En estos tiempos en que se despide a explotadores como si hubiesen sido próceres, los fascistas se llaman libertarios y hay intendentes que venden territorios municipales para hacer negocios personales, no hay ninguna razón valedera para que un escritor provinciano eluda reiterar, entre los males republicanos, la siempre necesaria y cada vez más urgente necesidad de trasladar la capital de la república a una o más ciudades del interior.
La vasta geografía argentina ofrece múltiples posibilidades, y la necesidad política, económica e institucional de este cambio es cada vez más urgente.
Hace poco más de 32 años, en abril de 1986, el presidente Raúl Alfonsín anunció el último proyecto en este sentido, proponiendo trasladar la Capital Federal a la ciudad de Viedma, provincia de Río Negro. El objetivo era descentralizar el poder político y económico del país a la vez que potenciar el poblamiento de la Patagonia. Pero el bombardeo mediático fue macizo y logró que el costo del proyecto, la crisis económica y la ceguera de muchos sectores echaran a perder la iniciativa, no sin antes ridiculizarla.
Y la última vez que se mencionó esta idea fue durante el gobierno de CFK, cuando el entonces presidente de la Cámara de Diputados y precandidato a la sucesión presidencial en 2015, Julián Domínguez, sugirió que "la capital del futuro debe ser Santiago del Estero".
La verdad sea dicha de una vez: la encantadora y fascinante ciudad de Buenos Aires, como capital nacional, es una verdadera piedra en el zapato de la democracia y del desarrollo económico. Por muchas razones, y entre las primeras, que es resultado de tramoyas políticas de las dirigencias oligárquicas del siglo 19, consagradas por el elitista manejo de la cosa pública a partir de Bernardino Rivadavia y que tanto daño ha hecho históricamente. Y la guinda del postre fue la creación hace dos décadas de la absurda entidad llamada CABA, en la que se concentran los poderes financieros (la llamada "city") y comunicacionales, y se fortalece la ficción del federalismo en un régimen unitario que asfixia el desarrollo de la inmensa mayoría de la población argentina.
La cuestión no es baladí y en cambio sí muy incomodante para el poder económico, porque el centralismo porteño (o sea el puerto exportador y su sistema económico-financiero hiperconcentrado) no sólo es una rémora de cuando el inmenso territorio argentino era un virreinato, sino que fue preocupación central de historiadores y políticos que advirtieron la malignidad del embudo que en todos los sentidos es hoy nuestro país. Incluso desde finales del 19, cuando el patriarca radical Leandro N. Alem discutió en famoso debate legislativo con José Hernández, y anticipó todas las desgracias que las provincias padecieron en los cien y pico de años posteriores. Y antes lo había entrevisto correctamente el mismísimo Domingo Faustino Sarmiento, para quien una república federal debía gobernarse desde fuera de la capital unitaria, aunque patinó con su idea alternativa de instalarla en la isla Martín García, su “Argirópolis”.
El sueño de que este inmenso país tuviera una capital europea –fastuosa, elitista y supuestamente culta– siempre fue el sueño de una élite, ésa que lleva por lo menos dos siglos explotando poblaciones marginales, empobrecidas, y desde hace 50 años –o sea desde el derrocamiento de Perón a bombazos criminales– forzadas a migraciones internas y a hacinarse intra y extramuros de la actual capital sin agua potable, luz ni servicios.
Bueno sería que lo que llamamos "el campo nacional y popular" asumiera de una vez que en la absurda concentración en la todavía hoy capital –que de federal jamás tuvo nada– las únicas beneficiarias de esta tara político-geográfica son las oligarquías latifundistas y las élites de la timba financiera que sirven a multinacionales, bancos y embajadas extranjeras.
Además, cabe recordar y subrayar que no fue casual que la actual capital fuera siempre –desde la creación del Colegio Militar en 1869 y de la Escuela Naval tres años después– la sede del poder político desestabilizador, como lo probaron los innumerables golpes de estado y dictaduras instaladas a espaldas de, y sometiendo a, los pueblos de todas las provincias.
Nuestro país necesita por lo menos reabrir este debate, cuyo tenaz silenciamiento sólo favorece a los poderes concentrados. Necesitamos una nueva sede para la Capital de la Federación que decimos ser y que sólo una nueva Constitución Nacional normará. Una ciudad geográficamente central que concentre el poder político, completada quizás con otra, distante, que sea sede del poder económico y financiero. Y acaso otra más en la que funcione el Congreso de la Nación, y una cuarta –ojalá la más respetable– como ciudad judicial donde funcione la Corte Suprema. Nos sobran territorio nacional e historias patrióticas para ello.
Por cierto, más de una vez se ha pensado en Córdoba, Tucumán, Paraná, Santa Fe, San José de la Esquina, Huinca Renancó, Rafaela o Santa Rosa como posibles sedes, y hay propuestas de concentrar nuestro potencial tecnológico en el Sur, quizás en Bariloche o en Sarmiento, en el corazón de Chubut, todas ellas propuestas que sería fantástico que el pueblo argentino decidiese mediante un plebiscito.
Desde ya que "hay problemas más urgentes" –que es el argumento negador clásico– pero la verdad es que hoy en la Argentina, luego de la devastación neoliberal macrista que perfeccionó el latrocinio, la desnacionalización y el abuso que dejó a más de medio país con el culo al norte –permítaseme decirlo por pura indignación– todo es urgente. No hay absolutamente ningún aspecto de la vida nacional que no esté en emergencia, vaciado, desnacionalizado y roto.
Sería estúpido entonces estribar solamente en la crítica y negación de las mejores intenciones de nuestro gobierno, y en sus dificultosos y lentos avances, para negar también este debate, que es urgente desde hace por lo menos 170 años. Como también lo es seguir negando la necesidad y urgencia de descentralizar este país neurotizado por una ciudad –Buenos Aires– tan hermosa como frívola y objetivamente dañina.