Poco después de haber aprendido a leer y escribir, mis hijos, como casi todos los niños del mundo, saliendo del nocturno cuento paternal previo al dormir, descubrieron las historietas y poco antes los kioskos que las ofrecían en cantidad y variedad. No eran las mismas que habían poblado mis inquietudes de niño, la vieja “El Tony”, publicada por Columba o la más exigente “Tit-Bits”, de la editorial Láinez, pero otras, engendradas por dibujantes ingeniosos que en la nueva etapa crearon personajes perdurables; Dante Quinterno por ejemplo, abrió el camino para muchas otras que me eran desconocidas pero que fascinaban a mis hijos, las recuerdan todavía como quienes añoran los destellos de la felicidad.

Entre las mías y éstas las diferencias son muchas, especialmente en la técnica del dibujo pero en cuanto a los alcances morales creo que propugnaban lo mismo, el estímulo a la fantasía ligado a la educación y a la moral. Héroes y superhéroes siempre triunfantes en combates contra monstruos perversos, los sacudimientos del exagerado terror, lo insólito pero creíble. Supongo que la televisión y su narcótico poder cambió un poco las cosas, supongo que sustituyó en parte la lectura infantil por una visión pasiva e hizo de los kioskos de revistas un espectáculo menos vistoso, compartido con tristes muestrarios de las publicaciones preferidas de odontólogos y abogados. ¡Lástima!

Alimento preferido de semiólogos, ese mundo, de la tira breve al relato complejo y a la proliferación de personajes sin mengua del heroísmo, como el “Corto Maltés” de Pratt, con su melancolía posrevolución rusa --la historia entraba en la fantasía--, o Oesterheld y López de “El Eternauta” --la ciencia ficción que mostraba el otro lado del terror político--, dejó de ser exclusivo de la infancia para adquirir otro espesor, una estética, una filosofía, una propuesta de lectura que podía, y lo hizo, vincular lecturas de diverso tipo, niños y adultos igualmente atrapados por extraordinarios relatos, amenazados, por cierto, pero no me importa ahora, por la crisis de la lectura de la que se habla obsesivamente en los últimos tiempos. Y, es el caso de Oesterheld, por la funesta dictadura que sesgó un talento y la posibilidad de una trascendencia universal.

Me quiero detener en una de las sagas más destacadas de las últimas décadas, Astérix, con textos de Goscinny y dibujos de Uderzo. Brevemente, los romanos ocupan todo el territorio de la Galia, menos una pequeña población que resiste y que los romanos no pueden derrotar. Dos personajes son centrales, ambos son invencibles, el magro Astérix y su inseparable, el voluminoso Obélix, pero otros van apareciendo en la simple vida del pueblo. Las aventuras y las incidencias son ingeniosas, lo mismo que las alusiones históricas, plenas de referencias de un delicioso anacronismo, los brillantes sarcasmos a lugares comunes y los dibujos incomparables.

Pero también se puede ver algo más: los invencibles galos defienden lo suyo, no quieren que el imperio se los quite. Y lo logran con sus propias armas, el saber primitivo de la magia, la confianza en sí mismos y la gracia ácida y crítica. Me atrevo a considerar que si hay un mensaje que sobrevuela esta ocurrencia se vincula con lo que es el nacionalismo, su sentido, sus alcances y sus límites. Y, por otro lado, una vocación y un designio, resistirse a que un poder mayor intente apropiarse de lo que es de otros, más débiles, es exactamente lo que modernamente se denomina antiimperialismo. Y no es necesario acudir a Lenin para comprenderlo.

Por supuesto que ésta es una simple lectura, acaso arbitraria y teñida por los conflictos que recorren el mundo actual, sobre todo en América Latina y en particular en la Argentina; seguramente hay otra de vieja data pero que tuvo su momento de gloria, y de poder, durante los cuatro años macristas; es la de los financistas formados en Chicago que deben considerar que lo que el pequeño pueblo “debe” hacer es “integrarse al mundo”, como proclamaban desde la Casa Rosada los miembros del “mejor equipo de los últimos cincuenta años” luminosamente guiados por el “hombre del correo”, o sea entregarse a Roma y desaparecer.

No creo que sea arbitrario considerar que la historieta tiene una fuerte relación con un presente; surge en Francia en el momento de la pérdida de Indochina y de Argelia, por no mencionar más que dos episodios que fracturan el imperialismo francés, pero también corroboraría los términos en que discurre la historia actual, incluso en nuestro país, donde con ese lenguaje o con otros que lo incluyen no se hace más que debatirlo. No voy a internarme en ese campo, ampliamente tratado desde hace décadas; sólo lo aprovecho para volver sobre la idea del nacionalismo que está lejos de estar agotada. Pero ¿cómo?

Goscinny, el autor del texto de Astérix pasó su juventud en la Argentina; como no sólo los jóvenes sino todo el mundo en esos años debe haber leído “Patoruzú”, la historieta que había creado Dante Quinterno. El indio todopoderoso acompañado del gordinflón Upa deben haberse impreso, se conjetura, en la memoria del futuro escritor, Hudson se llevó los pájaros, Roger Caillois los escritores, Gombrowicz los tipos y Goscinny estas figuras que reaparecen en Astérix y Obélix. Pero tal vez algo más, la impronta nacionalista que implica el indio redivivo y lleno de valores.

Sé que se discute la figura de Quinterno, ambigua políticamente, apoyó el golpe contra Yrigoyen, pero hay algo que no discutiría: concibió a su personaje en el momento en que el General Mosconi ya había consolidado YPF y la defensa de lo nacional constituía un discurso corriente pero que, lo que es más significativo, circulaba en diversos órdenes creativos, la literatura, que se afirmaba como propia, las artes, que daban un Petorutti o un Spilimbergo, la música, un imperio, el del tango, las costumbres, el cine, el teatro, la industria, tanto de nuevo y de propio, como si fuera claro que el país podía ser el que fuera creado desde lo que había y que había que defender. Seguramente FORJA lo pensó de este modo.

El indio de Quinterno lo encarna, es una suma de valores aunque, sin duda, es una imposibilidad en su propia identidad a la que Quinterno asimila atribuyéndole una riqueza enorme, estancia y todo lo que identifica a quienes, precisamente, si les hubieran dado a elegir, abominarían en público de ese modo de nacionalismo y habrían preferido o bien entregarse a Roma, o sea al imperialismo, o bien imaginar que existía, o debía existir, un ser argentino esencial, atragantado con el “dios, patria y hogar” y seducido por el vociferante fascismo importado de la confusa Europa.

 

No obstante el halo que acompaña a la palabra, algo queda, creo que le quedó a Goscinny, no sería la primera vez que el imaginario argentino ocupa un lugar en otros imaginarios, con mayor posibilidad de proyección. Pero sobre todo este nacionalismo queda como alternativa o, si se quiere, como proyecto, otra vez, conjurar los fantasmas de Menem y Alsogaray, de Macri y Prat Gay, y recomenzar.