En vistas de que el modelo económico de Cambiemos salva a unos pocos, perjudica a unos cuantos y condena al resto a la marginalidad, por lo menos podría imitar el sinceramiento de los llamados “países bananeros”: allí, quizás como efecto residual de su abandono de los sectores más postergados, el Estado les permite a los pobres, ya librados a su suerte, organizarse para la supervivencia. En muchas ciudades de América Central, basta asomar la cabeza fuera de la terminal de ómnibus para encontrarse con un gigantesco mercado a cielo abierto. El Estado, como acá, está en otra cosa, perpetuando el pillaje legalizado de un puñado de familias en connivencia con otro puñado de bandidos (léase gobiernos y empresas multinacionales), pero al menos no interfiere, ni se preocupa por invisibilizar ese otro mundo, el de los “buscas” que se ganan el mango vendiendo baratijas, intercambiando favores, montando pequeños negocios informales en busca del pan de cada día. La pobreza está naturalizada pero no es vergonzante.
En la Argentina no ocurre eso. La situación estructural es parecida: el gobierno parece empeñado en destruir el aparato productivo, su “Cambio” consiste en retrotraer la economía a los términos de intercambio del siglo XIX, para venderle al mundo materias primas y comprarle todo lo demás, supeditando la vida cotidiana a los vaivenes de una feroz especulación financiera. Pero a diferencia de los asumidos “bananeros”, los gobernantes “sojeros” criollos tienen pruritos de clase, avalados por una tergiversación de la historia que le atribuye al país un pasado opulento. Además de ser depredadores son estéticamente pretenciosos. Con sus políticas generan miles, millones de cartoneros, trapitos, limpiavidrios y vendedores ambulantes. Pero no los quieren mirar. Ni permiten que se miren entre ellos, que se hagan notar, que se organicen en su precariedad. Es una doble condena.
Lo ideal sería esconderlos debajo de la alfombra. Pero algo sale mal. Los pobres salen y se exponen. Montan un comedor para los hijos de los cartoneros y el Estado responde con balas de goma y gas pimienta. Ponen una manta con chucherías (las mismas chucherías importadas que los condenan, como clase, a la informalidad, son las que les permiten sobrevivir) en el Once y les mandan a la Metropolitana “para proteger a los vecinos comerciantes que pagan sus impuestos”. Persiguen a los trapitos después de haberlos dejado sin trabajo, amedrentan a los homeless luego de haberles quitado su techo.
Así que estamos en problemas: Cambiemos gobierna como se gobierna en Honduras, pero pretende que la realidad le devuelva una postal de Holanda. Como finalmente la postal que se impone es la de Honduras, la solución es esconderla o romperla en mil pedazos.