En 2001 Mercedes Sosa cantaba, en un escenario rodeado de cordillera jujeña: “Cuando tenga la tierra”. Con la voz firme, de quien porta la sensibilidad de lxs que luchan, entonaba frente a un auditorio lleno de whipalas un conjunto de estrofas que imaginaban para lxs campesinxs trigales ofrecidos a la luna, una orquesta de grillos donde canten lxs que piensan, un lugar desde el cual mirar la noche.

Como en esa canción, la tierra sigue siendo un sueño para muchxs. Porque la tierra, ese espacio que otorga estabilidad a la vida humana, que es lugar de su vivienda, la condición de su seguridad física, el paisaje y las estaciones, el alimento, el sostén de los encuentros, no es por naturaleza un “factor de producción” de la economía de mercado. Históricamente adquiere esos tonos, deviene sinónimo de dueñidad, potencia para excluir a otrxs, llega a ser un factor de la economía de mercado, pero no tiene por naturaleza ni tal ni cual estatus.

En el siglo XVIII un Rousseau llegó a escribir sin demoras ni rodeos una afirmación contundente, demoledora, de alto calibre: “El primero a quien habiendo cercado un terreno, se le ocurrió decir esto es mío, y encontró gente tan simple como para creerle fue el verdadero fundador de la sociedad civil. […] Estáis perdido si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie’”. Se nos habla ya del “cercamiento de un terreno”, alambrar, delimitar, incluir/excluir y, como correlato, cambiar la naturaleza de eso que se está cercando, como un problema. Imposible no aludir a esa extensa tradición que desde Moro hasta Marx vieron en esta política de cercamiento uno de los episodios históricos de mayor relevancia, que modificó por completo la fisonomía del mundo.

Tomás Moro, en su célebre “Utopía” de 1516 denunciaba esto con la figura de un país donde las ovejas se devoran a los hombres en referencia al predominio del pastoreo sobre el cultivo: “no dejan ninguna parcela dedicada al cultivo, sino que por el contrario se reserva toda para los pastos, destruyendo casas y pueblos”, además porque se denuncia en paso de bienes comunes, de propiedad comunal a propiedad privada, un brutal proceso histórico de apropiación privada de propiedad comunal. Donde prosperaban comunidades y pueblos, ahora tan sólo viven ovejas, parece decir Moro. Trescientos cincuenta años después, en el Capítulo XXIV de El Capital, Marx cita a Moro como el gran testigo de los cercamientos de tierras que se estaban produciendo en Inglaterra en los siglos XV y XVI. Pero veinte años antes, en un texto de su llamada juventud, ya había advertido también sobre ese cercamiento, la destrucción de las propiedades comunales y el advenimiento de un cambio fenomenal en las relaciones sociales. El texto en cuestión es el “Debate acerca del robo de leña” que reúne una serie de artículos publicados en 1843 en la Gaceta Renana. Estamos ante un proceso histórico que ha absolutizado la propiedad privada a costa de abolir el derecho a la existencia.

Con Viñas aprendimos que en Argentina el nudo que ata liberalismo y militarismo forma en los ‘80 el mercado de tierras a punta de fusil. Ese mismo Viñas comienza una de sus más estremecedoras novelas con la cita de Ezequiel Martínez Estada: “La tierra es la verdad definitiva, es la primera y la última: es la muerte”, una suerte de sustancialización que hoy encuentra encarnadura en los recientes episodios que marcan una filiación desde Santiago Maldonado, Rafael Nahuel, las quemas de los humedales y los proyectos inmobiliarios que esos incendios iluminaron, el Proyecto Artigas y la ocupación del suelo que tuvo su epicentro en Guernica, provincia de Buenos Aires.

Por todo ello, el desalojo de Guernica vuelve a confirmarnos que aquel mercado, que este mercado no existiría sin la violencia de Estado, porque entre el derecho de vivir de los ocupantes y el santísimo derecho de la propiedad de los dueños de la tierra, la razón se define por la fuerza. El miércoles 28 de octubre, luego de que la jueza de Entre Ríos María Carolina Castagno ordenara el desalojo, se los escuchó a los hermanos Etchevehere entonar el Himno Nacional junto al grito de guerra: ¡Viva la propiedad privada!

El pensamiento formal nos habla de una Justicia ordenando el desalojo, como si existiese algo así como "la Justicia" en vez de un Poder Judicial cuyo combustible lo provee y cuyo motor lo mueve la política. Sea para el lado que sea, lo concreto es que fueron 4000 policías armados hasta los dientes quienes concretaron con éxito esa orden sobre unas peligrosísimas familias propietarias de un par de chapas, colchones, cartones y trapos. Ello evidencia que el neoliberalismo sólo reconoce la propiedad privada de los poderosos, lxs pobres sólo cuentan con posesiones precarias, eternxs habitantes del estado de naturaleza hobbesiano. Por esa razón aquel "¡Viva la propiedad privada!" era menos el reconocimiento de un derecho y mucho más un grito de guerra.

Aquel poder judicial que hizo valer el sacrosanto derecho de propiedad a partir de unos flojos papeles que detentan sus aparentes dueños del Guernica, es el mismo que ralentiza su movimiento cuando se trata de los dueños de los campos incendiados.

Puede resultar anecdótico que el operativo de desalojo sea transmitido por el canal TN desde el helicóptero del propio ministerio de seguridad de la provincia, el de Sergio Berni. No era suficiente producir el desalojo con represión y topadora, se debe imprimir a fuego en las memorias como modo de inscribir con tinta indeleble, más bien con fuego, un miedo que discipline, aleccione, domestique y produzca sujetos conducidos por el temor. Un miedo marcado con un fierro caliente en la piel de los desposeídos, un miedo que no es abstracto, sino concreto y efectivo sobre esos habitantes carentes de todo derecho con excepción de gozar de los derechos plenos de la fragilidad, la precarización y la muerte.

Ahora bien, desde El capital para acá, sabemos, que la tierra no es una mercancía como otras ya que en sí misma no tiene un valor, no es un producto del trabajo social. En todo caso adquiere un precio, y, ese precio, es resultado del plusvalor que el capital extrae al trabajo y localiza en un espacio. Resultado de la propiedad privada, la capacidad de retener que otorga el dominio jurídico. Conocemos, entonces, los mecanismos de desigualdad que instituyen su existencia, mecanismos que el capitalismo trama en su ejercicio voraz y constante de mercantilizar todo lo que nos rodea.

Asimismo, experimentamos esa fragilidad cuando en la ciudad observamos los precios exorbitantes que asumen las viviendas. Quienes tenemos solo nuestra fuerza de trabajo destinamos muchos años para acceder a un pedacito de suelo, recurrimos a los ahorros de lxs miembros de nuestras familias o al crédito. Quienes no tienen esa suerte, quienes no cuentan con las “garantías” propietarias exigidas, acceden a un mercado inmobiliario informal que cobra por una pieza humilde en una villa porteña el mismo dinero que el alquiler de un departamento de una habitación en el centro rosarino. El mismo.

Conocemos, también, la disputa encarnizada por nuestras periferias, la amenaza cotidiana que los desarrolladores ejercen sobre aquellxs que no tienen la titularidad de la tierra a pesar de trabajarla y habitarla largos años; la extorsión a que son sometidos los municipios para lograr cambios en las normativas de suelo favorables a la creación de millonarias usurpaciones evasoras: los countries. ¿Cómo llegamos a legitimar estos mecanismos en nombre de un proyecto político que creíamos progresista?

En 2018 se publica el libro La trampa de la diversidadm de Daniel Bernabé. En el mismo el autor transcribe la breve y contundente respuesta que en 2002, en una cena del Partido Conservador, Thatcher ofreció a la pregunta que le formulara Conor Burns, un diputado conservador británico, sobre cuál había sido el principal logro de su carrera política: "Tony Blair y el nuevo laborismo. Obligamos a nuestros oponentes a cambiar su forma de pensar". Lo exagerado en esta afirmación, ser responsable de producir una verdadera mutación en la nueva racionalidad política, no quita lo certero, se trató más bien de una exitosa estrategia global y contundente resultado de una diversa serie de acontecimientos. El neoliberalismo no es un paquete de medidas económicas que se elige implementar o desechar, sino un modo de gobierno que implica cambios en el orden de lo económico, lo político, lo social, lo cultural. Tal vez Guernica nos advierta, una vez más, que esta nueva modalidad se ha inscrito tan a fuego en nuestras sociedades y en nuestros modos de gobierno que termina arrastrando a todo Gobierno a jugar en el terreno que creyeron era propio del enemigo. 

*Centro de Investigaciones en Gubernamentalidad y Estado.