Murió Diego, qué más se puede agregar. Las palabras son un sinsentido, estas mismas palabras que se escriben ahora, también. Murió el mismo día que Fidel. Su guía, su “padre”, como lo llamaba poniéndolo en el mismo escalón de trascendencia que a su viejo, Don Diego. El 25 de noviembre quedará en la historia como el día que partieron ambos, con cuatro años de diferencia. El más grande futbolista de todos los tiempos con 60 años recién cumplidos. El líder de la Revolución Cubana en 2016 a los 90.
Maradona y Castro, Castro y Maradona, dos símbolos, ya mitos, que tienen reservado para ambos un lugar clave en la historia del siglo XX y lo que va del XXI. El futbolista comprometido con los problemas de su tiempo, que nunca olvidó sus orígenes, ni el barro en que modeló su personalidad, rebelde y contestaria, no asimilable para los cánones académicos. El líder carismático, el Quijote de la epopeya de Playa Girón, el revolucionario que aprendió de la derrota en el Moncada y venció en la Sierra Maestra en un mundo de revoluciones truncas o siempre soñadas pero nunca materializadas.
Fueron dos hombres que, como si se hubieran puesto de acuerdo en un guiño mutuo, caprichoso y cómplice, quedarán ligados para siempre por mucho más que una fecha. Por el cariño y respeto que se prodigaron, por la esencia generosa y desintersada de una amistad que trascendió las fronteras de Cuba y la Argentina. Una ligazón que incluye al Che Guevara, símbolo revolucionario de los pueblos que Diego llevaba tatuado en su brazo derecho, como a Fidel en su pantorrilla izquierda.
Se conocieron en La Habana en 1987 después del Mundial de México y cuando Maradona recibió el premio al Mejor Deportista Latinoamericano del ‘86. Una distinción basada en la tradicional encuesta de la agencia de noticias cubana Prensa Latina.
Se acaba de ir un grande, pero un grande de veras, el más grande futbolista de la historia en su dimensión mútiple, en su carácter de hombre con principios – y por supuesto contradicciones, ¿quién no las tiene?- que deja un legado, una marca indeleble en la historia del deporte mundial. Porque Diego siempre estaba donde un equipo argentino jugara, apoyando a quién fuera, sin importarle la disciplina en que se presentara el país. Desde Los Pumas a las Leonas.
Además de su perfil de gran deportista, Maradona le entregó una gran parte de su vida al compromiso con los oprimidos del mundo. En ese rol, fue incomparable tratándose de un ícono sometido a esa maquinaria que es la industria del espectáculo deportivo. Como personaje y más allá de una cancha, fue (es) el deportista más comprometido del mundo con las luchas populares, el antimperialismo y la Revolución Cubana. Su viaje en tren de Buenos Aires a Mar del Plata junto a los líderes latinoamericanos de entonces, su repudio al ALCA y a George W. Bush en la Argentina, lo acercan al legado de Fidel, su amigo, su segundo padre, el hombre que lo marcó como pocos, igual que Diego a todos nosotros.
El 16 de enero de 2015 le escribió la última carta al líder de la Revolución cubana desde Dubai. La editorial Acercándonos la reprodujo completa ayer. La relación estrecha entre ambos bien puede sintetizarse en una frase del máximo ídolo deportivo argentino: “Fidel, si algo he aprendido contigo a lo largo de años de sincera y hermosa amistad, es que la lealtad no tiene precio, que un amigo vale más que todo el oro del mundo, y que las ideas no se negocian”.
En la carta también le contaba que sentía “orgullo de ser portador, una vez más, de tu mensaje, de tu eterna amistad y de tu preocupación por los problemas del mundo”. La relación entre Diego y Fidel se mantuvo durante casi treinta años (1987-2016) y solo la interrumpió la muerte del comandante, su comandante, como lo llamaba también. Maradona vivió en la isla casi cinco años, entre 2000 y 2005, sometido a un tratamiento de desintoxicación de drogas. Uno de los lugares del mundo, junto a Villa Fiorito y Nápoles, que le marcaron en la piel y el corazón el ritmo circadiano a su personalidad indómita y plebeya.