Pasó rápido. Esta vez sin encuentros ni conversaciones a la salida de las proyecciones, las últimas cuatro películas que forman parte de la Competencia Internacional del 35° Festival de Cine de Mar del Plata desplegaron sus historias en estrictas funciones online. Dos argentinas, una francesa, una coproducción entre Canadá y Estados Unidos. Tres ficciones y un documental. Dos óperas primas, dos terceras películas. Y, como suele ocurrir en estos certámenes, los temas, enfoques y sistemas estéticos no podrían ser más disímiles. En Adiós a la memoria, Nicolás Prividera completa un posible díptico centrado ahora en aquella figura que en M (2007) –dedicada a su madre, Marta Sierra, secuestrada y desaparecida a comienzos de la dictadura– aparecía completamente desdibujada: su padre. Documental ensayístico en primerísima primera persona, el director de Tierra de los padres utiliza profusamente material filmado décadas atrás en Super 8 como una suerte de exorcismo, particular ejemplo de found footage que, en este caso, no es tanto “encontrado” como revisitado.

Dividiendo los 90 minutos en capítulos y un epílogo, es la voz del propio cineasta la que enlaza recuerdos personales con la historia argentina reciente, citando a grandes pensadores modernos pero también a hitos de la historia del cine y la literatura como los Lumière, El conde de Montecristo y Casablanca. Prividera padre fue perdiendo progresivamente toda clase de recuerdos, los detallistas y los generales; en una de las escasas instancias registradas en cámara recientemente, el hombre se pregunta quién es esa mujer junto a la cual aparece despidiéndose antes de ingresar a un avión de gran fuselaje. La desmemoria como enfermedad física es metáfora de otras omisiones, las inconscientes y las escrupulosamente diseñadas, y el hijo reflexiona en pantalla sobre el concepto de olvido y memoria en la Argentina y el mundo. Muy personal y, al mismo tiempo, política en más varias acepciones, Adiós a la memoria posiblemente sea la mejor película del realizador a la fecha, la más profunda y sensible.

Cuatro años después del documental Crespo (La continuidad de la memoria), el realizador Eduardo Crespo –nacido y criado, como su colega Maximiliano Schonfeld, en la ciudad entrerriana de… Crespo– presenta en el festival marplatense Nosotros nunca moriremos, una historia sobre el dolor ante la muerte de un ser querido que no se abandona a ningún tipo de lugar común. Estrenado hace dos meses en la sección oficial del Festival de San Sebastián, el tercer esfuerzo del director de Tan cerca como pueda comienza con el hallazgo del cadáver de un joven en un paraje rural. Corte a la madre (la actriz trans Romina Escobar, vista el año pasado en Breve historia del planeta verde) y el hermano menor del fallecido, recién llegados al lugar del hecho, un pequeño pueblo de provincia. Luego de los pasos burocráticos de rigor, como visitar la comisaría para recibir las pertenencias del difunto y pagar por un lote de tierra en el cementerio local, llega el comienzo del duelo, en este caso acompañado por una gran incógnita: ¿qué ocurrió, cómo murió ese joven de 22 años?

Eduardo Crespo y sus coguionistas Santiago Loza y Lionel Braverman coquetean por momentos con el relato detectivesco, en particular cuando los primeros flashbacks intentan echar algo de luz en la vida pasada del personaje. Pero si hay algo palpable en Nosotros nunca moriremos –título elusivo, de múltiples sentidos– es su bienvenida indefinición, un tono escurridizo que puede pasar de una charla trascendental entre madre e hijo a un paso de comedia humana. Hay algo del cine de Bruno Dumont por aquí y por allá, aunque sin la gravedad que suele habitar los fotogramas del francés, una excentricidad ligera que hace que la película se siente aún más humana y cercana. El trabajo de fotografía de Inés Duacastella hace de los atardeceres, y de ese momento de la noche inmediatamente previo a la llegada del día, dos instancias melancólicas, contrapartidas visuales del estado de ánimo de los personajes, suspendidos en un limbo donde los fantasmas no asustan, pero tampoco dejan que los vivos sigan fácilmente su camino.

Suzanne Lindon escribió el guion de su debut como realizadora y actriz cuando tenía quince años. Un lustro más tarde, con veinte primaveras recién cumplidas, Spring Blossoms (Seize printemps en el original francés) demuestra que la hija de los histriones Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain tiene varias cosas para decir sobre el paso de la adolescencia a la adultez. Suzanne –como la actriz, como la protagonista de À nos amours, el film de Maurice Pialat que aparece claramente referenciado– es una joven de dieciséis años que no termina de sentirse a gusto dentro del grupo de compañeros de escuela. Un día, en la entrada de un pequeño teatro, un hombre veinte años mayor que ella le llama la atención, casillero uno de una relación sentimental cuyo componentes eróticos y sexuales Lindon sublima en una serie de instancias de música y danza. ¿O acaso se trata de un vínculo exclusivamente platónico? En los tiempos que corren, la historia amorosa entre un hombre de 35 años y una muchacha de 16 corre el riesgo de ser tildada de varias cosas, pero la mirada de la realizadora evita cualquier tipo de morbo o bajada de línea para narrar el encuentro de dos seres solitarios que no parecen sentirse cómodos con la gente de su propia edad, deseos y expectativas.

La décima integrante de la Competencia Internacional es otra ópera prima de una directora joven, la canadiense Emma Seligman. Con la excepción de un breve prólogo en el cual la protagonista, una veinteañera llamada Danielle (Rachel Sennott), interrumpe una sesión amorosa para atender el teléfono, el resto de Shiva Baby transcurre en una única locación: la casa de un familiar donde se lleva a cabo un encuentro post funeral. Comedia con tonalidades muy cercanas al vodevil clásico, la relación de Danielle con sus progenitores y con una amiga de la infancia con la cual “experimentó” –en palabras de su madre– una relación lésbica son apenas dos de los elementos de una trama velocísima y enrevesada, que se complica aún más cuando su amante aparece en escena, junto a la esposa y su pequeño hijo. De alto judaísmo en sangre, aunque de un costumbrismo universal, la película de Seligman es un trago en gran medida ligero que, a pesar de ello, deja traslucir cierta amargura existencial, como si el encierro en esa shiva fuera un símbolo transparente de una asfixia más general y extendida.

* Para acceder a las películas sólo es necesario registrarse en el sitio web y pedir un ticket virtual.

* Adiós a la memoria puede verse hasta hoy y Spring Blossoms hasta mañana. Nosotros nunca moriremos y Shiva Baby estarán disponibles hasta el domingo 29.