La ministra de Educación de la ciudad de Buenos Aires, Soledad Acuña lo ratificó: si bien está dispuesta a reconsiderar la verdad estadística de que los docentes son feos, pobres, viejos y malos, el hecho de que la escuela no es un lugar de militancia, de que en el aula “hay que enseñar a pensar” y “no decirle a los chicos y chicas qué tienen que pensar”, esas ideas-fuerza son innegociables.
Se puede ser ministro o ministra de educación y verter lugares comunes uno atrás del otro (¡enseñar a pensar!) Pero tener una visión del mundo, no. ¿Cómo enseñará a pensar Sol Acuña? Seguramente con latiguillos mediáticos como “con los niños ¡no!”. Por suerte, estas células militantes son “un pequeño grupo”, así que los mayoritarios padres y alumnos sanos, podrán prontamente identificarlos y extirparlos del cuerpo educativo, aunque si son tan minoritarios, ¿a qué tanto lío? Sol Acuña y su visión de la libertad como caramelito derretido.
Más allá de otras consideraciones laterales, o la especulación de si en definitiva este dispositivo retórico es la punta de lanza de la campaña electoral del año que viene, creo que la reacción a los dichos de Acuña han sido bastante tibios. Un poco, seguramente, por la sorpresa y la fatiga. ¿Otra vez a discutir si la educación pública es una caída en el infierno? ¿Otra vez la meritocracia que viene de fracasar cuatro años a marcar la cancha? ¿Otra vez tener que explicarles que la democracia, la política y el pensamiento no necesitan de una mayoría de edad? Creo también que algunas expresiones de rechazo, sobre todo en las redes, y lo digo con cautela y respeto, han quedado enredadas en la trampa narcisista consoladora: Sí, soy viejo, hippie, pobre y zurdo.
En este contexto un tanto disperso, la tapa de Página 12 sobre el pasado de Soledad Acuña como estudiante de un colegio que tuvo entre sus filas directivas al criminal de guerra nazi Erich Priebke, fue aprovechada por la derecha para abroquelarse en su auto defensa.
Los más lúcidos –entre ellos, la propia Acuña- ratifican que evitar las ideologías en las aulas, es irrenunciable. Y acá vamos: este pensamiento acerca de políticas, ideologías y militancias mancilladoras de las almas de les pobres niñes argentines, seres dormidos y algo pelotudos en el imaginario de un Sol para los niños, NO es del nazismo: mucho más cerca, más próximo y familiar, son ideas-fuerza de la última dictadura militar argentina, ese Proceso que no termina de disolverse en el aire de la derecha argentina por más maquillaje que quieran ponerle. Lo llevan no en su ADN sino en la parte que les tocó del inconsciente colectivo.
No hace falta remontarse a las huestes hitlerianas. La dictadura del 76 apelaba a los padres contra los “subversivos” que podían estar en las aulas, en las fábricas y los cuarteles. Especialmente en las aulas, porque lo que el enemigo interno quería atacar, el corazón, el núcleo duro, era La Familia. A falta de zoom, se infiltraba en los hogares a través de las aulas de todos los niveles educativos. Obviamente, uno de los vehículos de infiltración eran los profesores y maestros, los libros que daban a leer, los comentaritos que podían hacer en el aula. Por eso se apela al rol de los padres. A lo peor de los padres como institución, si se me permite llamarlos así.
Y no hablo de oídas ni hablo desde la columna de opinión: soy unos años mayor que Soledad Acuña, y si bien no tuve el gusto de formarme en el profundo humanismo de un colegio de Bariló, si pasé mi adolescencia educándome bajo la dictadura. Como chico y adolescente, estaba demasiado atento a todas las señales que venían del poder en términos de denuncia. Esos mensajes llegaban a través de la televisión, a través de las autoridades del colegio. A veces eran funcionarios militares que se apropincuaban en las aulas a dar alguna charla inocua sobre, por ejemplo, la Campaña del Desierto. Pero el problema era el mismo. Había docentes con ideología. Cuidado. Había estudiantes avanzados que estaban conectados con organizaciones subversivas. Cuidado. Había que estar atentos, vigilantes. Hablar con los padres. Por supuesto, si los padres a su vez no eran alguna clase de subversivos. Entonces llegaba el deplorable momento en que las autoridades educativas iban a dar curso a la antesala del infierno: el Ministerio del Interior. Y algo más: a los 17 años yo militaba, contra la dictadura y no contra Hitler, así que me fui deslizando de víctima a victimario en las coordenadas de Acuña, empezando a formar parte, precozmente, del “grupo minoritario”.
Soledad Acuña, Horacio Rodríguez Larreta, no advierten que, si bien la ciudad los revalidó en sus puestos, el país cambió. Que ya no está Patricia Bullrich para detectar enemigos en red, denunciar y encarcelar enemigos internos, denunciar terroristas imaginarios, reprimir la carpa docente, espiar a los estudiantes de los Centros de estudiantes o jóvenes militantes sociales, o sea, hacer las barrabasadas que hicieron entre 2016 y 2019. ¿Qué haría con las denuncias que los padres le harán llegar vía zoom? ¿Los interrogatorios serán presenciales? ¿Los hará Stornelli?
Hay tanta gravedad en este hecho que, como siempre que se trata del PRO de la ciudad, se revisten de una insoportable banalidad amarilla, que prefiero detenerme más o menos aquí. Agrego:
Sólo quise expresarme porque no soy ninguna clase de docente, y los docentes y los que no somos docentes nos equivocaríamos si creemos que este es únicamente un nuevo episodio de la eterna lucha entre los defensores de la educación pública y los que la desprecian porque es cosa de pobres gentes. Obvio que este matiz clasista está muy presente en los dichos y pensamientos de Soledad Acuña. Pero por alguna razón, sus ideas-fuerza, su plegaria, esta vez han ido demasiado lejos.
Expresan un malestar nuevo, que viene del fondo de la Historia, no del nazismo, pero que busca agitar un pedido de orden: los chicos al colegio, ¿dormidos?, no importa. Que nadie, nadie despierte al niño.