Si hubiera habido una mínima prueba concreta, Gerardo Morales no hubiera necesitado revolucionar el sistema judicial jujeño para meter presa a Milagro Sala. La incorporación al Tribunal Superior de Justicia de jueces adictos y la selección de jueces y fiscales especiales, gracias a los cuales fue condenada, demuestra que es inocente. El encarcelamiento de Milagro Sala es indefendible en términos estrictamente judiciales.
Esa injusticia se sostiene porque un sector de la sociedad estaba molesta por los cortes de ruta y el conflicto o porque tiene una mirada conservadora antagónica a la de ella. Pero eso es política, no justicia. Es un caso muy claro donde la política usó a la Justicia para resolver sus embrollos.
“¡Es una ladrona, todo el mundo lo sabe!”, dicen los jujeños que respaldan su condena, aún sabiendo las movidas irregulares que debió hacer el gobernador. Pero si realmente fuera ladrona, el gobernador no hubiera necesitado hacer tanta manipulación. Si la hizo, fue porque un tribunal normal no la hubiera condenado. Entonces no es una ladrona. Se trata de una persona que fue condenada por su militancia social. Eso no es justicia. El que piensa diferente la puede criticar, pero no puede hacer que un juez la condene.
Alberto Fernández es abogado y profesor en la UBA, es consciente de ese mecanismo que denigra tanto a la política como a la Justicia. Pero considera que si mete mano en sentido contrario al que lo hizo Morales estaría cometiendo lo mismo que critica. En ese atolladero, el Presidente optó por hacer una advertencia sobre el mecanismo, para acotarlo, y al mismo tiempo aceptar el desenlace de los juicios. Pero en uno, Milagro Sala fue condenada a 13 años y en otro a tres años. Las demás acusaciones se cayeron.
Los tres años son por un huevazo que recibió Morales cuando Milagro estaba a varios kilómetros. La condena de 13 años fue por una acusación de corrupción con el dinero que recibía su agrupación para realizar obras. Pero hizo más obra de las que había propuesto y más que los gobiernos provinciales. Cualquiera que vaya a la provincia lo puede ver. La plata se usó para lo que estaba destinada. Y el que tiene que decidir ahora es el Tribunal Superior de Justicia que reformó Morales con una mayoría automática adicta.
La decisión del Presidente de no intervenir para que no se vea como interferencia con la Justicia genera de hecho que se prolongue una injusticia por la forma como se interfirió antes. Como sea, Milagro Sala sigue con detención domiciliaria cuando todos saben que las condenas fueron amañadas por una forma de hacer política que instaló el macrismo.
Disfrazada de honestismo denuncista por una corriente social conservadora, en realidad lo que se está dirimiendo en la Justicia es esa forma de hacer política que reemplaza el debate de ideas y propuestas por acusaciones y campañas de desprestigio.
La situación de Milagro Sala es quizás la más escandalosa porque es la más evidente y por las condenas que puede sufrir. Pero en realidad todos los presos políticos kirchneristas y la misma Cristina Kirchner han sido víctimas de este sistema.
Aunque las pruebas contra la ex presidenta se caen una tras otra, la pedicura del barrio dirá que “igual es una chorra” con la misma convicción con que rechaza la existencia de los virus en general. A la señora le gusta, o le conviene creer, que los virus no existen porque –“a mí no me van a engañar”-- los inventó la infectocracia. Y hay usinas especializadas en hacerle creer que le convienen las fantasías que inventan y que, por esa razón, para ella son más reales que la realidad.
Elisa Carrió se victimizó y aseguró que “Cristina la quiere presa”. Se vanaglorió de que es el verdadero motivo del pedido para que se solicite su indagatoria en la causa que investiga las deleznables grabaciones de las conversaciones en la cárcel entre los presos políticos y sus abogados defensores.
La privacidad entre un acusado y sus abogados constituye parte de las garantías de un juicio justo, o el debido proceso, como establece la Constitución. Las grabaciones ilegales se hicieron con la excusa de espiar a un narcotraficante, pero en realidad espiaron a los presos kirchneristas cuando hablaban con sus abogados.
Nada de lo que dijeron podía servir para acusar a nadie, pero pedazos de esas conversaciones, recortadas y editadas, fueron usadas para montar una campaña que intentaba desprestigiar al juez Alejo Ramos Padilla.
Graciana Peñafort y Alejandro Rúa fueron los abogados espiados que solicitaron al juez que convoque a indagatoria a Elisa Carrió. Más allá de lo que desee la vicepresidenta Cristina Kirchner, el pedido tiene lógica propia: ellos fueron espiados y Carrió la que usó las grabaciones.
Si Carrió sabía el origen espurio de esas grabaciones sería cómplice de un delito. Y si no lo sabía ni trató de saberlo, revela una enorme irresponsabilidad y una actitud infame con relación a la política. En las escuelas de periodismo se enseña a desconfiar de la información que llega de esa manera. Y no se debe usar hasta haberla confirmado por varias vías. Si no se puede confirmar, no se usa.
A lo largo de estas líneas ya se habló de corrupción de la Justicia, corrupción de la política y corrupción del periodismo. Los servicios de inteligencia construyen las causas falsas que son amplificadas por los medios y que son denunciadas por políticos y tomadas por jueces venales. Es lo que develó, a partir de la detención del espía y falso abogado Marcelo D'Alessio, el juez Ramos Padilla a quien se pretendía descalificar con esas grabaciones.
Es el mecanismo del lawfare que el macrismo instituyó como la principal herramienta de sus políticas. El dispositivo busca reemplazar el debate de ideas y propuestas por la judicialización de la política para difamar y destruir al adversario. Los dirigentes macristas participan poco en debates y confrontación de ideas y propuestas. Nadie sabe lo que piensa Carrió sobre la mayoría de los temas. Se la conoce solamente como denunciadora serial.
El momento judicial en transcurso es que casi todas las causas abiertas por el lawfare contra el kirchnerismo empiezan a caerse por falta de pruebas. Las denuncias fueron presentadas para potenciar una larga campaña mediática-judicial, judicial-mediática que destruyera al kirchnerismo, aunque al final se cayeran, como está sucediendo. Nunca tendrían que haber sido tomadas por los jueces. Ahora están en el brete de cerrar las causas sin condenas o aplicar condenas solamente para justificarse ante la sociedad.
Cuando la derecha conservadora es llevada al plano del debate de ideas concretas, ellos plantean aumentar las tarifas, aumentar los precios, precarizar el trabajo, bajar salarios y jubilaciones, defienden los intereses de los más ricos, subestiman la educación y la salud pública. Son discursos poco atractivos, por eso tratan de reemplazarlos por la destrucción del adversario con esa estrategia honestista denuncista.
Tal vez esa lectura sea reduccionista, pero la carrera política de Elisa Carrió se sustentó en esa estrategia muy respaldada por las corporaciones mediáticas. También es lo que se verificó en la pobreza conceptual de la gente que se movilizó en las convocatorias del macrismo.
Hubo un discurso genérico contra la corrupción sin precisiones pero con mucha indignación, más otros discursos difuso sobre la “defensa de la libertad” contra las medidas sanitarias de precaución por la pandemia, más otro directamente confuso sobre la defensa de la República y la Justicia.
Son generalidades tras las que se esconde una visión egoísta de la vida que, al creerse amenazada, reacciona con indignación y violencia. Allí encajan perfectamente el lawfare y las falsas noticias para justificar esa reacción ante una concepción más solidaria y comunitaria de la sociedad. No van a atacar a esta concepción por lo que realmente les molesta, sino con el argumento distractivo de la corrupción. Esa modalidad termina siendo la mejor coartada para los verdaderos corruptos que llegan encaramados en ese discurso.