Yo tenía diecinueve años y ya hacía casi un año que vivía en La Habana. Trabajaba en una escuela de San Miguel del Padrón, un municipio marginal de la ciudad. 

Por las tardes, combinaba dos guaguas y después atravesaba caminando un parque hasta llegar a mi casa. A veces, veía a una muchacha sentada en el suelo con su guitarra. Me llamaba la atención y siempre demoraba los pasos para mirarla un poco. Tocaba canciones de los Beatles compulsivamente.

Un día, volviendo del trabajo, decidí detenerme a escucharla y terminamos cantando juntas. Me quedé con ella hasta el anochecer y cantamos “Strawberry Fields” en clave de guaguancó, “Strawbery Fields Forevel”, cover que se convirtió en nuestro chiste de amigas cómplices. 

Unas semanas después, un domingo a la mañana, yo dormía profundamente cuando me despertó la voz megafoneada del vendedor ambulante de barras de guayaba. Salí de la cama de un salto y corrí por el pasillo para alcanzarlo. Cuando llegué a la puerta ya estaba demasiado lejos. Iba a tener que esperar una semana más hasta que volviera. 

Pero esa mañana del dulce de guayaba frustrado, pasó por la puerta de mi casa Yani, la Beatle fan del parque. Era la primera vez que la veía después de nuestro encuentro musical. Ella con sus calzas verde-loro y los ojos color casi calzas. Yo en camisón. 

Nos quedamos charlando un rato largo en la vereda y me invitó a su casa por primera vez (todo un acontecimiento vincular). 

Me vestí rápido y caminamos. Cuando llegamos, me ofreció café y como un ritual que parecía inventado para hipotecar mi nostalgia, se soltó el pelo y prendió un cigarrillo marca Popular. Después corrió la cortinita de un mueble y apareció una estatua de Ochún (patrona de Cuba y orisha del amor y de los ríos). Al lado del altarcito: un ramo de girasoles, una pluma de pavo real y un vaso lleno de miel –todas ofrendas para la virgen dorada–. 

En el otro extremo del mueble: dos columnas de CD’s perfectamente apilados que no eran salsa, ni son, ni trova. La mayoría eran, por supuesto, Beatles. Los miró de cerca y me dijo que me iba a hacer escuchar algo que estaba de pinga, una banda que casi nadie conocía. Sacó el compact con la icónica portada de la banana y puso play.

Si escuchar a los Beatles era todavía un gesto exótico en el contexto cubano de finales de los 90, tener The Velvet Underground & Nico resultaba prácticamente alienígena.

El primer tema que escuché fue “Sunday Morning”, canción simple y perfecta que abre el disco. Cerré los ojos con esas primeras notas centelleantes y sentí que Yani me había narcotizado sin piedad. No podía ser el café ni los sahumerios de Ochún. Había una melancolía lisérgica en esa música que yo nunca había sentido antes. 

Después de esa oda dulce a la resaca, fue quedando atrás el sabor de fin de fiesta para dar paso a esas alucinaciones yonquis, a un sonido más peligroso y callejero. Yo no sabía nada del entorno neoyorquino de fiestas, dealers y placeres sadomasoquistas en el cual se había gestado esta masterpiece total. Pero de hippismo flower power no tenía nada. Este era un retrato muy distinto del 1967 que yo tenía en la cabeza.  

El disco era oscuro y luminoso a la vez. Un recorrido donde el caos urbano terminaba en catarsis pura.

En un momento, mientras escuchaba pensé: “Tengo que inventarme una fórmula para no olvidarme nunca de este momento ni de esta chica” y cuando se callaron las guitarras disonantes de “European Son”, la última canción del álbum, abrí los ojos alucinada y la vi mirándome con sonrisa satisfecha de sensei musical. Como aterrizando de un viaje iniciático, aún con la cabeza en otro lugar, exclamé: “¡Otra vez!”. Ella se rió fuerte. Caía la noche espesa sobre La Habana y pusimos el disco otra vez. Y otra vez.