Hay feministas que critican a las feministas que lloran a Maradona. Hay quienes acusan de poco feministas a las que tienen recuerdos amorosos con él, se emocionan y rescatan al ídolo popular. Hay feministas que levantan el dedo para señalar a las que deponen su traje feminista para hincarse ante el rey del fútbol. No quiero acá levantar también mi dedo, solo quiero contarles algo que vengo pensando.
Es incómodo amar a ciertos ídolos. Es difícil separar al personaje público del hombre a secas. ¿Hay que hacerlo? La historia está llena de violentos, antisemitas, misóginos, pedófilos, machistas, padres ausentes o que sembraron hijos por el planeta sin querer reconocerlos. Muchos de nuestros artistas o genios en distintas disciplinas lo eran. Lo supimos después, revisitados, o cuando los miramos con otros ojos. Martin Heidegger, Lewis Caroll, Albert Einstein, Pablo Picasso, Pablo Neruda, Woddy Allen... la lista es demasiado larga.
Con ellos nos hemos educado, forman parte de nuestra memoria, diseñaron nuestros gustos, son parte de nuestra educación sentimental. ¿Qué hacemos con ellos y con las sensaciones contradictorias que nos provocan? ¿Podemos medir con la vara de hoy a hombres del pasado? ¿Y cómo valorar a nuestros contemporáneos?
Hace un tiempo escuchamos hablar de la cultura de la cancelación, que viene de la mano de este tiempo de los totalitarismos de las redes sociales donde es deporte lanzar opiniones y pelearse. La cultura de la cancelación tiene que ver con “cancelar” a alguien que piensa, hace, dice distinto de lo que yo opino, siento. Se generan escraches y todo tipo de acciones contra artistas o personajes públicos bajo esta idea. Luego, se generan seguidores y millones de likes en esas disputas. Muchas veces los “cancelados” son gente con poder o en lugares de privilegio por lo cual es difícil pensarlos o considerarlos víctimas. Hay algo de esta cultura que se está reproduciendo también con la muerte de Maradona. No puedo dejar de pensar en ese episodio de la serie distópica Twin Peaks en la que los otros “peligrosos” eran literalmente borrados del chip personal de una adolescente. ¿Eso queremos?
Mis hijos son fanáticos de Michael Jackson. Siempre me generó incomodidad escuchar su música. Es muy buena, lo sé, pero no podía separarla de los rumores sobre sus abusos sexuales. Así y todo, nunca pude evitar mover el piecito al escuchar Billie Jean y no quiero borrar de mi memoria las tardes en que practicaba la caminata lunar en la galería de mi casa de la infancia. Pero cuando vi el documental Leaving Neverland eliminé de casa una especie de altar que habían armado mis hijos con su padre y les expliqué por qué.
Quizás estos homenajes sirvan también para hablar de todo, de la complejidad del personaje que es Diego Maradona. El jugador, el político, el genio, el machista, el violento. Ese ser humano, criado en el patriarcado, con errores. El que se ubicaba en la incomodidad y nos sigue incomodando.
No lloro a Maradona, pero reconozco lo que fue. Tengo el recuerdo que vivimos tantos de esa final del mundial 86 que nos hizo estallar el corazón, por ganar, por la revancha --aunque absurda-- con los ingleses, por la belleza de sus piernas y su inteligencia. Ese día salimos a festejar con el Jeep descapotable de la familia y todavía puedo sentir el viento pegándome en la cara. Me conmueve lo que produjo este genio en la vida de tantos. Me emocionaron las colas para su despedida, en ese velatorio que muy pocas personas pueden tener.
Dicho esto, no me olvido que el día de su muerte coincidió con el Día Internacional de lucha contra la violencia hacia las mujeres. No me olvido de las mujeres que son asesinadas por su género cada día en nuestro país y en el mundo. No necesito sacarme mi traje feminista para apreciar lo que está pasando. En mí caben muchas y tengo lugar para todas. Por eso no acuso. Cada quien llora a los muertos que puede.