Buenos Aires era otra cosa, vaya si lo era: no había horizonte ni perfumes, la vista se detenía a cada instante pero, precisamente, en esa monstruosa carencia residía su fascinación. Que se traducía en una imposibilidad inicial y angustiosa, de comprender y asir pero que inauguraba una nueva lectura, no la de los embriagadores libros que habían colmado mis días de infancia, sino las de las calles y las casas y, sobre todo, de las multitudes que pululaban indiferentes y me llenaban de pánico, trasplantado, arrancado de una calma que prometía prolongarse para siempre.
Cuando, empujados por la llamada crisis de la década del treinta, cuyos tentáculos habían terminado por oprimir todas las tentativas de mi padre para construir una vida real y que habían derivado en un balance de cuyos términos yo estaba excluido, se decidió emigrar integrando la inmensa caravana que despobló en esos años el campo argentino y pobló en el mismo acto las incipientes ciudades; se juntaron todas las posesiones, se armó el equipaje y todos, abuela ciega inclusive, subimos a un tren, cuyo estrépito no puedo olvidar así como tampoco que durante esa noche todo temblaba, hasta terminar el comienzo de una mañana macilenta del mes de marzo en la imponente estación de Constitución,
Años después, al leer la conmovedora Viñas de ira de John Steinbeck, y ver la película en la que una madre se debate contra eso que se llamaba crisis, comprendí que nosotros habíamos llevado a cabo una travesía semejante, si no en los términos, sí en el sentido. Lo que no había comprendido por pura y cruda experiencia, lo comprendí como siempre en toda mi vida, por la lectura.
El fervor infantil por la lectura había prácticamente desaparecido y había sido reemplazado por el ansia de descubrimiento de la ciudad: acobardado primero por la magnitud y, por lo tanto, recluido –la escuela era otra cosa y nada me estimulaba, salvo el superyó paterno– empecé poco a poco a desentumecerme y a vagar persiguiendo lo que mucho más tarde pude designar como el enigma de la ciudad; no lo vivía en esos términos pero sí en el asombro que me provocaban los nombres de las calles que acumulaba en mi memoria como un tesoro de grandes joyas.
A eso le debo una percepción: en la calle Triunvirato, entonces empedrada y tan barrial como lo podía pedir el tango, que empezaba a filtrarse en mis entendederas, pasé un día de otoño frente a una librería, acaso fuera la de Manuel Gleizer, nombre que más tarde se constituyó en una guía para abrir los portones de la literatura argentina, no me atreví a entrar, qué podía hacer o pedir en eso que de inmediato cobró las dimensiones de un templo; pero en la vidriera, nada más que pegado, vi un papel en el que se anunciaba el estreno, en alguna parte –ignoraba que algo así existiera– de una obra de teatro titulada Pan criollo de un tal César Tiempo. ¿Qué me produjo ese contacto? No lo sé, tal vez un sentimiento larval, una semilla, hay que considerar que ese título, ese nombre y ese acontecimiento no se recortaban sobre lo que habían sido mis lecturas previas, no era El conde de Montecristo el que me podría hacer comprender el alcance de esa primera percepción. No sé si por eso pero, años después, en esa misma librería, compré el Ulises, de Joyce, traducción de Salas Subirats, que acababa de aparecer y cuya ingestión nunca terminó en toda mi vida.
Como proclamaba Eliot, “time present and time past are both perhaps present in time future (el tiempo presente y el tiempo pasado están tal vez ambos presentes en el tiempo futuro): miradas de entonces, de puro asombro ante la majestuosidad urbana, tal como aparecen ahora, sobre todo inolvidable el enorme zanjón que se estaba construyendo sobre el arroyo Maldonado para entubarlo, adquirieron su pleno sentido cuando pude leer mucho después, sintiendo que también leía mi mirada, ‘El hombre de la esquina rosada’, presente y pasado ya eran futuro, se estaban reuniendo como en un haz. No sabía que acaso me estaba preparando, no sé a qué pero en todo caso a lo que los libros me iluminarían luego, no en ese momento en el que no había ninguno y ni siquiera el interés por tenerlos ni tampoco esa entidad sacramental llamada biblioteca, en la que tanto me había refugiado.
Mis intereses, si los puedo llamar así, eran otros, la calle, el cine del barrio, los chicos de la cuadra, la pálida escuela, padre a quien seguía trotando en todas sus tentativas, los tranvías en los que no exactamente libros sino lecturas de iniciación convivían con las miradas al exterior, las mitológicas Memorias de una princesa rusa –no sé cómo había llegado a mis manos que la escondían– que exaltaba mi imaginación y otras partes de mi cuerpo, todo un corpus de situaciones que de toda evidencia se iban convirtiendo en imágenes depositadas en mi memoria inactiva, porque no las valoraba, porque eran inerciales, pero, obstinadas, siguieron acompañándome como fantasmas hasta que luego de cuarenta o cincuenta años entraron a formar parte de Los lentos tranvías, un desfile de fotos de barrio y de familias animadas por un intento de prosa narrativa que escribí estando en México, otra lejanía.
En esa disposición, inesperadamente, llegó a Buenos Aires el único miembro de la familia que se había quedado en el pueblo, orgulloso de su caligrafía y su saber de telegrafista. No recuerdo qué más trajo pero sí un libro que procedió a entregarme. Era una antología de poemas y cuentos de Rubén Darío, encuadernado, y en cuyas páginas estaba, como una mácula denunciatoria, un sello de la biblioteca del pueblo. Como lo había imaginado Roberto Arlt en El juguete rabioso, él, involuntario ejecutante, lo había robado, pero no pregunté cómo lo había hecho, no imaginé ni conjeturé nunca que Darío le hubiera sido familiar o tan valioso como lo fue un Baudelaire para Silvio Astier. Lo recibí, acaricié sus tapas y, recuperando aquel viejo y suspendido impulso, lo empecé a leer, esta vez en una tarde de verano, acostado sobre las baldosas de un zaguán en penumbra, nadie pasaba, nadie me perturbaba, se seguía cumpliendo la ley de la soledad que toda lectura necesita.
Primero los cuentos, “El rey burgués” sobre todo, cuyo naturalismo, palabra que me era ajena, la puedo pronunciar ahora, contrastaba con la épica romántica de los Dumas, los Verne, los Salgari y los Hugo que habían impregnado mi imaginario, pero resultaba fascinante por lo pictórico y el tintineo verbal y conmovedor por la pintura del drama social, y después los poemas, la mayor parte de Azul, ese libro del que nunca había oído hablar, así como tampoco de poemas de cualquier tipo que fuera. Quedé electrizado, sin poder comunicar la extraña emoción que esa lectura me iba produciendo; era algo absolutamente nuevo, inimaginable, emanado de un mundo lejano y desconocido pero, al mismo tiempo, producido por una mano de hombre, de un hombre cuyo nombre y apellido rotulaban el objeto que se estremecía en mis manos. Un poema, “A Margarita Gautier”, se me fijó casi de inmediato: “¿Recuerdas que querías ser una Margarita Gautier/ Fijo en mi mente tu extraño rostro está,/ cuando cenamos juntos, en la primera cita, / en una noche alegre que nunca volverá./ Tus labios escarlatas de púrpura maldita/ sorbían el champaña del fino baccarat...” No puedo saber de dónde venía el encanto pero el encanto venía y tal vez fuera una extrañeza de otro tipo que entraba en mis fantasías y desbordaba el mundo cotidiano, limitado y pobrecito, en el que las mujeres diosas eran absolutamente lejanas pero maravillosas y palabras como escarlata y baccarat parecían emisarios venidos de otros planetas.
En puro estado de ensoñación recorrí otros poemas, más fastuosos y menos apelativos de mi mundo de deseos, pero pronto predominó una idea, a la que le debo todo lo que fue mi vida mucho después y hasta ahora; la idea, quiero decir, era que esa portentosa colección de palabras que tenía el poder de suspenderme y proyectarme al mismo tiempo era obra de un hombre, alguien había podido hacerlo y, por lo tanto, por qué no podría yo mismo hacerlo, o comenzar a hacerlo o intentar hacerlo.
Lo hice, empecé a poner palabras en un cuaderno escolar que conservé toda la vida, como testimonio de mis arduos comienzos; tenía dos problemas, uno la perfección de los textos de Darío, que no podía copiar ni imitar ni partir de ellos, y otro el objeto, que no podían ser extraños rostros ni champaña y no había demasiado para elegir a mi alrededor, las muchachas que andaban cerca miraban para otro lado y, desde luego, tampoco ellas tenían labios escarlatas; la fuente, lo que podía ser la idea poética, no mana porque sí, hay que vivir mucho, y leer otro tanto para que eso suceda. Es evidente que yo no era Rimbaud ni Darío niño, de modo que chapoteé en un barro verbal sin consistencia tanto que pronto abandoné; el sentido, fugaz, veleidoso, me abandonó pero me quedó, en cambio, el viejo gusto por el aislamiento, indisociablemente ligado a la lectura, y un comienzo de avidez por lo que sería una prolongación, un algo que empezaba a creer que estaba llamado a hacer contra toda circunstancia. Por no sé qué asociación, tal vez una mención escolar, me procuré una edición de Sopena, creo, del Quijote, no puedo decir por qué el acercamiento a ese libro alimentaría, ese era el vago propósito, mis nacientes deseos de escribir. Me arredró, lo abandoné casi de inmediato; necesitaría más de diez años para entrar, de una vez para siempre, en esa prodigiosa selva, inventario de milagros.
Antes de unas Pascuas, serían las de 1949, imposibilitado de salir de vacaciones por una crítica situación de mis finanzas, decidí que lo mejor era aprovisionarme de libros para olvidar mis carencias. Mi amigo Ramón Alcalde, tal vez para burlarse de mí –él estaba leyendo con el fervor del converso toda la obra de Hermann Hesse– me recomendó un ladrillo español de la peor especie: una novela que se titulaba Fray Gerundio de Campazas, que debió haber leído cuando cursaba el seminario jesuita. Apenas la abrí la volví a cerrar y, en su lugar, saqué de la biblioteca el volumen de Aguilar de la obra completa de Dostoievski. Encerrado una semana entera en mi cuarto, sin enterarme de si había sol o lluvia, explicándole a duras penas a mi madre que no es que no estuviera haciendo nada, tal como ella creía, leyendo día y noche me eché todas las novelas y los cuentos; era una especie de fiebre creciente, no podía abandonar al infortunado príncipe en su desubicación en el mundo, no podía no acompañar al estudiante que creía encontrarle sentido a la vida en el crimen ni dejar de estremecerme por la lluvia de sentimientos de humillación y de culpa que se desplegaban como lluvia perversa de las más variadas maneras en los miles de páginas de una sombrosa creación. No comparé entonces pero me parece que fue en esa ocasión y en ese momento que tomó forma en mí el concepto de la indispensabilidad de la literatura, no sólo para mí, que no podría vivir sin ella, sino para toda la sociedad, la literatura como fundamento y pilar, como la única realidad posible, más acá y más allá del hambre y del frío, ejecutándose en esa solitaria operación consumada en una modesta pieza de un más modesto departamento de un barrio de Buenos Aires.
Otros lectores, de cuya autoridad no podía dudar, Borges por ejemplo, me hacían buscar libros que él había leído; meros nombres quizás y quizás, también, mis respuestas, no serían similares a las suyas, por ejemplo, un vago Lord Dunsany autor de un librito que todavía conservo, Cuentos de un soñador, y que debe haberme impresionado en su momento pero no fijado; más tarde seguí también su indicación después de leer su magnífico poema “El Golem” y leí, pero mucho más tarde, la novela de Gustav Meyrink que Borges había conocido casi contemporáneamente a su salida. Pude pensar en esa Praga que lo había fascinado, y me estaba fascinando a mí, ya Kafka mediante, paseando entre las tumbas del viejo cementerio judío. Pero mis propias inspiraciones me separan de esas magníficas influencias: en la librería de junto a la Facultad encontré y lo compré, un librito de William Saroyan titulado Como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo. Lo compré por el título, sentí que me interpretaba, sobre todo después de haber sufrido un revés amoroso que viví como lo peor que le puede suceder a un ser humano; no volví a ese libro pero recuerdo un cuento en el que un niño sueña con mundos posibles pero no sabe que sueña y se encuentra con un in, un verdadero indio que lo invita a que lo acompañe a comprar un auto; el indio tiene mucho dinero, compra el auto y entran en los caminos polvorientos de Nuevo México, el niño no puede creer que eso esté sucediendo.
Me sorprendió mucho, diría que intelectualmente, la imagen de la cebolla que constituye el núcleo de la filosofía de Peer Gynt, de Ibsen. Insatisfecho por la sola lectura fui también a ver una puesta en escena: qué queda de la cebolla cuando se le van quitando las capas. Dejo la respuesta abierta: el vértigo. Ni qué decir de las Cartas a un joven poeta, la famosa preceptiva de Rilke que leí con la esperanza, vana o pospuesta, de adquirir alguna claridad acerca de lo que todavía no había tomado forma en mí, o sea escribir yo mismo. Por cierto, buscaba respuesta en esas lecturas sin saber que no vendrían sino de mi propio interior, de una conjugación entre un deseo, que estaba, y una fuerza cuya contextura no se definía con claridad pero que se movía en mis preocupaciones con una turbulencia volcánica.