Los alcances del conocer, he ahí un interrogante clave para la historia de la filosofía. Somos seres en acción y nuestra capacidad de obrar remite indefectiblemente a la estructura comprensible del mundo. El trato existencial con las cosas y con los semejantes implica un sistema mínimo de conceptos apto para organizar la incesante mutabilidad de la experiencia.

Los abordajes a propósito de esta incógnita han sido incontables, aunque bien podrían presentarse articulados en torno a dos grandes opciones. O lo que aún no conocemos puede ser tendencialmente alcanzado por un uso diestro de la razón, o lo real siempre mantendrá un costado opaco que nos impele a consentir el misterio. O las definiciones se corresponden finalmente con los objetos disponibles, o rige en algún punto lo inefable. Punto ciego de la historia donde el género humano queda a la intemperie.

Admitir que cohabitamos con lo incognoscible es perturbador, pero ello se torna especialmente incómodo cuando debe intervenir la política. Si en el debate científico la suspensión del juicio puede ser entendible y hasta fructífera, en la administración de la cosa pública el reconocimiento de la propia ignorancia nunca deja bien parado al gobernante. De él se esperan certidumbres, senderos operativos, consistencias programáticas. Si el conductor de pueblos cavila, comunica sus dudas, se coloca en un estado de inestabilidad que la sociedad puede observar con acusadora perplejidad.

Afrontamos por cierto una situación que grafica con severo dramatismo esto que venimos sumariamente comentando. A escala universal atravesamos una pandemia que va exhibiendo muy traumáticos efectos, trastocando de manera brusca la lógica de la convivencia a la que estábamos largamente habituados. Visto al día de la fecha, el fenómeno es no solo arrasador sino además muy frágilmente controlable, dado que reaparece por ejemplo en países altamente desarrollados y se especula sobre qué efectivos resultados sanadores podría garantizar ese ansiado paliativo denominado vacuna.

El dato es perturbador, pues la modernidad en su máximo despliegue debe admitir sus limitaciones epistemológicas y los estados más organizados tramitar con un escenario que amenaza desbordarlos. La alternativa binaria señalada al principio resurge. La ínfula positivista del científico se esmera en prometer con tono convincente que la solución llegará gradualmente, filosofías más cautas avisan que siempre pervivirá una zona oscura del mundo que entrega inmanejables sorpresas.

En cualquier caso, cada Poder Ejecutivo hoy se encuentra en una grave encrucijada; pues por un lado y con todo derecho cada comunidad les exige mostrarse competente en su cargo, y por la otra les ha tocado en suerte lidiar con una excepcionalidad civilizatoria de la que aún no se saben demasiadas cosas. Llegada abrupta de un descalabro absoluto que aún los líderes más probados manejan con una cierta cuota inevitable de improvisación. Momento de extrema dificultad de la política. Pueblos consternados reclaman atendibles reparaciones, y confundidas administraciones conviven con la escasez de recursos y la relativa imprevisibilidad sobre el curso sanitario de este virus tan pernicioso.

Este complejo cuadro convoca al ánimo comprensivo y la tolerancia. El ánimo comprensivo debe aplicarse a los ciudadanos que en su malhumor y ofuscación no sucumben a la necedad, sino que expresan un sentimiento de agobio que debe ser receptado sin menosprecio. Descartadas las minorías patológicas que suelen refunfuñar en el Obelisco, este es el momento de aceptar los disgustos y encausarlos. Y la tolerancia, decíamos, debe concedérseles a los gobiernos, que se desempeñan con armas básicamente insuficientes frente a un tembladeral multifacético que en el planeta tiene contados antecedentes.

Por supuesto que a aquel que se postula para ejercer el gobierno debe requerírsele sensibilidad y experticia, solo que el trance extraordinario que nos toca padecer requiere, creo, que el justo pedido no desbarranque en desatino. En igual sentido, la competencia partidaria, la guerra de posiciones connatural a la vida política deben ser en este tema apartadas, pues si bien las ideologías permean los desempeños gubernamentales, la profunda gravedad de la hora demanda buscar cooperación y no controversia, el denominador común de hacer correctamente lo básico.

Un enigma sin dudas circula, y es como juzgará cada sociedad a sus gobernantes a la hora crucial de emitir el voto, de establecer logros y responsabilidades. ¿Se volcará la angustia social acumulada contra aquellos que solo muy parcialmente han podido enmendar la serie de penurias que desató la pandemia? ¿O un rasgo de indulgencia ganará la conciencia ciudadana, en donde lo inesperado y monumental de lo que sufrimos invita a disculpar aunque sea en parte la limitada respuesta del gestor atribulado? Misterio máximo de la voluntad popular, que ninguna encuesta puede atisbar hoy sensatamente.

Las generales de la ley le caben también a Alberto Fernández y al Frente de Todos, súbitamente enfrentados a un inédito disloque civilizatorio de incierto origen, con impreciso diagnóstico y con apenas bosquejadas repercusiones filosóficas. Se ha dicho bien, tamaño desafío se agrava luego de la deplorable perfomance de Mauricio Macri, gracias a la cual entre otras cosas ni siquiera nuestro país contaba con un Ministerio de Salud.

Todo balance sobre esta cuestión es a todas luces provisorio, pues la dinámica impensada de la enfermedad siempre puede introducir insólitos trastocamientos. Dicho esto, lo mostrado hasta aquí por Fernández ha sido satisfactorio (con una cuarentena temprana, fortalecimiento del sistema sanitario, coordinación federal de los dispositivos, búsqueda empeñosa de la vacuna y apoyo económico a las actividades privadas del trabajo). Siempre aclarando previamente que salvo unos pocos gobiernos (singularmente eficientes o extremadamente incompetentes) todos se mueven en una medianía que apenas les permite mantenerse a flote en un instante de suprema emergencia.

La política se encuentra entonces en un territorio de agria extrañeza, pues debe dialogar con un ánimo social donde no ingresa el entusiasmo o la esperanza. Prevalece el desosiego y la incertidumbre, por un tiempo que posiblemente no sea corto. El alimento medular de la política es la incitación a una expectativa reparadora, y esa nutriente que energiza la vida popular hoy parece atenazada por las tinieblas de un universo poblado de acechanzas.

Pues bien, le toca al peronismo involucrarse en tan desagradable geografía, siendo además que ese movimiento ha hecho del costado más alegre de la voluntad colectiva una de sus señales identitarias. El peronismo, estandarte habitual de la épica militante y la algarabía por la transformación, atravesando el incómodo sitial de la falta de un horizonte que restablezca tranquilidad a los pueblos. Duelo desconocido contra un mundo inhóspito que exige entonces resucitar todas las enseñanzas de su acervo doctrinario.

Ciertamente el peronismo está marcado por la savia del goce inmediato, urgencia de la acción paliativa que descree de la vaga promesa para afianzarse en un conjunto de prácticas gubernamentales y atenciones palpables que conectan con un día a día donde la infelicidad no puede esperar. Es su costado gratamente populista, si entendemos por tal aquella sensibilidad ubicua del ejecutor, más preocupado por brindar rápidas soluciones que por ponderar inciertas narrativas de largo plazo.

No obstante, y nos interesa detenernos especialmente en esto, el peronismo es inescindible también de su dimensión utópica, imaginario galvanizador de una voluntad nacional que introduce un estadio terminal desprovisto de sufrimientos. Aspiración tendencial que en su aparente inconcreción actual establece sin embargo un punto de arribo que motoriza la pasión positiva de un pueblo.

Basta recordar para esto el propio origen del movimiento, pues cuando Juan Domingo Perón presenta La Comunidad Organizada no la imagina apenas como plataforma teórica de un programa de gobierno, sino como una alternativa moralmente quirúrgica frente a un mundo bipolar que carcomido por el materialismo y el cientificismo colocaba al planeta en situación de máximo peligro. Geopolítica opresiva de dos imperios, que predicando ideologías antitéticas impedían por igual la libre realización de las naciones.

Esa inspiración corresponde ser retomada en esta inquietante coyuntura, pues a un estado de desesperanza se lo erradica con la instalación verosímil de una perspectiva emancipatoria. A ese blasón utópico hoy corresponde colocarle el rótulo de humanismo, principio vertebral de la gramática peronista que vuelve a encontrar su lugar bajo una semántica que debe ser clarificada. Llamaremos aquí humanismo a esa norma colectiva que se rige por la lógica de la equivalencia, y establece como inaceptable que exista entre las personas cualquier tipo de jerarquía, sea esta social, económica, étnica, racial o de género.

Moral que asentada en la noción de derechos introduce la búsqueda permanente de un horizontalismo social donde cada uno recibe lo que merece en base a su esfuerzo y su mérito. Acervo cultural que recoge los beneficios del avance tecnológico, pero sin violentar la sabiduría de la naturaleza ni sucumbir a la maximización del lucro capitalista. Antropología del encuentro, de la corporalidad y del cara a cara, frente a las amenazas de un mundo digitalizado que suprime la afectividad del contacto y desemboca en un colapso de la subjetividad dominado por las maquinarias.

El Frente de Todos y Alberto Fernández, prioritariamente atareados por la hostilidad de un virus y los pagarés dejados por el macrismo, debería activar esta medicina ideológica apta para mantener en alto las convicciones e inclaudicable la lucha. En parte esto ya ocurre, no obstante, cuando se escucha tan asiduamente la apelación a la solidaridad. Deseable valor que permite convertir una sociedad de desiguales en una sociedad de equivalentes. Ética de medios por la cual el que más tiene más pone y el que más disfruta más ayuda, como un puente de dignidad hacia aquello que estamos dispuestos a seguir llamando plena vigencia de la Justicia Social.