Una literatura en estado de nacimiento no tiene nada que perder: puede inventar un lenguaje a partir de cero, imaginar una loca sintaxis, echar al mundo gordas de doscientos kilos y gigantes de tres metros, burlarse de todas las tradiciones culturales puesto puesto que no debe responder a ninguna. El acto de crear se transforma entonces en una experiencia de vida libre y la literatura que nace va nutriéndose de esa generosa desmesura, como un feto de monstruosa cabeza al que solo el aire, las relaciones con los demás hombres, el acto de caminar y de crear van modificándolo. Puede aducirse que esas son las reglas de toda creación verdadera; pero las manos del que trabaja en un páramo están siempre más sueltas de las del que habita entre ruinas o monumentos. La realidad –la cotidiana o la fantasmagórica– ha sido siempre la herramienta de la novela. Pero el único gesto capaz de dotar de grandeza a una novela es la falta de respeto por esa realidad.
Si la literatura latinoamericana asoma ahora –casi con certeza– como la más original de todas las literaturas, es sólo por la aceptación de su destino subversivo, por su desaforada caminata a través de una imaginación sin límites. Esa originalidad es engañosa, sin embargo, porque las formas que asume son las mismas formas que adoptaron las primeras ficciones humanas, las de toda cultura en erupción: así como en España la novela empezó siendo un cantar de gesta, una loca aventura de caballerías, una colección de apólogos donde hablaban los animales y los Deanes de Santiago viajaban en el tiempo, América Latina erige ahora sus propios Calila e Dimna, sus Conde de Lucanor, sus Mio Cid y sus Amadises. No es improbable que dentro de mil años Güiraldes y Rómulo Gallegos. Azuela y José Eustasio Rivera figuren como palimpsestos perdidos de la infinita historia literaria; que Macedonio Fernández y Arlt, y Borges, sean apenas la semilla natal de un mundo cuyos padres se llamarán Cortázar, Vargas Llosa, Onetti, Guimaraes Rosa, Carpentier. Este padre mayor que se les ha unido definitivamente, con sus Cien años de soledad, viene a aportar, él solo, una bandera nueva para la aventura: la novela que acaba de publicar resume, mejor que ninguna otra, todas esas corrientes alternas. La magia celebra aquí su matrimonio con la épica: los filtros maravillosos, las ascensiones al cielo en cuerpo y alma, los festivales interminables del sexo, se pasean orondos del brazo de las guerras revolcuionarias, de los políticos hipócritas, de las plantaciones bananeras que aniquilan, donde quieran que estén, la felicidad y la inocencia.
Cien años de soledad cuenta la historia completa de Macondo a través de la familia Buendía desde que el primer José Arcadio y la primera Ursula la fundaron, mitológicamente, a doce kilómetros de un galeón español anclado en plena selva. Pero apunta hacia algo más: es una metáfora minuciosa de toda la vida americana, de sus peleas, sus malos sueños y sus frustraciones, Los cuatro libros previos de Gabriel García Márquez aparecen ahora como meros afluentes de esta novela total; los tropeles verbales de La hojarasca han moderado su trote, las íntimas inclinaciones de cabeza de El coronel no tiene quien le escriba se aplican –con sus mismas reticencias– a la historia de Remedios Buendía, una casada impúber a quien García Márquez retrata mediante escamoteos psicológicos. Sólo “Los funerales de la Mamá Grande” último cuento de un libro homónimo , anticipa con sus tempestades episcopales y su tremendismo babilónico, los mejores momentos de Cien años, Macondo ha sido siempre, salvo en El coronel, el obsesivo protagonista de esas ficciones, el surtidor de símbolos y criaturas. Pero ahora, un golpe de ballesta, García Márquez llega para asesinar al “pueblón” que engendró en 1955 (“Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico…”. Esa matanza a mansalva parece asignar a su novela un destino apocalíptico; quizá lo sea, quizá a partir del momento en que escribió la última palabra de Cien años, el autor se haya afeitado sus bigotes literarios, haya movido de lugar su corazón, resuelto a empezar de nuevo. Pero, para América Latina, esta novela tiene el sabor de un génesis, de una apertura hacia las formas más profundas de su vida.
Todo lo que ocurre en Cien años es importante: la peste del insomnio que acaba en una peste del olvido y obliga a los habitantes a marcar cada cosa con su nombre, mesa, silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola, a inscribir un gran letrero en la parte central que asegura Dios existe; las guerras inútiles del coronel Aureliano Buendía, un enemigo furibundo del gobierno cuya efigie prócer acaba por entronizarse en los santorales colombianos; los prodigios de Petra Coles con Aureliano Segundo, a cuyo influjo las vacas, las ovejas y las gallinas se lanzan a parir desaforadamente. En su laberinto de historias entrelazadas, de genealogías mareadoras, ningún personaje pierde el paso, sin embargo: es que García Márquez los echó al mundo vigilando que sus apariencias físicas sean siempre iguales a sus actos. Ese hilo de Ariadna permite reconocer en el gigante José Arcadio, que vuelve a Macondo con el cuerpo veteado de tatuajes, al hijo adolescente que se marchó un día detrás de una tribu de gitanos, con un trapo de colores amarrado a la cabeza. Y permite entender también por qué persistirá sobre su tumba un recóndito olor a pólvora.
Las grandes explosiones épicas de Cien años acabarían por devorar los esplendores del libro si no estuvieran aplacadas, de tanto en tanto, por las ondulaciones suaves de la poesía: en tal sentido, no hay quizás en toda la novela un momento más alto que la historia de Remedios, la bella, una sirena homérica cuya inocencia fuerza la muerte de sus enamorados. Inmune a los intentos de violación, boba hasta la santidad, Remedios acaba sus días de cristal una tarde de marzo, cuando sale a doblar en el jardín las sábanas familiares de bramante. Ese instante es tan angélico, tan denso de vapores y poesía, que su sola transcripción sirve, mejor que todas las demás palabras, para abrir paso a la lectura del libro. “Al contrario– dijo (Remedios) nunca me he sentido mejor. Acabó de decirlo cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus polleritas y trató de agarrarse de las sábanas para no caer, en el instante en que Remedios, la bella empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella..”
Pero también ese párrafo es un mirador de las debilidades del libro, de su único talón de Aquiles: la uniformidad de la escritura. Cada página de Cien años respira de una manera idéntica a la página que sigue, repite con cadencias secretas los destellos de sus adjetivos, las mutaciones escenográficas. El olor a maravilla y a lavanda persiste tanto dentro del estilo de García Márquez como su aluvional ternura, su vitalidad cataclísmica. En una obra menos vasta como El coronel, esa fidelidad de la prosa a sí misma era un prodigio: en Cien años, la perfección verbal endulza la lectura, la entorpece a ratos, acaba por anestesiar el olfato y a la lengua.
Nunca, sin embargo, ese diluvio de belleza enfría la novela: por momentos García Márquez lo para en seco injertando noticias aritméticas, detalles prolijos hasta la manía. Que el coronel Aureliano Buendía quite la tranca de su casa, y vea en la puerta diecisiete hombres; que Pilar Ternera muera en un mecedor de bajuco, enterrado por ocho hombres en un hueco enorme; que llueva en Macondo durante cuatro años, once meses y dos días, no son precisiones inútiles. La novela abreva en ellas para hinchar sus músculos, para demostrar que sus acontecimientos prodigiosos tienen un color, un sabor, una medida.
Llamar barroca a Cien años de soledad es calificarla a medias porque la simiente de su barroquismo es esta América lujuriosa de cabo a rabo. El coronel que está a punto de liquidar a su amigo Gerineldo Márquez, sólo porque se atrevió a reprobarlo, y que acaba batallando por el mero gusto de la guerra, encastra dentro de sus locas y solitarias arterias, a diez generaciones de coroneles americanos.
Nada queda sin ser arrastrado por el torrente de los Cien años: aquí asoman el Bebe Rocamadour de Cortázar, el Artemio Cruz de Carlos Fuentes y hasta la propia Mercedes García Márquez bajo la máscara de una boticaria silenciosa como si el novelista hubiese querido señalar que la vida, los amigos, el amor y las criaturas de ficción son un solo haz dionisíaco en el momento de crear. Pero quizás estas Mil y Una Noches pobladas de nacimientos y de muertes, de casamientos y virginidades, no puedan entenderse por completo sin ayuda de una confidencia del autor. “Me importaba más terminar la novela que publicarla”. El reto a la solemnidad que duerme en esa frase, la alegría creadora que la sostiene, son otras de las claves que explican el triunfo actual de la novela latinoamericana. A partir de García Márquez –y de sus pares– ya nadie tendrá derecho a escribir para ser conocido sino para descubrir el modo más alto, más limpio, de conocerse a sí mismo.