El de este año no fue un Día de la Militancia más. Este martes fue un día encendido, de pronto verde, tumultuoso en las calles, en el Congreso, en los corazones palpitantes que por la pandemia siguieron desde sus casas el paso de las horas. Ese revuelo --me gusta esta última palabra releída, no como alboroto sino como reimpulso hacia arriba-- cayó además en medio de la revulsión que provocó la ministra porteña Soledad Acuña, con su honestidad brutal: es mentira que toda honestidad enaltece. La de Acuña le derritió la mascarilla de mujer sedosa y dejó ver la mueca. Y no era novedosa porque la misma mueca de vileza ya la vimos incontables veces. Es la mueca de la necesidad de humillación y crueldad que los impulsa.Todos los argumentos de JxC caen en su propia baba si se les saca el clasismo, la misoginia, el desprecio por los sectores populares, la compulsión a provocar heridas narcisistas colectivas. Y a su vez todo eso se sintetiza en su rechazo ontológico al peronismo.

En rigor, fue como cada 17 de noviembre el Día de la Militancia peronista, que rinde tributo a la obstinación con la que fueron sobrellevados 18 años vergonzosos de nuestra historia que nunca han sido pasados en limpio por esta sociedad. Desde 1956 hasta 1972, no se había podido ni siquiera pronunciar las palabras Perón, ni Evita, ni peronismo, ni justicialismo ni nada que recordara “al régimen depuesto”. Cuando fue dictado, ya había habido golpe, bombardeos, fusilamientos. Todo para evitar “el autoritarismo”, todo, como repiten hoy, en nombre de la “libertad”.

Fue entonces que se arraigó la idea del establishment --dueño a su vez de las fábricas de sentido común-- de que este país “sólo es viable sin peronismo”, que es lo que vienen diciendo Macri y sus adláteres desde hace años atrás de la mueca.

Pero es la militancia la que no se los permite, porque no son grasitas que quieren vivir del Estado, como siguen injuriando, sino pueblo que quiere representantes. Y quiere Estado, claro que sí, y tan presente y cumplidor con sus promesas de campaña que un día como el martes las saque de la sombra y las ventile en el Congreso, para que el aborto legal, seguro y gratuito sea ley.

Aunque estuvo prohibido, nunca dejó de existir peronismo. En la clandestinidad, en grupos de cinco o seis. En miles de JP silvestres que florecieron en todo el país. Las turbulencias del 73 en adelante, que fueron “resueltas” durante la dictadura con los 30.000 detenidos desparecidos, en su mayor parte peronistas, obturó la lectura de qué había pasado en este país durante esos 18 años en los que se normalizó decirle “democracia” a un sistema que excluía a la fuerza política mayoritaria.

A todos esos militantes anónimos y anónimas que durante esas casi dos décadas cobijaron una identidad política a la que siguieron apegados los más humildes, a esas mujeres y varones que se expusieron a la cárcel, al exilio, al ajusticiamiento, los militantes de hoy, los de tantas otras causas, les deben el fuego y la certeza de que eso que nos inclina a una lucha y toma la forma de una insistencia irreductible es lo que justifica nuestras vidas. No son vidas vividas como proyectos individuales. Son la otra cara de lo que nos siguen proponiendo los que cuando perdieron privilegios no dudaron en soluciones finales, los que chillan cuando se los llama a colaborar en una situación límite mundial.

Fue un gran acierto del Presidente instar a hablar, a partir de ahora, de “las militancias”. Es una marca de nuestra época. El desprestigio de la política debe ser revertido con política virtuosa que, por ejemplo y en este caso, consiste en cumplir la palabra empeñada para el voto.

El fenómeno es más fuerte en otros países que en éste, en el que precisamente el peronismo, y especialmente el kirchnerismo, le devolvió la mística transformadora a eso que parecía pura superestructura y bostezo de chanta con viáticos. A la política. Pero hay que sumar demandas atendidas y voces escuchadas. Hay que sumar tarea cumplida y afrontar las pulseadas inevitables.

En efecto, hoy hay muchas militancias así como hay muchos feminismos. Enfrente está el fascismo, que desde Brasil se pregunta si ése es “un país de maricas” porque hay gente que se niega a morir de covid y reclama política sanitaria. En todo el mundo dicen lo mismo. “El que se tenga que morir que se muera”, como dijo Macri. En Europa hay toque de queda desde las 12 de la noche en varios países, pero hasta las 12 los jóvenes ya han tenido tiempo de contagiarse. La segunda y tremenda ola parece hija directa de playas atestadas en verano y ruptura de todas las prevenciones.

Frente a esa parte del mundo, extraviada y alienada, “libre” de agitar su pulsión de muerte, hay otro mundo que no vemos porque los medios no nos hablan de él, pero que existe. Que brota y se asocia, que revienta, que explota, que surge asombroso de una generación nueva, como la peruana, maltratada por la política sistemáticamente pero, por lo visto, inspirada y hermana de la generación chilena que saltó los molinetes cuando aumentaron el metro. Es la primera generación que tiene sus propias fuentes de información y no cae en el hechizo de los grandes medios.

Los activismos son hongos que nacen entre los dedos roñosos de un sistema que una vez y otra vez nos dice que entre la muerte y la vida, opta por la muerte a gran escala de pueblos y ecosistemas. Las mascarillas derretidas del Pro y la revulsión que provocan --por dar sólo los últimos ejemplos, las afrentas a docentes, médicos y enfermeros, o los negociados de Caba como el de Costa Salguero--, generan activismo. Hay que contener más y más demandas. Darles cauce, interconectar las luchas, entender cómo todo ese universo de peleas (por el aborto legal, por la tierra o el agua, por el techo, por cualquier tipo de derechos) confluyen en la perspectiva de un mundo no neoliberal. Todo lo demás viene después.

 

Solamente la articulación del universo no neoliberal permitirá pensar hacia qué otro tipo de orden social, hacia qué nuevo contrato colectivo marchamos. Es la gran encrucijada y es el desafío de los dirigentes políticos populares de hoy. Hay que estar a la altura de la confianza depositada en la política, porque es la única llave de una puerta que habrá que abrir.