Fue uno de los grandes compositores del siglo XX, pero tuvo la mala fortuna de compartir su camino con otros dos grandes compositores del siglo XX. Escribió páginas de oro como “Taxman”, “Something”, “Don’t Bother Me”, “Within You Without You”, “Here Comes the Sun”, “I Want To Tell You” y “While My Guitar Gently Weeps”, pero en cada disco debía tolerar ser derrotado en las luchas de poder. El 27 de noviembre de 1970, con el amargo sabor del final de The Beatles impregnándolo todo, George Harrison se sacudió todas las mufas, se sacó una significativa foto rodeado por cuatro enanos de jardín y le anunció al mundo que al fin no tenía que pedirle permiso a nadie para mostrar sus canciones. Había nacido All Things Must Pass. Había nacido el PosBeatle.
George Harrison tenía 27 años.
A cincuenta años de su edición, Todo debe pasar luce algo atado a su contexto temporal, pero aún así sigue siendo el mejor de los primeros lanzamientos de los Fab Four tras el huracán que se los llevó puestos. Ocurre que Harrison corría con ventaja: allí donde McCartney y Lennon habían mostrado tanto que debían apostar a algún tipo de renovación compositiva y sonora, George tenía el campo abierto para lanzar a jugar sus temas. Aunque prefirió no convertirlo en queja recurrente, Harrison dijo alguna vez que ya en el White Album empezaron desestimarse composiciones que eran superiores a algunas de sus compañeros que sí quedaban en la lista final. Baste decir que “All Things Must Pass”, nada menos, fue rechazada de plano por la legendaria dupla Beatle. “Isn't It a Pity” y “Art of Dying” eran rebotadas de manera consistente desde 1966.
El disco de 1970 no fue el debut de George –antes estuvieron los experimentales Wonderwall Music y Electronic Sound, del ’68 y ‘69-, pero bastó que escuchara a Paul anunciando su intención de dejar la banda para poner manos a la obra en lo que consideraba su auténtico debut solista. En ello hubo una precuela que involucró a otra figura esencial, situada del otro lado del Atlántico. El camino que llegó hasta The Traveling Wilburys se inició con un viaje de Harrison a Estados Unidos a fines de 1968. Con un espíritu ensombrecido por la acritud de las sesiones del Album Blanco, George encontró en la casa de Bob Dylan en Woodstock un refugio, un nuevo socio, otra mirada sobre la dinámica entre músicos. La relación entre Dylan y The Band fue el atisbo de otra forma de hacer las cosas. La consecuncia casi lógica fue que All Things Must Pass abriera con “I’d Have You Anytime”, una colaboración entre George y Bob.
Pero en lo que terminaría siendo un album triple –dos de canciones y uno compuesto por zapadas libres en el estudio, mayoritariamente instrumentales- intervinieron varios otros jugadores que aportaron su peso específico. Por cuestiones contractuales, uno de ellos debió esperar unos cuantos años hasta que la edición británica mencionara su nombre, de alto octanaje en la industria: Eric Clapton, cuya aparición en el White Album para "While My Guitar Gently Weeps" fue uno de los pocos triunfos que Harrison pudo apuntarse, fue una de las presencias deseadas en Abbey Road, parte de una banda más o menos estable en la que lucían el bajista Klaus Voormann y el mismo Ringo Starr; solo hacia el final de las sesiones Clapton empezó a convertirse en un fantasma, acosado por la adicción a la heroína y el sentimiento de culpa por haberse enamorado de Patti Boyd, la esposa de George.
Más allá de esos nombres, en All Things Must Pass hay tal desfile de músicos denotados que durante mucho tiempo se especuló que por el estudio también habían pasado Rick Wright de Pink Floyd (que no grabó en el disco) y el mismo Lennon, que solo pasó de visita junto a Yoko Ono y tuvo una fría recepción de su ex compañero. Pero la lista sí incluyó a personajes como Bobby Keys –saxofonista estable de The Rolling Stones-, Peter Frampton, el baterista de Cream Ginger Baker, Billy Preston, Jim Gordon –baterista de Derek and the Dominos- y hasta un Phil Collins pre-Genesis tocando unas congas que quedaron fuera del mix final.
Ahí está otra clave del disco cincuentenario: quién estaba a cargo de balancear a todos esos músicos y la pequeña multitud de sesionistas que aportó a las canciones de George. Por convencimiento de sus virtudes, por búsqueda sonora y también por cierto espíritu de revancha, Harrison embarcó en el proyecto a Phil Spector, archienemigo de McCartney que le dio a All Things Must Pass el tratamiento que lo hizo célebre en el mundo de la producción. Capa sobre capa de “Pared de sonido”, el pistolero le dio al disco ese aspecto sonoro de catedral, grabando toma tras toma de guitarras, doblando las voces, agregando percusiones y vientos, teclados y órganos. Al igual que Clapton, Spector no llegaría hasta el final del proceso: acostumbrado a trabajar embebido en alcohol, el productor se cayó en el estudio, se quebró un brazo y volvió a Los Angeles dejándole a Harrison la tarea de la mezcla final.
Lo que George fue volcando en su disco es una suerte de cocido del fárrago de influencias, vivencias, conclusiones que se producían en ese giro de su vida en el que la banda más famosa del planeta empezaba a ser historia. Si el contacto con Clapton y Dylan lo hizo reencontrar con la guitarra tras un buen tiempo concentrándose en el sitar, su pase del campamento del Maharishi al budismo y los hare krishnas imprimió también buena parte del aire místico que emana de All Things Must Pass, y que encontró su expresión más rotunda en el tema más exitoso, que hizo palidecer un poco de envidia a sus ex compañeros: una perla perfecta llamada “My Sweet Lord”, que impulsó al disco al primer lugar de los rankings en Inglaterra y Estados Unidos.
Como en varios otros pasajes, en “My Sweet Lord” George atrapó la atención de todos con la guitarra slide que solo asomaba de vez en cuando en The Beatles y que –otra forma de revancha- caracterizaría años después al arranque de “Free as a Bird”. Pero él mismo lo dijo en una entrevista de 1992: “No tuve muchas canciones en los discos de The Beatles, con lo que hacer un disco como All Things Must Pass fue como ir al baño y dejar salir todo”. No parece una alegoría muy sensata, pero lo cierto es que el album supo abrir varios panoramas, recorrer múltiples terrenos, confirmar lo que muchos críticos de la época señalaban desde la primera vez que escucharon “Something”: George ya no era “el pibe” del cuarteto liverpuliano. Podía lucir frágil en la perfecta balada “Isn’t It A Pity” (el supuesto “lado B” del single “My Sweet Lord”) o monumental en “Let It Down”, delicado en las cuerdas de “Behind That Locked Door”, deliciosamente melancólico en “Beware of Darkness”, furiosamente rockero en “Wah Wah”, dylaniano en “Apple Scruffs” o, sí, beatlesco en “Ballad of Sir Frankie Crisp (Let It Roll)”. Su universo se expandía en múltiples direcciones.
Y había ahí, claro, algún pase de factura. Aun faltaban tres años para la acidez del “Sue Me, Sue You Blues” de Living in the Material World, pero en 1970 George ya tenía algunas cosas para decir. Si “Apple Scruffs” refería a las pequeñas multitudes que se agolpaban fuera de Savile Row con la esperanza de tener un mínimo contacto con sus dioses musicales, “Run of the Mill” apuntaba a lo que sucedía dentro de esas mismas oficinas. En el grupo ya existían tensiones musicales, profundizadas por el llamado a Spector para rescatar las sesiones de Get Back. La pulseada por quién pondría orden en el caos financiero que sobrevino tras la muerte de Brian Epstein agregó asperezas: es sabido que Lennon, Harrison y Starr impusieron su voto por Allen Klein sobre Lee Eastman, pero fue una victoria pírrica. Apple era un festival del desconcierto, una fuente permanente de nuevas discusiones que terminó de agriar lo que apenas unos años antes era amistad y compañerismo; George transformó la pena por esas relaciones estropeadas en ese momento crepuscular del disco. “Todos pueden elegir cuándo elevar la voz o no / Sos vos el que decidís qué camino vas a tomar / mientras sentís que nuestro amor no te concierne / Sos vos el que decide / Y nadie más”.
Lanzado el 27 de noviembre en Estados Unidos y el 30 en Inglaterra, All Things Must Pass fue recibido con una aclamación casi unánime. El dato nunca fue debidamente confirmado, pero varias fuentes cercanas señalaron que a Lennon no le cayó nada bien la foto de los enanos de jardín en la casa de Friar Park. Entre ese Harrison de botas de trabajo rodeado de gnomos y el título de que “todo debe pasar”, John vio referencias demasiado directas a heridas que aún no paraban de sangrar... aunque él mismo cantara poco después invectivas algo más crueles en sus obras. De cualquier manera, el tiempo haría su trabajo, y de hecho los dos se reencontrarían en el estudio en 1971 para Imagine.
Para Harrison, también, el camino recién comenzaba. No todos sus discos sonarían tan inspirados como el que ofició de destapador a su proceso compositivo, pero el historial del Beatle Tranquilo supo dejar varios hitos que confirmaron su importancia en la historia de la música contemporánea. Ni siquiera le quitó lustre el sonado caso de plagio de “My Sweet Lord” a “He’s So Fine” de Ronnie Mack, en el que un jurado determinó que la copia había existido pero la consideraba “inconsciente”... lo que no evitó un millonario pago de resarcimiento en 1976.
Por esos caprichos de la cronología, el medio siglo de All Things Must Pass llega en combo con el 19° aniversario de la muerte de George, el 29 de noviembre de 2001. En abril de 1979 dio una de sus contadas entrevistas, a la edición estadounidense de Rolling Stone: "Básicamente, me siento afortunado de haber entendido cuál es el objetivo en la vida. No tiene sentido morirse habiendo atravesado toda tu vida sin saber quién sos, qué sos, cuál es el propósito de la existencia. Y eso es todo". Luego de atravesar un frenesí incomparable y sobrevivir a ello, después de soportar el peso de compartir cartel con dos de los compositores más talentosos de la era, George Harrison entendió que la vida se impone, que todo pasa pero también queda, en la forma de canciones que siguen mejorando la existencia de la gente. Aunque pasen cincuenta años.