Si hay un concepto que unifica a los intelectuales y dirigentes durante todo el siglo XIX latinoamericano ese es el que señala que el desarrollo de los pueblos no está guiado por los principios de la decrepitud y la decadencia sino por los de la bienaventuranza y el progreso.

Esa robusta certeza no se origina apenas en una lectura sociológica o un mero juicio de circunstancia sino en una filosofía de la historia que atraviesa por cierto a toda la modernidad occidental. De acuerdo a ella, los hechos no se desenvuelven por azar o contingencia sino organizados por una racionalidad sustancial que indica que una indetenible perfectividad encadena el paso de un estadio al otro de la vida social. Una infalible teoría detecta lo que luego la práctica política ejecuta, por lo cual la esperanza de que lo mejor está por venir se alimenta así de mucho más que un puro deseo.

En el caso de nuestro continente estas afirmaciones se desplegaban sobre un suelo cultural inicialmente preocupante. Marcados indeleblemente por las despreciables características de la conquista hispánica, estas comunidades del Sur parecían radicalmente refractarias a los sabrosos vientos del progreso. El ingrediente católico modelaba conciencias intolerantes y poco predispuestas a alentar el avance de la ciencia, el componente feudal fomentaba el estancamiento productivo y el monarquismo absoluto acicateaba un rechazo por el imaginario republicano. Por lo demás, territorios amplios con población escasa moldeaban un temperamento anárquico que impedía la plasmación de cualquier forma de sociabilidad virtuosa.

Ese desfavorable escenario sin embargo no desanimaba a los principales publicistas de la época. Basta recordar a propósito a la Generación del 37, que de la mano y la pluma de Sarmiento y Alberdi propone erradicar estas anomalías culturales poniendo en marcha un drástico proceso de reforma de la idiosincrasia criolla. Inmigración básicamente anglosajona y educación pública serán los baluartes programáticos de una estrategia de transformación a la que le aguarda un garantizado éxito. Más pronto que tarde un capitalismo pujante y una república sabiamente controlada por las elites lograrían equiparar nuestro extraviado destino con el modelo a imitar que se consolidaba en las excolonias de la América del Norte.

Pues bien, los pensadores positivistas bebían de estas mismas convicciones, pero con dos particularidades que tienden a volverse contradictorias. La primera es que si para ellos el movimiento de las sociedades responde a las mismas leyes que el mundo natural, y en ese mundo natural todo está rígidamente determinado, la confianza en el triunfo absoluto de la evolución y el progreso se torna aún más epistemológicamente indiscutible. Pero la segunda, es que mientras se entusiasman con esos horizontes no pueden menos que observar que los obstáculos para modernizar estos países son muchos más vigorosos que lo teóricamente pronosticado. Apenas iniciado el siglo XX comienzan entonces a conocerse textos, que si bien no abjuran del paradigma perfectivo aspiran a interrogarse más finamente sobre las causas de su demorada implementación.

Ubicado en ese contexto, en 1903 Carlos Octavio Bunge publica un libro de singular importancia, pues allí aparecen nítidamente reflejadas las inquietudes primordiales del período. La obra es extensa y está motivada por una obsesión que la vertebra: la estólida perseverancia del caudillismo en la cultura política latinoamericana. Bien lo sabemos, esa perniciosa forma de la representación había sido puntillosamente denunciada por Sarmiento en "Facundo", solo que ya muchas décadas atrás. El punto a entender era justamente el origen de su dilatada permanencia, dado que las políticas públicas implementadas para extirparlo parecían no surtir un apropiado efecto.

El camino que elige Bunge para indagar sobre el fenómeno difiere en parte del emprendido por el sanjuanino, que en su momento había enfatizado en el desierto como causante principal tanto de la proliferación de las montoneras como del liderazgo que sobre ellas ejercía tanto el caudillo instintivo (Juan Facundo Quiroga) como el caudillo con sistema (Juan Manuel de Rosas).

"Nuestra América" lo que nos propone no es una filosofía social sino una psicología de las multitudes, procurando argumentar que sólo rastreando en las conductas del pueblo americano era posible calibrar el ascendiente y la perdurabilidad de aquellos que lo conducen. En esa dirección, tres son los (dis) valores que se describen como centrales para definir ese comportamiento de masas: la arrogancia, la tristeza y la pereza.

El primero tiene para Bunge un sustrato territorial, pues al ser España una península y estando sus costas desguarnecidas, habituales invasiones convirtieron a sus habitantes en seres aguerridos y díscolos, resultando así la arrogancia una forma finalmente degenerada de ese respetable impulso inicial. El segundo proviene del fatalismo cósmico del mundo indígena, que al suponer un movimiento cíclico de la historia produce una depresiva resignación frente a las inclemencias del destino. Y el tercero emana de la simbiosis entre geografía y economía, pues siendo nuestra naturaleza pródiga y nuestros climas calurosos la inclinación al trabajo no parece ni imprescindible ni agradable para garantizar la subsistencia. Para nuestro autor esta última es la más relevante, ya que la displicencia es lo que funda el predominio del caudillo. El pueblo perezoso delega en él decisiones que no tiene mayor voluntad de ejercer por sus propios medios.

Por supuesto, para los publicistas liberales y positivistas de aquel tiempo el foco de atención era Rosas, a quien Bunge en las últimas páginas cataloga directamente como neurótico. A pueblos con éticas inadecuadas les corresponden líderes con patológicas aptitudes. Sobre esto ya había antecedentes. En 1878, José María Ramos Mejía había escrito "Las neurosis de los hombres célebres" y allí se despacha a gusto. Monteagudo es descripto como un histérico, el dictador Francia como un melancólico y el Almirante Brown como un paranoico. 

Pues bien, ese dispositivo analítico, tal vez despojado de sus rasgos más crudamente psicopatológicos se mantiene incólumne durante un tiempo prolongado, abarcando incluso a muy buena parte de las izquierdas. Esto es, la emergencia de liderazgos como el de Yrigoyen y (principalmente) y Juan Domingo Perón eran el resultado de la peor combinación. Pueblos moralmente desviados con caudillos munidos de mentes entre pérfidas y enfermizas. Personajes ingratamente extraordinarios presidiendo sociedades incurablemente atrasadas.

He aquí un punto interesante. Perón se consideraba una figura excepcional pero de ninguna manera aceptaba para sí el calificativo de Caudillo. En extraña sintonía con la tradición liberal, ese prototipo era para él la negativa consecuencia de pueblos inorgánicos y sin la brújula de una Doctrina, implicando su vigencia el síntoma de una imperfecta cultura política. Perón tampoco se considera un mero político (que asociaba con el dirigente táctico o faccioso) sino un Conductor, especie sublime que con un talento especial mancomuna ciudadanos y le fija a la nación objetivos trascendentes.

En su libro "Conducción política" reflexiona largamente sobre si esa capacidad es una ciencia o un arte y si es innata o puede aprenderse. Sobre la cuestión va y viene, pero parece prevalecer la idea de excepcionalidad y de destino. Gandhi, Mao, Tito o Perón hay uno solo. Estos interrogantes sin embargo no desaparecen. Cuando más tarde Perón emite sus famosas sentencias "Mi único heredero es el pueblo" o "Sólo la organización vence al tiempo" mantiene esa extraña ambivalencia. Por una parte, la gran historia requiere del protagonismo de un sujeto impar, pero por la otra ese sujeto impar debe trabajar para tornarse en algún momento prescindible.

Enfundadas en el marco oligárquico‑conservador del cual surgieron, las lecturas psicológicas de los líderes cayeron progresivamente en justo descrédito. Pero cuidado, pues esa perspectiva no puede desecharse absolutamente. Cuando de manera insistente y durable mayorías abrumadoras brindan su afecto a un Conductor este suele sumergirse en la autosuficiencia. Rasgo de carácter que tiende a desdeñar las voces de menor cuantía que se acercan para sugerirle caminos distintos a los que vienen siendo recorridos. Actitud comprensible, pues se afinca en el asentimiento de las multitudes, pero riesgosa pues impide atenuar la falibilidad que también es propiedad del personaje superior.

A la hora de afrontar estos laberintos los logros de Perón fueron limitados, siendo su confianza final depositada en María Estela Martínez la culminación de una gran revolución social que resolvió mal su continuidad organizativa y la transmisión del liderazgo. Era por supuesto un arduo desafío, tras dieciocho años de exilio y el acoso insaciable de los poderes más espantosos de aquí y de afuera.

¿Podrá Cristina Fernández resolver similares dilemas? En el llano, el kirchnerismo es una suma de grupos sin coordinación alguna, esperando espacios más horizontales de discusión política que se demoran. Vencer a Mauricio Macri también supone que la conducción estratégica del proyecto nacional y popular habilite un territorio donde circulen con lealtad palabras que tal vez en alguna ocasión puedan incomodarla.