Ofrecer “una experiencia de luz, arte y belleza en el entorno de cada persona, en estos tiempos tan difíciles donde los encuentros públicos son limitados y mucha gente está aislada”, es la expresa meta que persigue Rainbow AR según su autora, la genial Judy Chicago, artista feminista pionera que se inaugura así en las huestes de la virtualidad. Lo que antaño fue una performance in situ deviene ahora experiencia de realidad aumentada; vía aplicación gratuita, dicho sea de paso. Solo es necesario encuadrar con el celular y esperar que el espacio se llene de coloridas esculturas de humo (digital, de más está aclarar), a la par que suenan paisajes sonoros, grabaciones originales de la propia Chicago. “Una metáfora visual envolvente”, es como define JC a su último trabajo, que no surge por combustión espontánea: es una continuación de la serie Atmospheres que inició a fines de los 60s…
En el 68, más precisamente, al “inundar” una calle de Pasadena de etéreo humo blanco que “lo suavizó todo, y persistió la bruma, y más no fuera por un instante, el mundo entero se volvió femenino”. Una forma de protesta, de reclamar el espacio público para las mujeres, de plantar performática bandera feminista frente a “la escena artística machista del sur de California”, como ella misma remarcaría. Señala el New York Times que persistía entonces cierto arquetipo “cowboy” en movimientos como Land Art: hombres musculosos de jeans gastados que avanzaban hacia el horizonte con excavadoras, soldadoras y manifiestos. Intervenir los paisajes naturales en forma brusca, agresiva -en ocasiones, talando árboles, cavando zanjas profundas- era un enfoque que sentaba fatal a Judy, que prefería enfatizar la belleza natural, resaltar los contornos suntuosos y majestuosos del entorno sin hacer mella en el medioambiente. Así lo hizo en 1968, cuando llenó el Brookside Park de Los Ángeles de nubes anaranjadas. Y al año siguiente, cuando encendió sublimes olas de niebla púrpura en la playa de Santa Bárbara, que se mezclaron con el agua, elevándose sobre el océano…
Fue por esos días que mudó de nombre. Nacida Judith Sylvia Cohen, hija de un sindicalista comunista (perseguido por el macartismo) y de una bailarina, Judy se había casado a sus tempranos 20s con Jerry Gerowitz, que murió al poco tiempo en un accidente automovilístico. Como era costumbre, llevaba el apellido de su marido RIP, pero acabaría adoptando por mote su ciudad de origen. “Judy Gerowitz se despoja de lo que se le ha impuesto por dominio social masculino y elige libremente su propio nombre: Judy Chicago”, fue su aviso/bautizo.
En aquel tiempo, participó además de un taller intensivo ¡de chapa y pintura para coches!, única chica entre 250 tipos, que le permitió dominar la pintura en spray y experimentar con distintos colores. Algo que había intentado como estudiante de la Universidad de California, sin suerte: los profesores detestaban su paleta -marfil, rosa, turquesa y lavanda-, “¡todo tenía que ser ocre!”. También se metió de aprendiz en una empresa de pirotecnia, experimentando -por caso- con el teñido del humo de bengalas para dar rienda suelta a la “resonancia emocional de los colores” en sus disruptivas performances.
Chicago siguió la serie hasta mediados de los 70s, con performances efímeras, site-specific en desiertos, playas, montañas de California. Como en paralelo instaura el primer programa de arte feminista de Estados Unidos en el Fresno State College, invita a sus estudiantes a participar de Atmospheres: pinta sus cuerpos de verde, púrpura y naranja, y ellas se metamorfosean con la bruma, cual diosas en pleno ritual que honra a la Madre Tierra. Immolation, de 1972, con una mujer entre “llamas”, toma un cariz sacrificial, reflejo de la frustración que sintió Chicago en sus primeros años de carrera cuando cualquier guiño feminista era descalificado por colegas, por la crítica. “También es una referencia al satí, ritual por el que las mujeres eran empujadas a la hoguera en la India cuando sus maridos fallecían, incineradas en vida”, suma la artista que atraviesa años consagratorios (además de sucesivas retrospectivas, el pasado enero Dior le confió el diseño de carpa y pasarela para la presentación de su última colección haute couture).
En su día, trasladó Atmospheres a escenas urbanas, donde el sentido mutaba, orillaba el revanchismo. Judy hizo “arder” la fachada del Museo de Arte de Santa Bárbara con bengalas que dejaron marca permanente. “Parecía que estaba en llamas, ¡me encantó! Después de todo, los museos no eran precisamente hospitalarios con las mujeres…”, se relamía recientemente la díscola artista, autora de la quintaesencial The Dinner Party, una de las piezas más icónicas del arte feminista: a modo de banquete ceremonial, una mesa triangular conmemora a mujeres clave de la historia entre bordados, cálices y utensilios de oro, y platos con motivos de vulva y mariposa.
Abandonó Atmospheres por el elevado costo de cada performance, y solo la retomó en 2012 y 2015 por encargo de distintas instituciones, cubriendo los cielos de explosivas mariposas vía esplendorosos fuegos artificiales. Y ahora, en forma virtual, dicho está. En el ínterin, de todo como en botica: en su célebre litografía Red Flag, trabajó sobre una fotografía propia, que mostraba cómo retiraba un tampón en plena menstruación. En Birth Project, colaboró con cientos de costureras para subsanar la escasa representación del parto en el mundillo del arte. En Power Play, usó distintos medios para abordar la construcción de la masculinidad tóxica y el abuso de poder. En The End, a partir de cerámica, vidrio y bronce, propuso una meditación sobre la propia mortalidad y la trágica extinción de otras especies… En fin, apenas algunos trabajos de esta artista fundamental que, a los 81 años, sigue tan espléndida, irreverente y comprometida como el primer día.