Eran las tres de la tarde de un martes. Hacía calor. Íbamos a pasar la tarde. El auto, algunos kilómetros, una calle de asfalto, otra de tierra. Mirábamos y no había nadie. Atrás la calle y otros pueblos, un barrio, una laguna, un balneario. Adelante otra calle, una escuela, casas, cunetas de arena y pasto. Paré el auto y abrí las tranqueras. El camino tenía huellas profundas. Había llovido. Después de tanto tiempo la casa parecía más linda, más agradable. Me daba cuenta al mirar las ventanas de los cuartos, las paredes, los palos borrachos, el gallinero. Hablábamos y buscábamos agua. El alambrado, el corredor que llevaba al molino y a la cañada. Juana entró a la cocina, encendió una hornalla, vistió y desvistió pedazos sueltos, fragmentos de palabras que no rechazaba. Tenía hambre. Me acordé de las llaves y de la comida en la heladera que había dejado mi padre. Encendí la radio y escuchamos la única emisora que llegaba. Esa canción, ya la había escuchado en la semana. Parecía raro, su voz cruzando panes con mermelada y queso untable, creía que sería mejor al mediodía. Le dije, la tarde, el resto de la tarde y levantarnos a la mañana. Juana sonrió. A las nueve de la mañana la admitía el rector. Sí, Juana, otra vez, mis bisabuelos y mi abuelo con once años, quería escuchar lo que nunca había contado.

Cuando entramos a la ciudad y cruzamos el barrio en el que Juana había vivido, el parque deshecho, los comercios vacíos, hileras de focos rojos con ganchos de plástico y afiches de mascotas con trazos verduscos, todo parecía corroer lo que habíamos proyectado. Nada era, todo era más de lo mismo. La tierra encapsulada en facsímiles de teletipo. Miraba, entendía, intentaba reducir lo incomprensible. Dando vueltas alrededor de uno mismo, de otro, de otros, saliendo de una pileta con guantes de cocina. Cerrando aquello que no tenía prisa. Lo que escapaba y no regresaba. Una casa, una calle, basura. La hora del almuerzo, la cena.

La puerta pesaba, se había trabado y tuve que levantarla. El barro estaba reseco. Conté los días con los dedos de las manos, ya lo había olvidado. Juana bajó el bolso, la mochila, la comida para el gato, la puerta, la mesa sin el mantel blanco, los pies descalzos. Nos sentamos en el living y vimos cómo la claridad tenía el vidrio de los cuadros. Las pupilas hasta alcanzar el borde como habíamos esperado. El círculo intacto arrastrando sobras, verduras frescas. Un regalo que las colillas habían ensuciado. Pensó que tenía que salir y comprar comida para el gato. Por qué un gato, por qué el gato. La módica ecuación que destapaba pátinas de yeso para los detalles. Pellizcos de las manos. El guardapolvo que conservaba. Zapatillas que nunca había usado, y que no había querido usar para no lastimar lo apreciado. La cinta arañando helechos, estirando lo que rebotaba en cualquier parte. Y que lo seguiría haciendo hasta que cerrase los ojos y murmurase una preposición a mitad de la cuadra. Esas cosas pasaban. Mi abuela salía al patio y me llamaba, pero me costaba recordar su voz y me enojaba. No había quedado nada. Ni siquiera el recuerdo pesaba. Todo lo que podía haber hecho y había pensado en hacer otras cosas. Un continuo que no paraba. Pulsaba, empujaba. El celular. Tampoco el reloj que no nos gustaba. La medianoche. La comida que no preparamos. Salimos al balcón y escuchamos el tarareo de una canción, una voz aguda, clara. Me preguntó, riéndose, si sabía quién era el santo de los piratas. Le dije que mi abuelo me contaba un cuento, y que lo repetía una y otra vez hasta que me ganaba. Una pipa, un pañuelo, una vincha, la frente y las orejas, una carpa en el patio. Estaba sentada. Como las ventanas abiertas, la pared tenía pliegues redondeados. Caía, rebuscaba. Soltaba lo que seguía siendo y no terminaba.

En silencio, veíamos una mariposa naranja, el cielo, reminiscencias o esa incertidumbre que deslumbraba. Escuchábamos, podíamos ver lo que insinuaban, la comparecencia ante un rector dispuesto a anular los exámenes finales. No nos preocupaba, habíamos decidido lo que queríamos, en la punta de la mesa una luz y una constante, un artificio que relacionaba lo que hacía años conservaba. Tenía que elegir cosas para mi casa, los estantes, los pasillos, eran tan grandes que Juana pensaba en arbustos incrustados, laberintos de seda, tornillos de madera, medias sin tijeras, nudos para los vientos, el piso un balcón cerrado. Me había visto hablando con mi padre. La cara de mi padre, su mirada, sus pausas. Mi padre hablando, diciendo que había dormido poco, sus hijos y una casa que alquilaba. Se lo contaba y recordaba que había pensado en contárselo. Juana me preguntó cómo había sido la primera vez que me había mudado. Tenía poco más de veinte años, estudiaba, trabajaba, me quedaba dormido y cargaba la bicicleta en un taxi. Aunque pensaba que no había cambiado demasiado. Solo aquello que dudábamos, y en cambio preferíamos hablar de distancia.

La puerta del armario, la ropa suelta, jeans ajustados, la tierra humedecida por el fin de semana. Juana abrió la mochila y colgó un par de medias en el perchero de mano. No hablaba, estaba callada y pensé en lo que tenía delante de mi cara. Se había visto y no sabía qué hubiese pensado. No era diferente. Corría, caminaba. A veces no llamaba. La madrugada y los párpados. Especias en toda la casa. Películas que no habíamos mirado. Después la ventanilla, los horneros pisando la tierra y volviendo a desaparecer con un canto crispado. Lo que demorábamos en hablar o recordar el cuarto vacío, sin sombra, las azaleas que cuidaba todas las mañanas. Esa mañana abrió una agenda como si no alcanzaran los meses del año, como si no fuera necesario suspender o evitar nada. En una semana contestaban lo que habíamos exigido en Decanato.

Me llamó, la llamaron, no dudaba. Su abuela había fallecido. Su lucidez, nadie podía entender lo inexplicable. Y sin embargo me pidió que la acompañara. Trenzas, el pelo suelto, una birome que trazaba una línea sin el color que buscaba, absurdo, como cambiar lo que habíamos hecho o dejado de hacer porque no nos importaba. Cuando volvimos por el camino de tierra quiso hablar con una mujer corpulenta que barría la vereda. Los ojos grises, la cara colorada, como las bergamotas a punto de caerse de los árboles. El pueblo arraigado, llevaba y traía lo que alcanzaba. Era fácil. No sé por qué agarramos esa calle, cada vez que buscábamos en el desorden lo que no cabía en cualquier lado. Un gesto, que lo hiciera, no sobraba. Me dolía, me afectaba. Como podían afectar las manos en el cuello, en el torso, entre las piernas maniatadas. Me dijo que hablaba como si cruzara una avenida sin semáforos. Como los carteles, las luces de neón cristalizando lo redundante. La ceguera de una herramienta sin el mango. Cubiertos para comer lo que habíamos descongelado.

 

El lunes llegamos temprano. Un recordatorio en el transparente y el desayuno en el bar de alumnado. No sabía, los baños, los afiches, los pasillos estancados, pensaba en las gradas de un continente hecho a mano. Juana no se sorprendió, se paró delante de la puerta y tocó después de un permiso entrecortado. Escuché un espacio amplio, ancho, calles largas, piernas apretadas, el calor abrazando. Lo que decían desaparecía, no era de nadie. Colgaba entre las vocales de un diccionario, entre una palabra que intentaba desprenderla de una mandíbula que mascullaba, bajaba y subía el tono vacuo de no pertenecer a nada. El río que llevaba, encontrar a Juana para que no sintiera daño. Para que dejáramos lo improbable. Salió, la carpeta debajo del brazo, el brazo en el café de la esquina con letras fileteadas. Pasó un colectivo. Pensé en fumar un cigarrillo. Juana dijo que no volvería. Nunca. Nunca más esa mañana ni ninguna otra. Jamás volvería a recordarlo. Jamás hablaría de algo incompatible. 

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