Él ha puesto a hervir las hojas y el cogollo de la maldita hierba. (Sí, la maldita hierba: yo no sabía, hasta ahora, que él planeaba experimentarla en sí mismo; me arrepiento de haberlo ayudado.) Horas hirviendo. La habitación está penetrada de ese olor acre, nauseabundo. Me arrincono detrás de la cama y espero. No sé hacer otra cosa más que esperar y lloriquear. Si tuviera fuerzas para resistir a Ignacio, tiraría al diablo la vasija, el brebaje. Pero no puedo más que ceder, resignarme. Ignacio está junto al fogón y tiene los ojos clavados en el líquido, en la nube de vapor, como si ya se hallara hipnotizado por la hierba. Maldita hierba. Hierba infame, perversa. Hierba hideputa. Pero no me atrevo a decirlo. Para Ignacio es casi una hierba sagrada. La que le permitirá acceder al país de los sueños, como dicen los nativos. O al país sin tiempo, como conjetura él. Flotar o hundirse en un magma donde nada avanza, donde la vida está detenida, latiendo simplemente. Ahora Ignacio ha sacado la vasija del fuego y por primera vez me mira. Pone el líquido nauseabundo en una calabaza y la agita para enfriarlo. “Salud”, me dice enarbolando el recipiente como si fuera un vaso de vino. Yo lo atisbo como vengo atisbándolo hace rato pero no digo nada ni me río. Tampoco lloro ahora. Siento como si me hubiera secado por dentro, como si me hubiera comido todas las lágrimas.

Buenos Aires, sábado 4 de enero de 1930

"¿Serías capaz de seguirme hasta el otro lado del mundo?", me preguntó Ignacio anoche, cuando me dio el primer beso. "Sí", susurré yo, sin una clara noción de lo que eso significaba, más bien respondiendo al requerimiento amoroso.

Nos habíamos conocido diez días atrás en la puerta del cinematógrafo. Yo había ido a ver una película de John Barrymore con mi amiga Leticia y, al salir, topamos a un muchacho conocido de ella. "Hebe Cubillas... Ignacio Zigbrowski", nos presentó Leticia de inmediato y él, en vez de saludar, dijo, con cierta impertinencia: "¿Hebe? Qué nombre tan pequeño. -Y me miró indiscretamente de arriba abajo.- Merecería un nombre con más cuerpo, como Rosalía o Clotilde". Yo fruncí la cara. "¿Qué, no le gusta? -insistió él- Tal vez Eve...lina o Evarista..." Entonces yo me reí, y no le dije nada de que su apellido me parecía un trabalenguas indescifrable. Leticia propuso buscar una confitería para tomar el té pero él se apresuró a despedirse. En ese momento lo miré con atención. Era bastante alto, guapo, con un mechón rebelde sobre la frente y con algo que me sorprendió y me conmovió a la vez: tenía el cuello de la camisa raído.

A la semana siguiente, Leticia me llamó por teléfono: habían acordado con Ignacio y otro amigo en juntarnos para caminar por Plaza Francia. Yo no comenté nada en casa de que íbamos a salir con dos muchachos. Después de todo, mamá casi no estaba en el departamento: como era época de fiestas, se la pasaba en el club con sus amistades jugando al bridge. Y papá, como siempre, se había marchado a la estancia de Salta, para ocuparse de sus asuntos. Yo, por mi parte, había concluido definitivamente mis clases en el Profesorado y tenía un enorme tiempo por delante.

Fui la primera en llegar a la Plaza y, a poco, apareció Ignacio. Era una tarde esplendorosa de verano, más fresca que de costumbre. Nos sentamos en un banco y conversamos. Él me contó que era antropólogo, no recibido sino formado por la experiencia de trabajo, con los viajes. ¿Había viajado mucho?, me interesé yo. "Estuve en el Perú, en Tiahuanaco, en la selva amazónica del Brasil, entre los papúas de Nueva Guinea... Me atrae la aventura de la profesión antes que el gabinete. Hace poco he venido de México". Y yo, que no conozco más que Buenos Aires y mi Salta natal, le pregunté: "¿Y en el norte de la Argentina?". "Sí, hice trabajo de campo entre los guaraní". "No, en el noroeste", me rectifiqué yo. "Bueno, estuve excavando en los valles calchaquíes y también en Humahuaca". Me dejó sin aliento, aunque pensé que era un tanto jactancioso. Lo miré inquisitiva: esta vez no tenía el cuello raído pero llevaba un traje muy deslucido, desaliñado. Luego, mientras paseábamos con Leticia y su amigo Guillermo, Ignacio quiso saber algo sobre mí. "Tengo veintiún años y ahora reciencito acabo de graduarme como Profesora de Castellano", le expliqué con cierta timidez. Él se sonrió: "Usted tiene una tonada ligeramente provinciana y una manera de hablar medio extraña. Usted es..." "Salteña -le retruqué yo- . Vine acá para estudiar hace cuatro años, pero vuelvo al terruño todos los veranos". "El terruño -repitió él semidivertido- . ¿Allá está más a gusto?". "Me agradan las casas coloniales, el horizonte de los cerros, la vida en la estancia". "Ah, la estancia --dijo él--. Y seguramente acá viven en el Barrio del Norte..." "En la parroquia del Pilar, sí, ¿cómo lo sabe?". Él no contestó pero hizo un ademán indefinido. Y le conté que tenía muchos tíos y primos y ningún hermano. "Eso no me molesta, porque prefiero estar sola. Aunque a menudo se reúne toda la familia, acá o en la estancia de Guachipas”. Y le expliqué que allá en Salta vivían las dos personas que yo más quería en el mundo: mi abuela materna y mi amiga Margarita. Margarita, en este último tiempo, había planeado venir a estudiar al igual que yo, pero debió quedarse allá para recuperarse. "Le descubrieron una tuberculosis pulmonar a mi pobre amiga", dije bajando la voz, y callé de golpe. Entonces lo observé y me pareció que no escuchaba, que estaba distraído, con la mirada absorta.

Y ayer, poco antes de la bajada del sol, volvimos a encontrarnos. Esta vez solos, porque Leticia no podía. Me llevó a tomar una chinchibira a un cafetín del Paseo Colón. Dijo que prefería eso a los lugares fifí del Barrio Norte. Yo dije que tampoco era muy afecta a las confiterías elegantes. Y me contó sobre su viaje a México y a Guatemala: cómo anduvo explorando por la península de Yucatán y en las ruinas de Palenque, y cómo recogió testimonios de los indios mayas y estudió sus códices y sus jeroglíficos. Yo lo escuchaba arrobada y ya no me pareció que fuera jactancioso. En un determinado momento empezó a tutearme y me tomó de las manos. Yo sentí que me subían los colores y me latía con bríos el corazón. Él me miró con fijeza y me pidió que me soltara el pelo, que llevaba recogido en un rodete. Cayó como un manto sobre mis hombros. "Ni rubia ni morena", susurró él. "¿Castaña tal vez?", aventuré yo. "No, broncínea mejor. Mujer de la Edad de Bronce. Mujer de bronce, te voy a llamar". Y yo sonreí, halagada por su interés.

Después, en el largo camino hasta casa --se había hecho de noche y las calles del bajo estaban malamente iluminadas-- me tomó de la cintura, me atrajo hacia él y me besó en los labios, largo rato.

Anticipo de El pasajero del sueño, novela recién publicada por Ediciones Ramos Generales.