Yo en la cuna, Diego en el placard. La cuna y el placard eran buena parte del escueto mobiliario del departamento en el que mi mamá y yo -que tenía 11 meses- vimos uno de los partidos más importantes de la historia futbolística de nuestro país. Fue el 22 de junio de 1986. Después de ese partido a mi mamá le quedó el cuello duro de mirar para arriba, la tele diminuta, blanco y negro, estaba metida en el placard que llegaba hasta el techo. A ella no le gustaba el fútbol pero se emocionaba con los mundiales. Dice que dormí los 90 minutos y me desperté para festejar sin saber que había sido tocada por un hechizo cósmico que me condenaría a ser futbolera por el resto de mi vida. Aunque durante largos años ese conjuro iba a seguir en el placard. Porque mientras Diego seguía desplegando su magia en el césped de los estadios de todo el mundo yo casi nunca lograba jugar. Había que colarse en la cancha con primos que te sacaban carpiendo, aguantar las cargadas en el recreo si te querías fugar del handball y del voley para ir a patear una pelota.

Encontré un refugio para compensar la incongruencia de ser futbolera y no poder jugar al fútbol: me encerraba en la habitación a escuchar los partidos en la radio, pedía camisetas de regalo, leía el suplemento deportivo y por sobre todas las cosas, fantaseaba con una habilidad que tenía para jugar pero que nadie iba a poder ver nunca porque yo era mujer. El hechizo fue tan grande que, ya cerca de la adolescencia, estaba convencida que si hubiese sido varón, yo hubiese jugado como Maradona. Para ese tiempo el mago del placard era el mejor jugador del planeta, y la futbolera solo era una nena que sabía mucho de fútbol y que llenaba las paredes de fixtures esperando el día en que otro partido del Diego le perfeccionara el hechizo defectuoso.

El encantamiento duró hasta pasada la adolescencia que es más o menos cuando salí de otro placard. Mientras yo me encontraba con lesbianas a las que les encantaba el fútbol, Diego trataba de regenerarse las piernas que le habían cortado. Nuestro hilo mágico entonces se cortó: dejé de mirar partidos, ya no me gustaban las camisetas y me olvidé que era de Boca y también de Maradona. Fui feliz con quienes compartíamos una historia en común, de hechizos con fallas y de liberación de placares. Nos pusimos a jugar mucho para ponernos al día. Dejé de contar el tiempo entre el inicio y el final del torneo de primera división y me olvidé de los nombre de los jugadores de la selección. Ya no quería jugar como Maradona, quería que las pibitas pudiesen jugar en el potrero del barrio como él, lejos de la clandestinidad de la radio en la oreja encerradas en una habitación.

Me hice (con otres) futbolista feminista, me sacudí el entumecimiento acumulado por esa manera de jugar furtiva. Hicimos equipo, nos organizamos para imaginar partidos, cuestionamos cómo se construyen los ídolos de la masculinidad, la autonomía de los cuerpos, el género, las instituciones que hegemonizan el deporte, la competencia, el capacitismo y el éxito. Nuestro hechizo es encontrar la cancha en la que podamos jugar todes. Y también discutimos sobre Maradona, lo hicimos un millón de veces: la cultura del putero, la idolatría, los privilegios, la clase social, la violencia machista y la familia. Algunas veces nos terminábamos aburriendo, habían quienes lo amaban, a quienes les daba un poco igual y quienes, como yo, lo metíamos en el placard.

Hoy Maradona me queda lejos, sin embargo me hago cómplice de una tristeza común, de quienes lo amaban, de mi mamá que también participó del hechizo y de un montón de feministas que hoy lo lloran. Frente al ritual de su muerte pasaron algunas horas hasta que los restos del hechizo defectuoso volvieron a mí como cenizas en el viento y me parece ver en sueños la tele chiquita, a él como si fuese de otro planeta y a mí en la cuna haciéndome futbolera. Por esa magia te despido, Diego, derramando lagrimitas fuera del placard.