“Quiero ser como Dostoievski”, dice un joven rosarino que se cruza con el Rosariazo y comienza a militar en la Tendencia Antiimperialista Revolucionaria, el frente estudiantil del Partido de los Trabajadores (PRT), a fines de la década del 60. El deseo de la literatura queda en un segundo plano; en el horizonte inmediato el desafío es escribir la historia con el cuerpo, cambiar el mundo, hacer la revolución. Junto a un grupo de compañeros planifican tomar la comisaría de Ovidio Lagos y Biedma, pero la policía lo encuentra antes, en una obra en construcción cercana, y lo detiene en diciembre de 1974, a los veintidós años. Miguel Ángel Mori –que estuvo ocho años preso en la cárcel de Rawson- leyó mucho mientras estuvo recluido. Una década después de recuperar la libertad empezó a escribir y a publicar Las rondas y los sueños (1997), su libro más testimonial sobre su experiencia en la cárcel; El comisario Pereyra (2012), Vidal a secas (2012), El crimen de Vaccaro (2013), La luz blanca y la amarilla (2015), La cruz y el chador (2018) y el premonitorio Los confinados (2019), entre otros de los dieciséis títulos que editó hasta ahora y que se pueden conseguir en Amazon.
Mori, que fue colaborador de este diario y escribió contratapas en Rosario/12, dice que la derrota que sufrió su generación dejó marcas en su escritura, que se inició en un tono más cercano al realismo para lanzarse después hacia otros géneros como la novela negra o el género fantástico.
--¿Qué marcas dejó la derrota?
--La marca es muy pesada porque no fue solo una derrota de nuestra organización, sino que a nivel mundial se cayó el socialismo. Y lo que hay es capitalismo; no hay que temer ni a la vacuna rusa ni a la china: son capitalistas como todos los demás, que estamos dentro del capitalismo. Esa ilusión de crear un mundo nuevo, del hombre nuevo, está ligada a los afectos porque uno puede cambiar de ideas, pero no de afectos. La búsqueda de un nuevo pensamiento a través de la literatura es dolorosa. Y también está el temor de que me digan: “che, mirá este lo que está pensando, las locuras que dice”… Voy avanzado en ciertos temas, pero tengo miedo porque no quiero sacar los pies del plato. La marca de la derrota está en el inconsciente; hasta hace poco pegaba gritos en la noche… los años que pasé en la cárcel me dejaron marcas psicológicas que después aparecen en la literatura. Todo lo que escribo siempre está influido por lo que me está sucediendo.
--¿Por qué tu escritura se fue desplazando desde el realismo hacia otros géneros?
--Lo fantástico siempre me sedujo mucho, eso de atravesar paredes y que el mundo real no te limite. Y también siempre me atrajo el suspenso. Los tengo presentes a (Jorge Luis) Borges, a (Julio) Cortázar, a Ernesto Sabato y a toda la literatura universal: Tolstói y a Guy de Maupassant. Yo intento hacer algo serio desde el punto de vista literario y que a su vez tenga los ingredientes del thriller, del suspenso y la ciencia ficción. Pero también está la política: en La luz blanca y la amarilla aparece el presidente norteamericano, (Vladimir) Putin, los platos voladores; hay teorías conspirativas a las que uno les puede dar un poquito de vuelo. Tener la posibilidad de irme por el lado de la fantasía es una forma de sanarme de la derrota. A medida que avanzo la fantasía se va acentuando en lo que escribo. Yo me dejo llevar por la imaginación: lo que sale, lo escribo; mal, bien, regular, yo escribo, escribo y sigo escribiendo lo que me aparece en la cabeza. Después veo lo que escribí y ahí recién corrijo. Lo que aparece no lo reprimo. Soy como esos pintores que tiran manchas, después las miro y me fijo qué formas crearon. Al final, busco una coherencia. A lo mejor esa coherencia está en que existen los platos voladores o en cualquier elemento fantasioso. La realidad me invade y no puedo dejar de escribir de eso. No puedo ser indiferente al hecho de ver a una persona abriendo la tapa de un contenedor para revolver la basura.
--Siempre aparece en lo que escribís cierta ironía como una forma de crítica, ¿no?
--Es cierto, siempre aparece una crítica, una mirada irónica no solo del malo, sino también del bueno. Yo le doy a los dos: al malo y al bueno porque no me gusta la explotación, la miseria, la hipocresía y el cinismo; sin saber con qué reemplazarlo estoy en contra del sistema capitalista. No nos creamos santos ni santas, somos seres humanos con nuestros límites y nuestras miserias. Cuando encuentro una nueva miseria, me encanta mostrarla.
--A los escritores se les suele preguntar por qué escriben. Quizá hace veinte años tenías una respuesta y hoy, en el 2020, tenés otra.
--Tal vez no hable bien de mí, pero hay un deseo de trascendencia que me viene desde la infancia. Lacan diría que sería el deseo del otro, el deseo de mi padre, que siempre nos educó mostrándonos a los próceres o los grandes escritores como Tolstói y Dostoievski; nos metía esa cosa en la cabeza. Eso es a lo que aspiraba él, que había hecho teatro de joven y era un gran lector. Había un libro muy extendido entre los lectores de clase media en los años 50 y 60, El hombre mediocre, de José Ingenieros; no había que ser un hombre mediocre y uno tenía que pasar por la vida para dejar algo. Al mismo tiempo que hago una crítica, eso fue lo que me impulsó a escribir. Yo no quiero ser el mejor, pero quiero escribir lo mejor posible. Los otros dirán si lo que escribo es grande, mediano o pequeño. Ese sentido de trascendencia que me viene de la niñez también me llevó a la guerrilla: voy a hacer algo que valga la pena, voy a cambiar el mundo, voy a hacer algo trascendente. Cuando se me cayó esa trascendencia, busqué otra trascendencia, sin renegar nunca de ese pasado. Parece estúpido, ¿no? Si me miro de la vereda de enfrente, digo: qué boludo… lo digo sinceramente, ¿por qué no te vas a pescar? (risas).
--¿Es cierto que querías ser como Dostoievski?
--Sí, a Dostoievski lo leí a los trece años. Lo único que recuerdo es que Raskólnikov se me había pegado y no podía salir de la cama. Lo que me había transmitido era una cuestión medio depresiva. El único libro que me gustó de Dostoievski es Crimen y castigo, aunque me decepciona el final: que Raskólnikov vuelva a la sociedad, se reintegre, sea una persona buena… Yo esa parte la hubiera sacado (risas). Yo lo meto preso a Raskólnikov ¡y que se arregle! Ahora prefiero a Tolstói que a Dostoievski. No me gusta Sabato por la cuestión de “la teoría de los dos demonios”, pero me interesan sus ensayos y especialmente el “Informe sobre ciegos” de Sobre héroes y tumbas. La gente de izquierda no le perdona a Sabato “la teoría de los dos demonios”. A Borges sí le perdonaron las cosas que dijo; pero a Sabato no.