen del mundo, hacia cualquier religión que no fuera la de evitar cualquier sentido conocido”  

¿Por qué este libro?

  –La idea del libro la tuve muchísimos años. Tenía un formato de rodaje que después me costó romper: pensaba en la preservación de un registro del momento real que luego, en la escritura narrada, había que tocarlo. Me frenaba también pensar que en nuestro mundo del cine local, cuando se expone algo, la gente va y cuenta anécdotas personales. Con eso tengo siempre mucho cuidado porque me parece que los demás vienen en busca de otro saber. Dar una clase no es sentarse y contar que ese día se cruzó un perro verde en el cuadro y tuvimos que cortar la toma, y entonces todo el mundo se ríe. Eso es una conversación familiar pero no un curso. Pero por otro lado, los alumnos me presionaban cada vez más para saber sobre las películas que yo había hecho. Temía que mis escritos de trabajo interno cayeran un poco en esa categoría de anécdota personal, y que no fueran algo valioso para estudiar. Pero tanto insistieron que una vez leí una exposición sobre El Aura. Y entre la gente que había trabajado conmigo en la película se generó una comprensión muy distinta de lo que había pasado. Ahí vi que esto era también valioso. Por otro lado, creo que este libro tiene en su concepción una idea de justicia, que es una cosa que a mí me preocupa un montón a diario y en lo profundo, a corto y a largo plazo. Lo digo por la gente que trabaja conmigo, esa sensación de felicidad, de calidad, de que seas recompensado por lo que hacés. Porque hay algo en esta tarea que es invisible, y dentro de los códigos de esta sociedad, lo que es invisible no existe. Es una tarea de justicia decir que esto que es invisible existe y requiere un montón de trabajo, de personas, y de mucho corazón. Culturalmente yo fui criada con los valores de alguien que nació en 1910 porque pasé mucho tiempo con mis abuelos. No es que no tuve padres, pero compartía mucho lo cotidiano de mi trabajo con ellos, quienes me remarcaban que nunca se debe demostrar que sabés más que el otro. Eso hoy te genera unas confusiones enormes porque al final se ve como que no decís nada porque no tenés nada para decir y no que es una elección. 

¿Qué es lo que más te importa transmitir a los alumnos en tus clases?

  –Desearía haber enseñado a leer. Siempre que hago ese trabajo sobre La Traviata les pido que me cuenten por escrito y en un párrafo de qué se trata la ópera. Es increíble lo que contestan. Quedan fascinados con esta verdad de que todos leemos un texto distinto. Y en base a eso es que se construye una visión sobre este texto, porque si vos estás contando la historia de una niña en un contexto donde todos son malos, el mundo donde transita ese personaje es posible a otra escala. Vos sos un lobo feroz y te querés devorar a niñas menores de edad, el mundo tiene otro color. Eso es lo que yo hago y lo que pienso que enseño o quisiera enseñar: decirles que cada uno lee sin pensar. Que tienen que encontrar su visión particular, personal, arbitraria.

Bitácora de una imagen

La dirección de arte es un mundo sin palabras, afirma Mercedes Alfonsín. Ella siempre pide disculpas por haberse formado en otra rama y presentar la idea por escrito cuando en la práctica corresponde que sean solo imágenes. Y es gracias a esta desobediencia que en Punto ciego se pueden leer  reflexiones que podrían ser extrapoladas a otros ámbitos del quehacer artístico, como cuando menciona “el peligro de cuidar demasiado una imagen hasta caer en ninguna parte”, la importancia de tener el discernimiento necesario para saber si se debe usar o descartar lo aprendido, o simplemente leer oraciones que suenan más a poesía que a indicaciones estéticas: “Deberíamos evitar el verde/hojas/árboles lo más posible en toda la película. Sé que es verano y es difícil, pero no nos ayudaría a crear esta imagen de silencio posnuclear, del minuto después del último pensamiento compartido”.

A veces es difícil poder leer desde un lugar nuevo. ¿Cómo hacer para sortear las propias obsesiones? 

  –En ese sentido, cuando estoy leyendo un guión me limito a tener una hoja y un papel al lado al que no puedo mirar. Si escribo, lo hago sin mirar. Quiero priorizar leer una película. Hay un montón de ideas muy primarias. Al principio yo quería desglosar todo el guión y eso es muy perjudicial para las mejores ideas que van a quedar olvidadas. Eso es otra cosa que yo enseño. Ir por partes, y no: ¡Ah! donde se encuentran las mesas que sean bordó! Porque te permite quizás contar una escena buenísima. Es como leerlo sin hacer notas, casi con las manos atadas. Leer, leer y leer. Me dejo el papel y la hoja porque capaz que hay dos ideas que quiero tener ahí escritas.

En el registro minucioso de los detalles se ve que siempre has tomado notas de tu trabajo, o llevado un diario personal.

–Lo llevo siempre. En los primeros años del primer hijo estás como perdida emocionalmente. Mi primer diario empezó porque yo estaba esperando mucho la película La puta y la ballena. Y de pronto la vida continuaba, y yo estaba esperando mi primer hijo y al mismo tiempo se daba la mejor oportunidad profesional. Este es un trabajo donde hay que poner mucho el cuerpo. Había que ir a la Patagonia sin médico cerca ni nada, a un lugar con un camino de ripio de dos horas mínimo. Era mucha exigencia y tampoco sabía cómo le iba a ir a mi cuerpo. También me daba mucha culpa tener un entusiasmo tan enorme por algo laboral cuando yo había querido tener ese hijo. Ese era un proyecto también, pero la película era un proyecto enorme donde iba a tener que estar sola con la panza también. Me angustiaba, sobre todo, hacer algo mal para ese bebé. Entonces se me ocurrió escribirle un diario, el por qué estaba yo haciendo el trabajo. Porque después se me iba a olvidar qué era lo que me estaba pasando en ese ahora. Era como decirle: Esta es tu mamá. Me pasaba esto en la vida cuando vos estabas llegando. Y también era como pedirle permiso: Acompañame en esto, no es que no estoy. Ese diario estuvo buenísimo para mí, porque tuve que decidir casi tener a mi hijo sola. Porque era estar todo el tiempo en viaje. Estuve sola un montón de semanas en el rodaje de la película más grande que se hacía acá y donde eran todos varones. Ese fue como el origen de la parte non sancta del libro, digamos. La parte que no es estrictamente en la que yo me comunico con las demás, sino la parte más personal. Empezar a escribir ese diario me hace bien. Me deja tranquila con la conciencia.

Los finales

En Punto ciego, la idea de final está presente desde el inicio. No solo por los capítulos –que en su mayoría llevan el nombre de las películas sobre las que el relato reflexiona– sino también como una pregunta a nivel argumental: ¿Cuál sería la mejor acción –o acontecimiento– en la vida de una persona– para dar por terminado un libro que contiene su trayectoria? O cuando se evoca el fin del tiempo de estudio, donde la profesionalización implica un reordenamiento del mundo conocido para imponer sus propias reglas de juego. El final está contenido en una charla interrumpida por la muerte o en la llegada de los hijos que cambiarán para siempre el entendimiento de las cosas. “Toda posibilidad de pensar una locura ha muerto”: la muerte de Leonardo Favio es uno de los finales de este libro y está escrito magistralmente en ese simple sintagma. Se sabe que el final de un texto no tiene por qué ser resolutivo y que las conclusiones pueden arruinar el sentido completo de un texto. Punto ciego es uno de esos libros al que el lector sabe que siempre va a volver, y una de las razones por las que esto sucede es la intención expresa de sus últimas páginas, donde hay un gesto de entrega, un pase de posta para que entonces el final sea, como ocurre con los vínculos auténticos, tan solo un nuevo punto de partida.