A partir de 1967, cuando la editorial argentina Sudamericana la publicó, Cien años de soledad fue cumpliendo años hasta llegar hoy al medio siglo. Su autor, Gabriel José de la Concordia García Márquez, nacido en Aracataca en 1927 no llegó, en esta coincidencia de fechas entre sus cumpleaños y los de su principal novela,en cifras redondas, a ver el cincuentenario del relato que sigue su ininterrumpida circulación por todo el mundo. Murió en Ciudad de México el 27 de abril de 2014.

Aunque en el itinerario de García Márquez Cien años de soledad bien puede nombrarse como un hito definitivo para su lugar en las letras, –tanto es así que, cuando el autor cumplía los ochenta años en 2007, la Real Academia Española junto con las correspondientes en los países de habla hispana, efectuaron una edición de homenaje a la que fuera considerada un clásico del idioma–, la gesta había comenzado antes y continuó, incluyendo sus memorias (Vivir para contarla), una obra que da cuenta de variados datos biográficos que reiteradas veces mencionó, muchos de los cuales fueron materia prima para sus relatos. Así por ejemplo, la historia de amor entre sus padres, la relación con su abuelo, el coronel, o con la abuela dotada de una sabiduría vital transmisible en cuentos y recuentos afincados en la experiencia y en visiones de mundo sintetizadas en enunciados que bien supo aprovechar literariamente el autor para la consecución de un proyecto literario que tuvo la virtud de conjugar nuevos modos de escritura con el anclaje en un espacio reconocible y perfectamente diseñado, a fin de forjar una poética que presentase a través de su aldea inventada la imagen de América Latina, aunando el ímpetu creativo –su inmensa capacidad de narrar – con la continua remisión a una zona necesitada de nombres y memorias. 

Se dijo y repitió muchas veces que García Márquez jamás estuvo en Buenos Aires, quizá como una de las tantas leyendas en torno de su vida y obra. Sin embargo hubo un viaje precisamente dos meses después de publicada la novela cuyo manuscrito fue  dificultosamente enviado debido al costo (Mercedes, la esposa de García Márquez,empeñó una licuadora, regalo de casamiento, para juntar el dinero necesario, incidente muy citadoen torno de la publicación del libro) hasta que llegó al editor Paco Porrúa de Sudamericana, quien inició con una tirada de ocho mil ejemplares la onda expansiva que de ahí en más tendría la novela. Simultáneamente, Primera Plana, revista que en esa década funcionaba como una referencia cultural insoslayable, le otorgaba un destacadísimo lugar. “En junio, el semanario del que yo era jefe de redacción dedicó su portada a Cien años de soledad, consagrándola como ‘la gran novela de América’ con una reseña crítica que yo mismo escribí”, evocó Tomás Eloy Martínez en el cumpleaños cuarenta de la novela. Allí expone algunas consideraciones que bien definen la propuesta de García Márquez, por ejemplo, la dimensión épica fundida con episodios tanto habituales como insólitos, la presencia del mito enlazado con la historia concreta de Colombia, la fundación de un lugar como “metáfora minuciosa de toda la vida americana, de sus peleas, malos sueños y frustraciones”, en una novela “total”, desde el génesis al apocalipsis, dotada de una “vitalidad cataclísmica”. 

Cuando Cien años… cumplió sus treinta, Tomás Eloy Martínez recordó que antes de esa novela García Márquez era sólo reconocido por un reducido grupo. El crítico chileno Luis Harss, en la vorágine del boom latinoamericano, compuso un libro de entrevistas que tituló Los nuestros. Algunos dicen que fue Cortázar, otros que Carlos Fuentes, lo cierto fue que le hablaron del colombiano y entrevistó a García Márquez, quien figura en esa certera elección de figuras centrales de la literatura latinoamericana (Borges, Onetti, Miguel Angel Asturias, Juan Rulfo, Alejo Carpentier, João Guimarães Rosa, Julio Cortázar) entre los más recientes, junto a Fuentes y Vargas Llosa. La primera edición de aquel testimonio literario apareció, también por Sudamericana, en 1966, es decir un año antes de Cien años… cuando García Márquez ya había publicado La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande y La mala hora, como eventos parciales acaecidos en Macondo. Decía por entonces Harss: “la próxima fase del libro, que anuncia para marzo o abril de 1967 se llamará Cien años de soledad.” “No es sólo la historia del coronel Aureliano Buendía” explicaba García Márquez, “sino la historia de toda su familia, desde la fundación de Macondo hasta que el último Buendía se suicida, cien años después y se acaba la estirpe”. 

La editorial y Primera Plana invitaron al escritor como jurado –junto a Leopoldo Marechal y Augusto Roa Bastos– del premio de novela que ambas organizaban. Llegó con su esposa, según recordó Tomás Eloy Martínez, un 16 de agosto, dos meses después de publicada la novela que iba alcanzando once mil ejemplares vendidos. García Márquez pudo constatar entonces el halo de fama que nunca más lo abandonaría. Por qué nunca volvió a Buenos Aires se hunde en las brumas de las leyendas, mitos o supersticiones que abonó en toda su trayectoria el propio autor.

Hubo fiesta de cumpleaños para la novela cuando iba sumando aniversarios coincidentes con los del autor, veinte, treinta, cuarenta de vigencia, de lecturas multiplicadas. En 2007, con más de treinta millones de ejemplares vendidos, traducida a unas treinta y cinco lenguas, “Gabo” pudo celebrar junto con sus ochenta años de vida, los cuarenta de la novela que fue reconocida como una de las obras más importantes de la lengua castellana durante el IV Congreso Internacional de la Lengua Española. 

Realismo mágico

García Márquez, siguiendo una persistente costumbre, envolvió el origen y desarrollo de la novela en una aureola mítica: contó que en viaje a Acapulco con su familia, en 1965, se sintió “fulminado por un cataclismo del alma”, le surgió la famosa frase inicial y continuó sin descanso para contar toda la historia de Macondo, nombre que le habría sugerido un cartel visto de lejos acompañado de su abuelo. Las anécdotas se multiplican y hasta difieren. Lo que subsiste es el juego entre realidad e invención que García Márquez no sólo plasmó en su escritura sino también en el origen de sus relatos. Al referirse a la gestación de la novela en El olor de la guayaba, libro de conversaciones con su amigo Plinio Apuleyo Mendoza publicado en 1982 (año en que le fuera concedido el Nobel de literatura), además de hablar de esa especie de rayo fulmíneo que lo tocó mientras viajaba en su auto, destaca que se trata de “una historia lineal donde con toda inocencia lo extraordinario entrara en lo cotidiano”. Ni más ni menos que una especie de síntesis de esa poética que tendría innúmeras aceptaciones así como cuestionamientos y que sintetizó como realismo mágico. Lo que parece una contradicción, es decir, si se habla de realismo se supone una representación verosímil del referente que en Cien años…sería todo lo que tiene que ver con la mención de las guerras entre liberales y conservadores, la injerencia de los norteamericanos, la huelga bananera, etc. Pero, a diferencia de una novela realista tradicional que desdeña “magias” y ancla en la verosimilitud, este relato se desliga de ella. Lo que efectivamente puede ser algo cierto –valga recordar por ejemplo el momento en que el gitano Melquíades llega al pueblo con un nuevo invento, su dentadura postiza– se narra de tal modo que parece un milagro: el gitano ha derrotado a la vejez, vuelve rejuvenecido. A esto se suman otros acontecimientos –la lluvia interminable, la invasión de las mariposas amarillas, la levitación de Remedios– aunando hechos con creencias y fantasías,lo que pone en entredicho los esquemas de la razón instrumental para dar cabida a la potencia de lo imaginario. Lo que se denomina “mágico” no es sino acudir, en una de las tantas vertientes que la novela amalgama, al relato maravilloso. Como realista, García Márquez estaría “representando” la realidad, sólo que ésta, en América Latina no es la realidad organizada según pautas racionales, sino que las sobrepasa y desafía, de ahí la desmesura de las acciones de los personajes, sus modos de actuar y pensar, regidos más bien por una razón alternativa donde lo inverosímil está instalado como “normal” en la vida cotidiana.

Por otro lado Cien años… conserva una serie de convenciones narrativas, para entonces ya puestas en cuestión. El relato avanza siguiendo una cronología lineal, desde los fundadores de Macondo hasta su último descendiente, y hay un narrador que, como revela la frase inicial de la novela conoce el pasado y futuro de los personajes y va desplegando sus aventuras y desventuras hasta llegar a un punto de culminación, pero a la vez el tiempo es cíclico en la repetición de destinos de los personajes, en las constantes que desafían la progresión.Y más, el final lleva a un movimiento de retroacción: volver al inicio para leer lo que decían los manuscritos. 

Los alimentos textuales

Cuando García Márquez reconoce la incidencia de William Faulkner con la fundación de su condado de Yoknatapawa, efectúa sin embargo un proyecto que tiene conexiones con “el maestro”, pero características propias. Podría decirse que lo principal que toma es la configuración de un espacio y el devenir de las estirpes, pero no acude a formas de la narración del norteamericano ( monólogo interior, dislocación extrema de la temporalidad, multiplicación de narradores, voces particulares hablando en registros diversos) sino que acopia “los relatos de su abuela” para citar una de las claves que dio sobre la novela, leyendas y una dimensión intertextual donde pueden aparecer por ejemplo, personajes de otros relatos, algunos de ellos contemporáneos al boom, como la mención al “compadre Artemio Cruz”, protagonista de la novela de Carlos Fuentes. A lo que se suman referencias múltiples donde caben desde alusiones bíblicas a experiencias personales que remiten al Grupo de Barranquilla –del que participó efectivamente García Márquez– cuando habla de la librería del maestro catalán, Ramón Vinyes. Todo amalgamado en un relato sin solución de continuidad. 

Cien años de soledad innova y a la vez conserva modos tradicionales de la narración. Así por ejemplo, va a mantener la presencia del narrador “omnisciente” (el que sabe todo respecto de los personajes, que puede introducirse en sus pensamientos, en su pasado, presente y futuro), lo que se advierte en el mero inicio de la novela: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía habría de recordar la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. La frase encierra una significación múltiple. Quien narra sabe acerca del futuro del personaje, sabe acerca de su recuerdo, introduce un dato muy vinculado con el contexto –el hielo, para alguien nacido en un ámbito tropical o subtropical no es algo usual, sino más bien desconocido. Siguiendo esa primera página, aparece la localidad que con el tiempo parece haberse convertido en un lugar geográfico existente. Desde luego se la vinculó con Aracataca –lugar natal del autor– y Colombia, pero no quedó suscripta a ese ámbito sino que se la identificó con toda América Latina. La fórmula tuvo enorme éxito pero también fue denostada argumentando que configuraba una imagen forexport, para consumo de las metrópolis internacionales, que “embellecía” tremendas realidades del subcontinente, que era una nueva forma de exotismo, entre otras críticas. La historia de violencia, de guerras y calamidades, sin embargo están en la novela, valga recordar la saga del coronel Aureliano Buendía y sus batallas. 

Vale la pena contrastar dos valoraciones importantes, primero la del crítico uruguayo Ángel Rama que, por otra parte, apreciaba más El coronel no tiene quien le escriba que Cien años… Señalaba que por una parte se veían rigurosamente hechos acaecidos, pero que convivían con “una visión ahistórica, casi mítica, del universo, fuertemente invadida por las concepciones tradicionales del catolicismo popular donde pervive la idea de la culpa y del castigo consiguiente, la noción del pecado original, la esperanza en la revelación, la acechanza mágica, la afirmación del destino como clave de la aventura humana”. Segundo, la de Carlos Fuentes cuando dice que García Márquez apunta a “el triple encuentro del tiempo latinoamericano. Encuentro del pasado vivo, matriz, creador, que es tradición de ruptura y riesgo...Encuentro del futuro deseado...Encuentro del presente absoluto en el que recordamos y deseamos”.

Cincuenta años de lecturas  

Aquellos que se encontraron con ese texto en 1967, son hoy día padres o abuelos de los lectores jóvenes, que leen por primera vez la novela. Como todo clásico Cien años de soledad suma también las relecturas. El nombre de García Márquez no es hoy materia de descubrimiento sino algo más que conocido. Relatos del autor –por ejemplo Crónica de una muerte anunciada o Relato de un náufrago– ingresaron al canon escolar. 

Cincuenta años significa también un lapso en el cual las expectativas y el horizonte de recepción, han cambiado. En los sesenta tanto el autor como su novela fueron una novedad, algo muy diferente de lo que devino en clásico en base a la propuesta literaria del realismo mágico, que cundió como lo propio de América Latina.

Los cincuenta años permiten pensar una historia de lecturas en un lapso que traspasó el siglo y en el que se sucedieron cambios raigales en la sociedad, en los intereses, imaginario y formas de lectura e interpretación. Surgió en terreno fértil pero suscitó dispares opiniones desde su emergencia hasta hoy. Sin embargo apologías y rechazos no son similares en el transcurso del tiempo. Si décadas atrás los cuestionamientos o las valoraciones tenían un sesgo ideológico marcado, en los lectores “primerizos” aparecen desde elogios hasta observaciones peyorativas acerca de la dificultad que implica la proliferación de personajes con los mismos nombres, lo que ven como repeticiones, las extensas frases, y hasta el mismo final. O sea, más que la discusión en torno del realismo mágico (en términos de poética e imagen de Latinoamérica) aparecen expectativas de recepción actuales que se inclinan más bien por un relato simple, una prosa exenta del despliegue verbal de Cien años… en favor de una narración sin complejidades.

Y aun, aun, Cien años… sigue el derrotero que unifica medio siglo de lecturas: su capacidad de apelar a los lectores más diversos, desde los literatos y críticos que le dedicaron estudios minuciosos en clave sociológica, psicoanalítica, mítica o textual hasta los que se sumergen en la narración desencadenada, encantatoria, quizá la verdadera magia de este realismo.