La movilización del primero de abril entusiasmó al oficialismo, que supone haber empatado a las movidas opositoras de marzo y diluido el efecto del paro general del jueves. Aunque el diagnóstico sea muy errado es positivo que haya manifestaciones públicas de cualquier signo. La respuesta macrista a la oposición social incluye, quieras que no, el reconocimiento a la legitimidad de la acción directa.
Es complicado calcular el número de participantes que tuvieron epicentro en la Ciudad Autónoma, el feudo principal del macrismo, que estuvo ya en tres ocasiones a una uña de ganar la Jefatura de gobierno en primera vuelta (dos con el ahora presidente Mauricio Macri, otra con Horacio Rodríguez Larreta). No debería asombrar, entonces que haga número en esa ciudad. Según testigos presenciales fueron, en cambio, muy pequeñas las asistencias en el Interior, en especial en Córdoba y Rosario. El 1A fue metropolitano, cualitativa y cuantitativamente.
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El número total queda muy por debajo de otras convocatorias de la derecha: la de Juan Carlos Blumberg en 2004, los cacerolazos en distintos puntos del país contra la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner durante su segundo mandato.
Es pertinente recordar que el kirchnerismo gobernante respetó esas manifestaciones y actuó con temple frente a los más prolongados piquetazos de este siglo: Gualeguaychú y la movida “del campo”. Fueron los más lesivos también, no se los reprimió. Repaso necesario cuando el macrismo, tan atento a la imagen, incorpora variantes de vestuario que redondean su imagen y su signo: el nuevo look de la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal y el disfraz de gendarme al que acude, con entusiasmo, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich. Volvamos al núcleo.
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La ocupación pacífica del espacio público es siempre saludable. Otro juicio de valor merece el discurso de muchos manifestantes y en especial, de la primera línea del gobierno, con Macri a la cabeza.
La exaltación de la espontaneidad, maticemos, es materia opinable. Arrogarse el monopolio lee mal las manifestaciones opositoras que combinan grupos organizados o encuadrados con personas de pie, que van “sueltas” por la suya. Este cronista lo ha reseñado en muchas ocasiones, todos los 24 de marzo sin ir más lejos. A su archivo se remite, aligerando a quien lee de la auto cita que puede ser cargosa.
Ser “espontáneo” y mentirse “apolítico” no convierte a nadie en superior a otros ciudadanos. Esa distinción transforma las diferencias de clase y hasta de lugar de domicilio en un inexistente valor ético.
Las alusiones a los “que son llevados”, a los choripanes que compran voluntades y a los bondis en que se arrea ganado humano hablan más (y peor) de los emisores que de los descriptos.
Macri se entusiasmó con ese penoso lugar común y sus adláteres cercanos le hicieron coro. Ironicemos apenas: hay que agradecerles la franqueza, que expresa su ideología, tan distante del consensualismo y de la opción M por los pobres.
La apropiación del vocablo “gente” expresa el desdén por los otros, que son millones. Con renovada asiduidad, el macrismo desnuda su clasismo y ethos discriminatorio.
A título de opinión, basada en la experiencia de más de 30 años de continuidad democrática: perjudicar los intereses de la inmensa mayoría de la clase trabajadora es históricamente piantavotos. Tal vez el desprecio de clase funcione (de modo menos evidente y mensurable) en el mismo sentido porque “esa” gente tiene dignidad, autoestima y conciencia.