Cuando dijeron por la radio que había muerto se me hizo un nudo en la garganta y mi mujer, que estaba a mi lado, se puso a llorar, como si fuera alguien de la familia. Y los borrachines que a veces acampan en la calle empezaron a gritar ¡¡Chauu, Diegooo!! con sus voces aguardentosas. Creo que hasta los perros del barrio empezaron a aullar a esa muerte monumental.
Siempre supe por qué lo quería y por qué lo odiaban. Empiezo por lo segundo: lo odiaban porque tenía el valor que muchos no tienen de ser libre, de no ajustarse a lo que todos le reclamaban, de ser siempre él a un costo bestial. Todos piensan que cuanto más arriba, más libre. Y es al revés, porque estar arriba te convierte en un engranaje importante de la máquina, no podés ir a destiempo, desajustar el paso, no ser un ejemplo, no podés cagarte en ser el espejo en el que todos aspiremos a reflejarnos. Los millonarios y los famosos cumplen esas reglas de casta. Los famosos están para eso. Y Diego los mandó a pasear a todos.
Y lo quería porque era imperfecto como un chico. Todos queremos a los chicos aunque son imperfectos. Se les va la mano, hacen picardías, y hasta algunas maldades, pero se les ve la verdad en la cara y son vulnerables. Los chicos son así, cuanto más malo, más vulnerable. A los pibes que viven en la calle les pasa eso. Son los seres humanos más vulnerables, pero se hacen malosos porque esa vulnerabilidad tan grande que los demás no tienen, los humilla y tratan de ocultarla.
El fútbol es un juego. Y el juego es la vida de los chicos, aunque lo juguemos también los grandes. Todo es un juego para los chicos porque es su aprendizaje. Y Diego fue el jugador más grande porque fue el chico más grande. Hay una foto de dos pibes en un potrero. Un adolescente llorando porque perdieron un partido o algo así. Y un Diego de once o doce años que trata de consolarlo.
Diego fue el chico más grande, tan grande que convirtió el juego en un enorme campo de rebelión. Como cuando les ganó a los ingleses después de Malvinas con dos jugadas hermosas y cuando hizo que los napolitanos (los “cabecita negra” de Italia) ganaran el campeonato que era monopolio de los rubios del norte. Sacó al Napoli del fondo de la tabla y lo llevó hasta la punta. Y cuando hacía el gol se abrazaba a la tribuna haciéndoles sentir que lo habían hecho todos.
Lo quise aún cuando anduvo perdido por la droga y rodeado de seres destestables que se aprovechaban de él. Y aunque no lo conocí personalmente, siempre creí, --imagino que lo mismo deben haber creído otros millones de personas-- que podríamos haber sido amigos. Somos diferentes, quizás por eso y por lo que decía antes: valoro al que madura sin matar al chico que fue.
Me meto en política, que es un tema que no quería tocar con relación a esta cuestión. Mucha gente de izquierda o progre lo ha criticado. Pero hay una foto donde está Fidel de pie que abraza a Diego y Diego que apoya la cabeza como un chico sobre el pecho de Fidel. Algunos dirán que Fidel lo hacía por oportunismo. Pero Fidel, que estaba más allá de esas demagogias, podía ver al chico que ese Diego ocultaba detrás de sus desarreglos. Lo entendía porque el que sabe ver eso, llega a la esencia de los pueblos, como nadie podrá negar que logró Fidel.
Parece una frase pomposa. Pero la mayoría de los argentinos lo estamos llorando y más que nadie esa tribuna colmada que llamamos pueblo. Es que el sistema quería que el astro Diego fuera un ex pobre domesticado, para que los pobres quisieran replicarlo. Y el espejo que hizo Diego reflejaba su esencia que es la del pibe de Villa Fiorito luchando con sus ángeles y sus demonios. En ese espejo, el pueblo se veía pueblo. Es como el peronismo: es como es. No como quisieran verlo o verse. Por eso en este país van de la mano.
Supongo que su último sueño, cuando el corazón del juego dejó de jugar, habrá sido su abrazo después del gol dedicado a esa tribuna que lo adoraba. Con los brazos abiertos de frente a nosotros que gritamos “Maradoooo, Maradooo”, “Diegó, Diegó...” Y será la despedida, algo que tuvimos la suerte de vivir y la tristeza de no vivirlo nunca más.