Desde hace varios años utilizo una frase de Diego Maradona para iniciar una clase sobre el ideal trágico en Nietzsche y sus aportes hacia una teoría estética, por cierto inexistente como tal. La escribo en el pizarrón mientras los alumnos se acomodan y no revelo el autor hasta ya comenzado el encuentro. La frase pertenece a ese rico universo de sentencias, podríamos decir fragmentos finamente dilatados de una vida plena de desbordes y embriagueces.
Disfruto del misterio silenciosamente, de las risas que provoca su lectura. Y hasta me atrevo a decir que esa frase pertenece a Diego Maradona, el segundo filósofo argentino más importante –el primero fue Macedonio Fernández, me gusta aclararlo. En tren de reflexiones y especulaciones nietzscheanas, digo que esa frase apuntala la idea de la necesidad del arte para hacer tolerable la existencia.
Lo volví a hacer este mismo miércoles, en un encuentro virtual de la materia Teoría Estética y Teoría Política de la UBA, apenas unas horas antes de que nos enteráramos de su muerte. Y burlándome un poco de las antipatiquísimas declaraciones de la ministra de educación porteña, Soledad Acuña, anuncié que lo que iba decir tenía una enorme “carga ideológica”: a Maradona bien podría caberle la poderosa idea del futbolista-filósofo-artista, aquel que está obligado a dar cuenta de esta necesidad que tenemos del arte.
El arte es siempre apertura a las profundidades del ser. La maravilla nos conecta por oposición con lo terrible y problemático de la existencia, con nuestro caos y absurdo. La fuerza o voluntad, en su imitación de la naturaleza creadora, contribuye así a la negación de la verdad a través del incesante devenir de apariencias.
Basta también con pensar la intensa vida de Maradona para dar cuenta de aquella antigua sentencia heraclitea: “no veo más que devinir” y que luego Nietzsche completó en su Geneología de la Moral: “no hay ser detrás del hacer, del actuar, del devenir”. Porque Maradona fue ese niño eterno que, por el mero placer de la existencia, construye para inmediatamente destruir castillos en la arena. Fue, como diría Heidegger, voluntad de poder, y un maestro en esto de emplear la fuerza como instinto creador. Maradona opuso así su arte, pagano sí, embriagado, como no podría haber sido de otra manera, frente a otras tantas formas de la existencia que deprimen fisiológicamente: la moral, la ciencia, la religión, la política.
A su modo, acaso como pudo, a los empellones, Maradona fue plenamente consciente de esa necesidad del arte para el común de los mortales. Y nos dio lo mejor de sí, de sus bondades y de sus manías. Y por eso fue artista, sobre todas las cosas: creador de jugadas indelebles, de alegrías dionisíacas, de frases y sentencias tan vigorosas y explosivas como su propia gambeta. Genio del fútbol y del engaño, Maradona nos regaló todo tipo de ilusiones, ficciones que fueron, son y serán, condición fundamental de nuestras vidas. Lo agradecemos profundamente.
Como la rosa nietzcheana, Maradona no sólo nos mostró el esplendor de su gloria, sino que también dio cuenta de que para que ésta fuera posible había que atravesar un tallo espinoso. “No hay superficie bella que no esconda una profundidad horrible”, decía el filósofo de Basilea. Maradona fue también un hombre trágico, y como él todos y todas los somos a nuestro modo, en nuestra propia medida.
“A veces me agarran bajones, pero pongo El Chavo y se me pasa todo”. Esa es la frase de Maradona que elijo, que vuelvo a elegir cada año. Esa es la frase con la que Maradona, el nuestro, el Pelusa, nos advirtió sobre su propia necesidad de arte, de ficción, de ilusión, para convertir la nausea en un estimulante para la vida.