"Mirar el río hecho de tiempo y agua

  y recordar que el tiempo es otro río,

  saber que nos perdemos como el río

  y que los rostros pasan como el agua."

 

Jorge Luis Borges: "Arte Poética"

 

Son dos fotos antiguas, en blanco y negro. En la primera, un hombre joven, vestido formalmente con saco y corbata, dirigiendo sus ojos hacia un no visible papel que debe estar apoyado sobre la tarima frente a la que se halla, y en la que se apoya un micrófono, lee algo. El texto de una conferencia, acaso.

En la segunda, un auditorio escucha, atento, al hombre que lee en la otra foto. Así como en el primer caso la cámara ha tomado solamente al hombre, en este la cámara toma solamente al auditorio, donde se encuentra un conjunto de personas sentadas en sucesivas filas de sillas.  En la primera, y en el lugar más próximo de los que la foto registra, alguien mira hacia abajo, como si necesitase evadir la visión del orador para poder escucharlo. El resto de las personas, ubicadas en los otros lugares que ofrecen las filas de sillas, mira por el contrario atentamente al orador, como si estuviesen cautivadas por una palabra que no puede oírse desgajada del rostro de quien la profiere. Parece, de tal modo, un auditorio fascinado por lo que ese hombre dice.

Las dos fotos, así, se leen como dos imágenes de un mismo fenómeno, o dos caras de una moneda única. Fueron tomadas por separado ‑seguramente‑ por comprensibles razones de encuadre. Pero no pueden mirarse separadamente, ya que cada una remite, de forma inexorable, a la otra.

 

 

 

Las fotos fueron tomadas, probablemente, en mil novecientos sesenta y seis, en Rosario, aunque no hay registros que daten las circunstancias de su realización. Estaban en poder de Laurence, la viuda de Juan José Saer, que es el hombre que aparece hablando en la primera foto, quien las hiciera llegar a Martín Prieto para que fuesen exhibidas en la muestra "Conexión Saer", que habrá de inaugurarse el próximo doce de abril en el museo Rosa Galisteo de Rodríguez en la ciudad de Santa Fe.

Se trata, entonces, de un singular testimonio, que da cuenta de una intervención de Saer en el ámbito de lo que podríamos llamar, no sin ironía al utilizar una expresión propia de la jerga académica, el campo intelectual rosarino. Es sabido que, por aquellos años Juan José Saer, Juani o El Turco como lo llamaban sus amigos, estuvo fuertemente ligado al medio cultural local, y que había vivido por un tiempo en Rosario, donde estableció amistades imperecederas, con poetas como Aldo Oliva, Rubén Sevlever o Rafael Ielpi,o académicos como Adolfo Prieto, María Teresa Gramuglio y Nicolás Rosa.

Sin embargo, podríamos decir, haciendo un pobre juego de palabras, que en ese momento que la foto registra Saer aún no era Saer. Y no sólo porque no había logrado todavía el reconocimiento por parte de la crítica y del público lector que llegaría bastante después, sino porque su literatura no había alcanzado la dimensión, la potencia y la riqueza poética que habrían de caracterizar, de manera definitiva, a su obra.

Porque por aquellos años Saer cultivaba una narrativa que seguía apegada a modos mucho más convencionales del relato realista. Y sería recién en mil novecientos sesenta y siete, tan sólo un año después, pero en un momento de todas formas futuro, cuando se produciría el quiebre que lo llevaría a una escritura que porta todos los rasgos propios de una poética que hoy cualquier lector podría reconocer: la publicación de su relato "Sombras sobre vidrio esmerilado", que abre su libro "Unidad de Lugar".

 

La segunda foto posee un significado biográfico notorio para quien escribe estas líneas, ya que su imagen allí está presente. Es la imagen de un joven de dieciocho años, que había ingresado ese año a la Facultad de Filosofía de Rosario para estudiar Letras.

Vista retroactivamente, cobra un sentido premonitorio, en primer lugar por las personas que lo rodean, puesto que a su lado está Adolfo Prieto, que sería no sólo su profesor sino además el director de su tesis doctoral muchos años después. Al lado de Prieto está una querida amiga y compañera de estudios, Ana María Gargatagli, posteriormente investigadora y profesora en Barcelona, y junto a ella Elio Masferrer, quien se convertiría con los años en un importante profesor de antropología en México. Detrás se encuentra Rubén Sevlever, uno de los más destacados poetas de Rosario, y tras de él ‑de pie‑ Juan Carlos Chiaramonte, reconocido historiador.

Se trataba, sin duda, de un momento iniciático. El país comenzaba a ser otro ‑sobrevendría, en poco tiempo más, una etapa de radicalización política que signaría el porvenir‑, y todos los que rodeaban a ese joven, incluso Adolfo Prieto ‑que ya había desempeñado un papel importante como profesor, investigador y decano de la Facultad de Filosofía‑ estaban en los albores de derroteros futuros que los llevarían a ocupar lugares fundamentales en la historia de la cultura argentina.

Obviamente, quien habría de llegar más lejos, o más alto, en ese sentido ‑según la metáfora espacial que se quiera utilizar‑, sería el propio Saer. Pero ello todavía no había ocurrido, y por eso las fotos dan cuenta de una inminencia, de una virtualidad que hasta entonces era tan sólo posibilidad y acaso promesa, pero no realidad.