Eran los últimos días de marzo de 2006. Durante la semana previa habíamos estado trabajando sobre temas de Memoria, Verdad y Justicia en Filosofía y en otras asignaturas que dictaba en una escuela de gestión privada católica donde trabajaba como profesor. En la zona donde está la escuela, conviven familias de profesionales, vinculados al poder judicial, al mundo empresario, y también a la familia militar: Campo de Mayo está a un paso. Ubicada en una zona privilegiada en el noroeste del Gran Buenos Aires, la escuela aún hoy es propiedad de una congregación religiosa femenina, que desde hace décadas trabaja en escuelas y en barrios populares contra la violencia de género, en la Argentina y en distintas partes del mundo. En los EE.UU. esa congregación junto a otras son fuertemente criticadas y perseguidas por la estructura vaticana por no posicionarse públicamente en contra del aborto, “doctrina oficial” de la iglesia liderada por varones.
El padre y la madre de una estudiante vinieron a la escuela a quejarse: que yo estaba haciendo “ideología”, que no estaba contando “la historia completa”, que me estaba dejando llevar por el gobierno, que estaba “adoctrinando”, y así seguía. Nunca me encontré con ellos/as: el equipo directivo me respaldó, aun sabiendo que eran varias las familias que miraban mi práctica docente y la de otros/as colegas con recelo. Le explicaron que en la escuela trabajábamos con los contenidos y orientaciones “oficiales”, y le contaron lo que efectivamente había hecho: puesto a rodar el debate social sobre el 24 de Marzo de 1976, el golpe de estado y su proceso represivo, la lucha de las madres, abuelas, organizaciones e iglesias, el Juicio a las Juntas, la lucha social por la memoria, la verdad y la justicia, etc. Le dijeron también que no les decía lo que tenían que pensar, pero que sí valorizaba el poder del movimiento por los derechos humanos en la Argentina, y que –conociendo mi práctica- tenía un posicionamiento sobre el tema pero ello no implicaba que no suscitara el debate, el intercambio en el grupo de estudiantes. Sé que parece extraño para quienes desconocen que el campo religioso es un espacio con diversidades y pluralidades, y que eso acontecía justamente en una institución –la iglesia católica- donde la “doctrina” no es una mala palabra. Los posicionamientos siempre son valiosos y la manera en la que nos relacionamos con los “conocimientos” o “contenidos” de la enseñanza –relación inestable, polémica, resultado de relaciones de poder y permítanme la exageración, “ideológica”- enseñan y son valiosos pedagógica y éticamente.
El rechazo que muchos de nosotros planteamos días atrás a raíz de las declaraciones de la Ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, por, entre otros motivos, su desprecio al trabajo docente y el llamado a la denuncia de los/as mismos/as, reaviva el debate sobre el “adoctrinamiento”. Cada tanto se instala la misma discusión, ya sea para perfilar futuros candidatas/os políticas/os, o porque expresa, tal vez, el supino desconocimiento sobre la formación de subjetividad. Sea cual sea el caso, me interesa plantear la debilidad teórica del “adoctrinamiento”.
Empecé este texto contando una historia personal. No creo que la historia personal sea válida para elaborar teorías políticas sobre el espíritu represivo de tal o cual partido político o gobierno. Hemos atravesado tantas historias distintas, singulares y colectivas a la vez, que cualquiera de nosotros puede decir que tal gobierno fue más autoritario que otro, y nunca coincidir. Los “contenidos” de la enseñanza son inestables, y la transmisión nunca es exitosa. Me interesan las historias singulares para pensar reflexivamente, tomarlas como un objeto de análisis que amplíe y no cierre el diagnóstico sobre los problemas que queremos instalar en la arena pública.
El adoctrinamiento como ¿teoría?
Paul Ricoeur mira las obras de Freud, Marx y Nietzsche: para el filósofo francés éstos son los “maestros de la sospecha”, porque nos enseñaron a considerar esa ficción del sujeto moderno que esconde, sin querer queriendo, las condiciones que lo constituyen. Suponemos que somos sujetos transparentes, coherentes, sin fisuras, que elegimos “libremente”. Freud nos enseñó a sospechar de la subjetividad, de la transparencia de nuestra conciencia: somos tal vez más irracionales que la racionalidad en la que nos gusta espejarnos. Marx a ver nuestro pensamiento como ideología, resultado del modo en que organizamos y distribuimos el poder económico: nuestro modo de pensar responde a intereses, solo que no lo sabemos hasta que lo problematizamos. Nietzsche nos enseñó a dudar de la cultura y la moral: nuestras buenas costumbres no son más que un invento “clásico” para hacernos parecer ordenados y equilibrados, pero solo nos mantenemos infantilizados siguiendo una estructura del bien y el mal a la que obedecemos sin cuestionar… hasta que lo hacemos. No hay sujeto transparente, ni sociedad ni cultura. Pero creamos la ficción de la transparencia, la continuidad, la coherencia de sí mismo.
El planteo de que la escuela adoctrina se para en ese supuesto. Alguien le dice al otro qué pensar, explícita e implícitamente, para crear hordas de militantes que solo obedecen ciegamente esas ideas, sus autores/as o líderes. Por lo general, como el escenario es el escolar, hay una diferencia etaria: el/la adulto/a le enseña al niño/a o joven, y al hacerlo le “lava la cabeza”. Suponer que hay alguien a “adoctrinar” y un otro que adoctrina es pararse no en lo que los maestros de la sospecha problematizaban, sino en lo contrario: aprendemos lo que nos “dicen”, hacemos lo que pensamos, formamos sujetos nítidos y transparentes, sin fisuras, somos robots adoctrinando a otros robots. El adoctrinamiento como teoría –si vale tal jerarquía- supone que alguien manda y otro obedece. Pero si incluimos algo de lo freudiano, lo marxista y lo nietzscheano en nuestra posición de enseñanza… ya sabemos, seremos acusados de mostrar que somos irracionales, que lo que pensamos es el resultado de las luchas de poder, que lo bueno y lo malo son invenciones culturales. Vaya subversión.
La manipulación del otro como pedagogía salvaje sigue operando en la discusión contemporánea. El movimiento “Con mis hijos no te metas” se expande en Latinoamérica, acusándonos a muchos de nosotros de propagar la “ideología de género” porque o enseñamos contenidos legalmente establecidos en el sistema (educación sexual integral, por ejemplo) o porque nos posicionamos desde el enfoque de género y los feminismos para mirar críticamente las relaciones y los saberes escolares, y proponer una relación con el conocimiento que no solo es apasionada, divertida y culturalmente relevante: es necesaria para hacer una sociedad un poco más justa, un poco menos violenta, un poco más vivible.
El sujeto que ellos suponen que nosotros “adoctrinamos” es insujetable, opaco, inestable –por suerte-. Quienes hemos estudiado la educación de las elites en la Argentina lo sabemos: los hijos nunca resultan ser “perfectamente” adecuados a lo que espera la cultura paterna (menos mal), y sino recordemos el proceso de conformación de la izquierda peronista en los 60 y 70, fuertemente conformada por los hijos e hijas de las elites económicas, aristocráticas y empresarias. O, como dice una divertida y sagaz colega: los “losers” siempre están allí, para no cumplir los mandatos paternos. Insujetables a la lógica escolar o a la lógica familiar (ya lo decía Durkheim hace poco más de un siglo). La idea de la “doctrina” como posición pedagógica y política supone un sujeto tabula rasa, que acepta acríticamente lo que le dicen en la institución escolar o universitaria. Infantilizamos a nuestros/as estudiantes.
Vuelvo a la escena inicial, para pensar la anécdota como caso: parte del equipo directivo de la escuela no estaba cómodo/a con la legitimación política del proceso de memoria, verdad y justicia que impulsaba el primer gobierno kirchnerista, les parecía que no era necesario, aunque tampoco estuvieran “en contra”. Pero sabían los lineamientos oficiales en cuanto enseñanza y sobre todo, sabían que los/as docentes no estábamos allí para adoctrinar - permítaseme el neologismo- lo inadoctrinable. Sabían que en nuestras aulas había debate, intercambio, circulación de la palabra y procesos de aprendizaje de esa diversidad polémica y apasionante, y así lo promovían. No hace falta ser de tal o cual partido para evaluar la teoría del adoctrinamiento como teoría inútil.
Sobre la escuela y la universidad como ámbito para la política
Llevemos el debate hacia la pertinencia del trabajo docente: si es válido que en las instituciones educativas se hable de política. Si las escuelas siguieran el planteo del “Con mis hijos no te metas” o el de la ministra, tendríamos miles de docentes denunciados, sometidos al escarnio público, por enseñar lo que no hay que enseñar. El mismo debate aconteció hace algunos cuando se trataba en el Congreso la ley de voto joven, que habilitó finalmente el voto optativo a los/as jóvenes de 16 años.
Entonces y ahora, se vuelve sobre la idea de que existe una enseñanza aséptica posible. Creo que no, pero veo en ocasiones la dificultad que muchos docentes experimentamos en torno, por ejemplo, a la bibliografía que seleccionamos en los cursos universitarios de grado y posgrado, y nuestras parcialidad que, por cierto, siempre es un riesgo si no asumimos reflexivamente nuestros posicionamientos y opacidades. Desde hace algunos años investigo y enseño sobre “educación privada”. Trato de que los textos que doy a leer en la universidad no sean de una sola posición teórica y de investigación sobre el tema. Para unos la educación privada es el monstruo a combatir. Para otros, es el signo de la modernización y actualización de la educación. Yo no estoy en el medio, y no me interesa estarlo. Entiendo que el mayor valor está en analizar esas perspectivas teóricas, reflexionar sobre la metodología con que se construyen esas interpretaciones. Trato de ubicar, como posición, las perspectivas de análisis que permiten problematizar ambos extremos de modo crítico. Por ejemplo, la perspectiva de derechos. Si en la Argentina la educación privada en los niveles obligatorios no fuera educación pública, no podríamos como sociedad, ni podría el Estado, regular lo que allí se enseña. Porque los niños, niñas y adolescentes escolarizados en escuelas privadas, y los/as docentes que allí trabajan, también son sujetos de derecho. Es mucho más que estar a favor o en contra.
No lo cuento por lo ejemplar. Sino por lo difícil de encontrar no posiciones neutras ni asépticas, sino posiciones reflexivas, éticas, que se hagan cargo de lo que se enseña, de los sesgos, y que permitan al otro, al otro sujeto, construir su propia posición sin todo el trabajo fatuo, inútil, de pensar que lo adoctrinamos.
La mirada pública sobre la trayectoria de Acuña se para sobre el mismo supuesto imposible: se resalta más que estudió en un colegio dirigido por un criminal nazi. Y no se mira con la misma “profundidad” que la ministra estudió luego en la Universidad Pública: es egresada de la carrera de Ciencias Políticas de la UBA. (Casi) siempre que un egresado de una universidad pública está en la función pública se da por sentado que ello es garantía de algo “bueno” ¿per se? En este caso restarle importancia a ese dato de su trayectoria sugiere que el “adoctrinamiento” que muchos/as ven en la Universidades Públicas ¿falló? ¿funcionó bien? Estamos discutiendo sobre el aire…
Y con la política, ¿qué hacemos?
Para la Ministra y para otros/as, hay muchos docentes que hacen política en las aulas. Como si estuviera sintonizada con el movimiento religioso integrista, repite “con los chicos no”.
Los/as estudiantes de las escuelas secundarias donde enseñé sabían a quién votaba. Yo terminaba sabiendo a quiénes hubieran votado ellos/as si en ese entonces hubiera habido voto joven. Eso no impedía nada y debo decir que producía mucho: polémica, intercambio, armaba parte del lazo social necesario para que algo del aprendizaje ocurriera. ¿Cómo sabían a qué partido político podía llegar a votar? En ocasiones me lo preguntaban, y trabajábamos sobre ello; en otras yo se los decía, y sometía ese “caso” (mi posición política) a debate, a la luz de los contenidos de ética, filosofía y ciudadanía. ¿Por qué resaltaba eso? Porque en la escuela, mayormente, se asumía que las familias integraban un electorado específico. Los “raros” éramos algunos.
Podemos mirarlo desde el lugar inverso. El posicionamiento o la militancia política era tácita en la escuela: si no hubiera habido docentes que “votaran” otra cosa, la “bajada de línea” (¿?) allí estaba, operando en silencio. Quienes trabajamos en la formación docente desde una perspectiva de género lo sabemos: los silencios están poblados de contenido. Pero aun así, esa “bajada de línea” espera lo que nunca va a acontecer: la doctrina como cuerpo de conocimiento que se adopta acríticamente.
¿Cómo debatimos sobre esto y por qué no estamos hablando de otra cosa?
Ubiquemos el “adoctrinamiento” como problema propio del campo de especialistas en educación, a ver qué pasa. Se supone que una doctrina nos lleva a ser ciegos y no marcar los errores. Hay un control implícito en el debate sobre los temas educativos, funciona para las posiciones más opuestas: si no te manifestás sobre x tema, estás siendo cómplice. Si te mantenés “en silencio” cuando hay determinado debate, declaración, etc., es porque lo avalás. Esa vigilancia es agotadora en el contexto de la radicalización del pensamiento político actual. Y el mismo opera en diversos niveles y desde los campos más opuestos de la vida política e intelectual. A algunos/as se los acusa de ser cómplices porque no se debate lo que tal o cual persona quiere que se debata. Otros/as, mientras tanto, impugnan a quien se manifiesta en apoyo de determinadas gestiones por haber sido parte de su gobierno, como si eso invalidara una opinión.
Entiendo los posicionamientos políticos y que bajo determinados gobiernos, algunos hagan críticas más públicas y fuertes, y otros lo hagan de modo más interno y “suave”. No me escandaliza, ni soy ingenuo. Me posiciono contra declaraciones persecutorias. Y me resisto a que me digan qué hay que debatir cuando se acusa al mismo tiempo de ideologizar… cuando todo lo está. Si no asumimos que ése es el punto de partida, difícilmente podamos “sentarnos” y reconocernos, como decía Habermas, como sujetos que pueden construir el espacio público.
Creo que eso nos serviría para que hablemos no tanto de los intelectuales y del campo universitario-académico, sino sobre los problemas que están instalados en el sistema en este año de pandemia: la primacía del discurso epidemiológico que impide que las autoridades piensen otros modos de escolarización; los mejores modos para aprovechar la pandemia y rehacer lo escolar… desde lo que los/as docentes pudimos hacer este año, lo que hicieron los niños/as, y adolescentes, y lo que lograron sobre todo las madres de los niños, niñas y adolescentes que asumieron esa tarea de asistencia educativa, y a las que ahora, además, se les quiere pedir que denuncien…
* Licenciado en Filosofía. Magister en Ciencias Sociales. Doctor en Antropología Social. Flacso-Conicet.