Una canción preferida siempre se adelanta. Dice cosas antes de que las entendamos por completo. Dice otras que, quizás, nunca terminaremos de entender. Una canción también funciona como un paréntesis: contiene un mundo encapsulado, con sus reglas secretas. Pero ocurre, si tenemos suerte, que a veces el paréntesis se abre y desborda hacia afuera, como agua sobre agua. Una canción es además un espacio: ahí adentro se puede vivir. Es, también, una forma de conocimiento, incluso para quienes sabemos poco y nada de técnica musical.

“Alone in Kyoto”, de Air, es en todos esos sentidos una canción. Y en más. Se trata de un objeto con origen doble: por un lado, cierra el disco Talkie Walkie; por el otro, forma parte también de la banda sonora de Lost in Translation, la película de Sofía Coppola. Como los imanes, las canciones también se cargan, y esta es una de polos particularmente potentes para mí. Me llegó primero la película. Febrero de 2004, una ciudad de la costa argentina, balcones sin ninguna planta, y un cine. Una semana de estrenos maravillosos: además de la película de Coppola, se proyectaba Big Fish, de Tim Burton. (Y esto forma parte también del fenómeno dulce de las influencias, ¿no?: las películas que vimos en días cercanos quedarán siempre ligadas).

Hay algo paradójico en “Alone in Kyoto”, algo que quizás tenga que ver con el entorno que la canción acompaña (diría, incluso, que crea) en la película: la protagonista recorre Kyoto, busca algo indefinido en esa mezcla precisa de naturalezas y control. Y es esa combinación, esa tensión entre lo aparentemente natural y lo controlado, lo que empieza a señalar, creo, el centro de la canción de Air. Hay, entonces, una sensación de apertura, de derrame; claramente una cualidad acuática. Pero, a la vez, el tema funciona como una esfera cerrada, una gota.

Esta canción llega con una historia adosada: destino quizás ineludible para cualquier banda sonora. Música con imágenes: un tren que avanza, un paisaje preciso, movimientos pendulares de la protagonista en la pantalla, el acercarse y alejarse de ese espacio sereno. Nunca fui a Japón, claro está, pero sé con certeza que si llegara a ir mi mirada ya estaría preconfigurada por la experiencia de esta canción de Air en su combinatoria fílmica. Buscaría, entonces, estar y no estar. Buscaría esa ecuación exacta entre lo humano y el resto. Buscaría, en verdad, ese resto.

Y es que en torno a eso gira precisamente “Alone in Kyoto”. Porque si esta canción llega sí o sí con imágenes, llega, sin embargo, o quizás adrede, sin letra. En la intuición de que la película funciona ya como anclaje suficiente, “Alone in Kyoto” se arma como un tema instrumental. Incluso con el suplemento de las grandes estrellas de cine, incluso con los encuadres de una ciudad lumínica, incluso con esa historia de amor tangencial que cuenta Lost in Translation, aun así la canción de Air deja espacio para ese resto.

Ese mismo febrero de 2004, pero al final, recibí como regalo de cumpleaños Talkie Walkie, junto a la edición de Archivos de Museo de la novela de la Eterna (y, de nuevo, las influencias de los objetos que nacieron cerca). Ese mundo de 2004 quedó perdido: es extraño, un pasado tan futuro. Había algo hermoso en los reproductores de CD: ponías play y el disco arrancaba con la primera canción, pero si eras veloz, la flechita hacia atrás te llevaba del inicio al final, sin pasar por ningún sonido intermedio. Había también un ruido específico que acompañaba ese esfuerzo de la maquinaria al revés, un rebobinarse instantáneo. Cuántas veces presioné atrás y forcé la dirección de la capa de aluminio, no lo sé. Pero ahora, cada vez que escucho loops de “Alone in Kyoto” en Youtube, creo que era y es siempre por la misma razón: hay algo que no entra en la música, pero que la música señala. Y es tan lindo buscarlo, aunque lleve, o porque lleva, mucho tiempo.

(Una coda. Porque “Alone in Kyoto” tiene una, hecha del sonido del mar. No hace mucho escribí un cuento largo en ocasión del tema de Air, como parte de un libro lleno también de otras canciones. Recién con esa escritura entendí algo más acerca de la canción: todas esas tensiones, naturalezas y humanidades, vacíos y llenos, aire y agua, en el tema se convierten en un tipo particular de afecto. Una canción preferida siempre propone su propio tipo de amor, y pasa eso mismo con “Alone in Kyoto”: el amor a las cosas que se escapan, o que ya se escaparon. El amor en el futuro a las cosas que traemos del pasado).

Yamila Bêgné (Buenos Aires, 1983) es licenciada en Letras y magíster en Escritura Creativa. Publicó tres libros de relatos: Protocolos naturales (Metalúcida, 2014), El sistema del invierno (Outsider, 2015) y Los límites del control (Alto Pogo, 2017). Cuplá, su primera novela, se publicó en 2019 (Omnívora Editora). En 2017 recibió la Beca Néstor Sánchez (CUNY-UNTREF). Fue también escritora residente del International Writing Program, en la Universidad de Iowa (2018). Su libro de cuentos Los horizontes obtuvo en 2019 una mención honorífica del Fondo Nacional de las Artes. A inicios de 2021, la editorial Leteo publicará su segunda novela: La máquina de febrero