Quien haya estado un tiempo fuera de la Argentina, lo sabe. Siempre hay alguien que aunque no te vio nunca, de pronto, te reconoce. Te nombra en forma de pregunta: “¿Argentina?” y cuando respondés que sí, te dice tu apellido con signos de admiración: “¡Maradona!”. Volvemos a decirle que sí, que somos. El extraño se alegra de saber algo de un país condenado a que no se sepa nada, y nos arroja nuestra identidad como una ofrenda: ¿Argentina? ¡Maradona!
Y aunque jamás le diríamos a un francés “¡Edith Piaf!, ni a un inglés ¡Los Beatles!, ni a un italiano ¡Sofia Loren!, nos miramos en el espejo que nos da. Y allí estamos. Como nos ven nos tratan. Una ráfaga de comunicación incierta corre entre el extranjero que somos y el extraño que nos mira. ¿Qué nos quiso decir? La enumeración de significados, entre la admiración, la conmiseración y la sospecha es tan compleja que volvería loco al algoritmo del sentimiento patrio: que venimos de muy abajo, que es un milagro que estemos donde estamos, que somos el mejor del mundo, el 10, un dios drogadicto, la estrella del Napoli, la locura lujosa de Dubai. Los que te salvamos el domingo, los que te evadimos los impuestos, que no reconocemos a nuestros hijos, que le ganamos a los ingleses, que le hicimos trampa a los ingleses, que nos rompieron las piernas, que somos la mano dios y que tal vez por eso nadie nos da una mano y no tenemos dios que nos salve.
Soy de esas futboleras que gritan que son de Boca y que solo miran partidos en los mundiales, por eso, cuando me dicen Maradona pienso en las únicas tres imágenes que tengo. La de los 5 ingleses derrotados; el gol con la mano en el mismo mundial del 86. La tercera, quisiera borrarla. Durante años la mano mulera estuvo en discusión. ¿Fue o no fue? Hasta que él mismo nos confirmó entre líneas lo que la cámara registraba, se mantuvo la incógnita. La efedrina en sangre pudo haber sido un error médico o una maldad de Havelange. Quién sabe. Maradona, siempre a la vista sin embargo es un misterio que sólo él puede develar. Una palabra suya bastará para ¿sanarnos? El día de su muerte, los canales se resistieron durante unos insólitos minutos a dar la noticia ya confirmada. ¿Esperarían su desmentida? ¿Una definición por penales?
Su trabajo era jugar, pre rogativa de las infancias. Y nuestra parte consistió en palpitar los mundiales como guerras sin sangre, hacer como que no murió nadie en las Malvinas porque esas piernas fueron más rápidas que las armas sofisticadas de los ingleses. Jugar a que ganamos.
Cuando estoy fuera del país y me dicen ¡Maradona! también me avergüenzo de mi país y de mi. Me recuerdo saltando la argentinidad como una idiota en las calles del Mundial 78. Maradona no estaba ni en el banco todavía, Menotti había considerado que era muy joven, que no estaba emocionalmente preparado. Yo era un poco más chica y tan inepta emocionalmente como el para crecer y vivir en dictadura. La tercera imagen no se borra. Es la de la enfermera, el ángel exterminador que luego del partidazo frente a Nigeria en el Mundial 94 lo saca de la cancha de la manito como si lo estuviera invitando a jugar a otro cosa. Quiero asesinar a la enfermera, pienso. Revisar las reglas, romperlas en nombre de una lógica de la alegría, de un bien que se escapa de la norma. Puedo ser de lo peor, reconozco. Defender el error, la caída.
No estoy sola. En este momento, en Buenos Aires, una multitud sin barbijo y sin distancia despide a Maradona por fuera de protocolo. El mismo gobierno, que durante estos meses de pandemia ha restringido el número de sufrientes que pueden despedir a sus muertos, no tiene opción con Maradona. Explota todo, la lógica se desborda. Tres días de duelo. Velatorio en la Casa Rosada. Y la infancia argentina sale a la calle a jugar que la pandemia no existe. ¿A jugarse la vida para despedir a quién? ¿Argentina? ¡Maradona! La figura nos mira desde el espejo.
Cuando estás lejos, casi siempre pasa, el extraño que cree haberte reconocido, se envalentona y agrega desafinando: “No llores por mi Argentina”. ¿Qué nos quiere decir? En general, le respondemos con una sonrisa educada, sin ánimos de aclarar que esa frase no es de Eva Perón sino del británico Tim Rice. Evita dijo otra cosa: "Soy demasiado chiquita para tanto dolor". Y en el discurso final, dijo algo más que, Maradona vivo o muerto de por medio hay quienes todavía jugamos a creer: “Yo sé que Dios está con nosotros porque está con los humildes y desprecia la soberbia de la oligarquía”.