Justo cuando se esté leyendo esta nota, Bettye LaVette tal vez esté acompañada por Otis y Smokey. Y no, no se trata del lugar común de las despedidas entrañables, que honran al muerto imaginándolo como parte de una hipotética gran banda en el cielo, de la que seguramente formarían parte leyendas como Otis Redding y Smokey Robinson. Sucede que, a sus 74 años y bien viva, es probable que la cantante siga esperando el fin de la pandemia refugiada en su hogar en Nueva Jersey, acompañada por su marido y sus dos gatos, que llevan el nombre de aquellas estrellas, con los que le gusta sentarse en el jardín. O la cocina, sus dos lugares preferidos. “No soy alguien con muchas habilidades”, ha dicho recientemente. “Se cocinar, coger y cantar. Y estoy orgullosa de las tres cosas”.
Si hay algo que nunca tuvo LaVette son pelos en la lengua, y se puede suponer que por eso no pudo construir realmente una carrera durante la primera mitad del casi medio siglo que lleva cantando. “Demasiado feroz quizá para el gusto blanco, se perdió el tren de la era dorada del soul”, calculó alguna vez Ry Cooder. No por nada una de las cosas que le gusta subrayar a Bettye es que debe ser la única de su generación que no comenzó en una iglesia. “Mi historia es una en la que no aparece Jesús”, escribió en sus crudas memorias A Woman Like Me (2012). La pequeña Bettye Jo Haskins nació en el pueblo de Muskegon en 1946, pero a los seis años la familia se instaló en Detroit y ella aprendió a cantar en su casa, más exactamente en el living, donde sus padres vendían licor y tenían una bien provista jukebox. Allí recalaban los músicos que pasaban por la ciudad, para beber y cantar lejos de la mirada de los que el domingo cantarían con ellos en la iglesia. “Mi madre seguramente bebió durante todo mi embarazo, así que yo crecí con alcohol en mi sangre. Al final de cada noche, cuando mis padres limpiaban la casa, vaciaba el fondo de todos los vasos cuando aún era una niña”, contó alguna vez, y en cada artículo que se habla de ella siempre tiene alguna bebida cerca.
A pesar de que el reconocimiento a Bettye le llegó tarde (“para el quinto acto de mi carrera”, bromea), su vida fue precoz: se casó a los 13, fue madre a los 14 y a los 16 grabó su primer disco, adoptando el apellido de una groupie, Sherma Levett. A través del cantante Timmy Shaw –que, por supuesto, le presentó Sherma-- llegó hasta Johnnie Mae Matthews, la madrina del soul de Detroit, la primera mujer negra en dedicarse a la producción, que estuvo a cargo de “My Man, He’s a Lovin’ Man”, aquel debut que trepó en los rankings y la llevó por primera vez de gira, con Ben E. King y otro principiante, un tal Otis Redding. Mientras que la mayoría de los que comenzaron junto a ella fueron asegurándose un lugar mayor o menor en la historia del género, LaVette vivió de simple en simple, de sello en sello, siempre redescubierta durante un breve tiempo, siempre temiendo haber perdido el rumbo. “Hubo una época en que supe el nombre y el teléfono de cada uno de mis fans”, contó. “Fueron ellos los que me ayudaron a seguir adelante, turnándose para pagar mis cuentas”.
Su verdadera reaparición en escena, la mejor muestra de su milagrosa vitalidad actual, fue en el 2008 y ya con 62 años, a partir de un recital en el Kennedy Center de Nueva York en homenaje a The Who, cuando con apenas una canción de Quadrophenia --“Love Reign O’er Me”, rescatada luego para su disco Interpretations-- hizo llorar a Roger Daltrey y Pete Townsend, que no sabían quién era ella, aunque desde comienzos de siglo venía regresando y regresando. Son ocho los discos que lleva editados desde entonces, principalmente dedicados a apropiarse de canciones ajenas: las del extraordinario I’ve Got My Own Hell To Raise (2005) están firmadas por mujeres, el fascinante Interpretations (2010) se basa en el repertorio del rock británico más clásico, y el injustamente ignorado Things Have Changed (2018) está exclusivamente dedicado a Bob Dylan.
Para su nuevo disco, el flamante Blackbirds, LaVette abandona su maravilloso talento para inyectar soul y blues a un repertorio rocker, y apunta en cambio a un cancionero que la regresa a sus comienzos, basado en artistas como Nina Simone, Billie Holiday, Ruth Brown, Nancy Wilson y Bella Reese, auténticas leyendas de las que aquella Bettye que debutó con 16 años seguramente ya era fan. Con dos excepciones: el aporte más contemporáneo de Sharon Robinson, colaboradora del último Leonard Cohen, y el clásico beatle que inspira el título, que según McCartney fue inspirado por las mujeres del movimiento por los derechos civiles de los 60, y que LaVette hace tan propio que termina siendo irreconocible, y al mismo tiempo más “Blackbird" que nunca. Y Bettye también está más Bettye que nunca ya que, pese a que el proyecto parece pensado para acomodarse a los tiempos que corren, ella sigue diciendo lo que piensa. No se olvida, por ejemplo, de que James Brown era un mal bicho. Y disfruta contando como Aretha Franklin --que según ella le robó “Respect”, el clásico de Redding-- se quedó con la boca abierta cuando se reencontraron por primera vez poco antes de su muerte, porque la figura de LaVette era increíblemente igual a la de entonces.
Cantante pequeña, que saca su voz casi literalmente de las entrañas, hace tiempo que Bettye comprendió que debía entrenar sus abdominales. Algo que le ha permitido encarar la séptima década de su vida mirando por el retrovisor a todos los que en su momento la dejaron atrás. Hay dos nombres, sin embargo, que sólo le despiertan buenos recuerdos. Otis y Smokey, por supuesto. El primero porque compartieron juntos el comienzo de sus carreras, y hasta llegó a pedir su mano. (“Lo rechacé, era demasiado buenito”). Y el segundo porque fue su vecino de enfrente cuando él recién empezaba y ella apenas tenía 13 años. “Era un adolescente, y negro como yo”, contó alguna vez LaVette. “Así que pensé: yo puedo bailar, soy linda, y puedo cantar. Y me atreví”. El resto es historia. Y canciones.