Cerrar los ojos y ver millones de imágenes del hombre al que amamos. Diego sacando pecho. Diego hermoso. El brillo de sus ojos que nunca se apagará. Diego corriendo y esquivando muñecos, inventando la magia. Diego llorando por ser segundo, en 1990. Él sabía lo que quería: la gloria o nada. Diego el que nos llevó a la cima con sus goles y el que nos hizo sufrir con sus desvaríos. Ni siquiera tenías que saber de fútbol, con disfrutar de su andar por la cancha tenías la alegría garantizada. Diego contra el ALCA.

“Le dio las mayores alegrías al pueblo trabajador”, dijo desconsolado un hombre, en la Bombonera. Cómo olvidarlo.

El gol quedó pegado en la piel. No hace falta volver a verlo, aunque sea tan fácil como buscarlo en Youtube. Está en la memoria para siempre, con sólo cerrar los ojos. Esa apilada, la mejor de todas, la que nos dio una revancha simbólica en 1986, el año en que todo parecía posible para nosotres.

Diego, con vos se van mis 16 años, vividos en plena primavera democrática. El festejo de aquel Mundial fue una felicidad inesperada. Te discutían y los rendiste a tus pies.

Con vos se van las esperanzas de 1990, otro año bisagra. Con vos se va esa tonta seguridad de que sólo vale ganar, como sea. Con vos se va ese dolor del subcampeonato que fue también el preludio de años negros por venir.

Con vos se va 1994. Diego sale con la doctora de la cancha. En ese momento fatídico, saca la lengua para la cámara. Cuando el resultado del dopping fue positivo, yo –que tanto lo amaba—sentí que no cabía tanto dolor en mi cuerpo. Hacía pocos días se había muerto mi mamá, y a vos te cortaban las piernas.

Enseguida llegaron las patrullas de la responsabilidad y la creencia en un hombre unidimensional, siempre consciente, siempre en dominio de sus actos, para decir que te lo buscaste. El universo de quienes no te perdonan lo que fuiste, tu inmensa complejidad.

Diego, el fútbol. Acá corresponde dejar que hablen quienes saben. Las compañeras que juegan al fútbol y lo aman, y que lo están despidiendo mejor. Sólo decir que fue por Diego nos hizo saber –al menos a mí- que el fútbol podía ser alegría y dolor, en dosis insuperables.

Diego rebelde. Diego el que hacía política sin muchas teorías: con Chávez, con Fidel, con Cristina. Diego el mejor espejo de cada época que le tocó vivir.

Diego, siempre villero. El Diego que nos enseñó que la dignidad no se mendiga. Nunca se equivocó en eso: él siempre fue de Villa Fiorito. En el potrero, en una vida que tributó a su origen. Siempre será.

Y así, con esa mirada desafiante, se paró frente a la FIFA. Les dijo que ese negrito no era un muñeco para sus intereses. Les dijo que si les gustaba que fuera único en la cancha, no se las iba a hacer fácil afuera.

Diego demonizado. Lo cuestionaban porque jamás se dejó domesticar.

Diego rebelde, Diego nuestro.

Diego de mis contradicciones.

Te defendimos en cada conversación porque vos representabas el subsuelo de la patria, sublevado. Y sé que Raúl Scalabrini Ortíz no se va a ofender. Te cansaste de meter las patas en la fuente. Tu presencia en la cima del fútbol mundial era la revancha de millones. Y vos lo sabías, lo hacías, lo llevabas al máximo.

Diego el que te hacía dejar todo para mirarlo. Diego carisma.

Diego, el hombre que amamos. Y al que un día empezamos a dejar de perdonar. No podíamos ignorar sus hijos no reconocidos. No nos convencía su asunción tardía, era un nuevo gesto del patriarca, el que diseminó mil hijos. 

No podíamos seguir haciéndonos las tontas con su violencia. No eran sólo frases que nos incomodaban, todo él se constituía en aquello que combatíamos. Diego encarnaba eso que se esperaba de él: la potencia extraordinaria de lo masculino dentro y fuera de la cancha. Diego el más macho. Acá no hubo rebeldía.

Diego: el patriarcado se va a caer y con tu altar no sabemos qué hacer.

Ningún altar.

Diego, la Tota, la Claudia. Esas mujeres que fueron mucho más que eso, pero él congeló ahí, sosteniendo los pilares de la masculinidad que cuestionamos. La que queremos desarmar. 

A Rocío Oliva no la dejaron entrar a despedirte. El peligro de ser mujeres a tu alrededor, siempre orbitando tu poder. La fascinación y el dolor como dos caras de una moneda que queremos fundir para hacer otra cosa. La familia como lugar de legitimidad que Diego reforzó tantas veces, en cada frase.

Diego vos sos eso, el macho alfa. Ese hombre que ya no queremos. Diego, cómo ser feminista y llorarte.

Diego, no puedo dejar de pensar en vos.

¿Qué hacer con este dolor? Sí, Diego, fuiste misógino, violento, maltratador. No lo puedo ignorar, y sí que me importa. Pero fuiste tanto más que no sé qué hacer con eso. Sólo llorarte, como te llora un pueblo. Y soy parte de ese pueblo.

Una señora se sienta, desconsolada, con su hijo de 8 años, en la puerta de la Bombonera. Llora. Habla de Diego y dice: “Siempre fue el mejor y así se va a morir”. Porque Diego no se murió.

Pobre de quien ni siquiera se haga una pregunta ante el dolor del pueblo.

El miércoles fue un día de mierda. No era posible que Diego se fuera. La primera noticia, y el ruego para que fuera mentira. Intuíamos que podía ocurrir, que sería prematuro, porque en sus 150 vidas, hubo excesos para tantos otros cuerpos y él tenía sólo uno.

Fue extraordinario pero, qué difícil aceptarlo, demasiado humano. Tan humano que se murió. Lo supimos eterno y así será. No lo indica un decreto, no lo sentencia la academia. No lo decidiremos nosotres.

Lo dicen los ojos llorosos de la gente en la calle, lo dice el inmenso silencio de un país que duela la muerte del hombre que también fue un sueño.

El dolor alrededor es también por algo propio se perdió para siempre.

Diego el único.

El 30 de octubre, el día que cumplió 60 años, unas cuantas compañeras enlazaron al feminismo con el amor a Maradona. Otras tantas pontificaron que “no se puede ser feminista y reivindicarlo”. El River-Boca de cada día. 

Como tantas otras veces, hay una ancha avenida para los matices. Y para maravillarse con los feminismos que se sacan los corsés para pensar como se les canta. Porque muchas de las futbolistas transfeministas que hoy se organizan en el deporte más patriarcal, reconocen una inspiración en Pelusa, y se alimentan de ese fuego que el 10 atizó. 

Diego un día se murió. Se llevó nuestro amor incondicional de entonces, el divorcio de hace algo más de una década. Se llevó todo lo que generó en un mundo que lo amó por lo que hizo y del que lo odió por lo que representaba. Nos dejó las contradicciones. Y este nudo en la garganta imposible de desanudar. Hasta siempre, Diego. No habrá ninguno igual.