Hace casi treinta años junto con Nicolás Casullo fuimos invitados a un congreso sobre Walter Benjamin en la ciudad de Osnäbruck, en Alemania. Hicimos un largo trayecto en tren desde Bruselas a la que habíamos llegado después de un insólito viaje con la ya extinta aerolínea nacional del Paraguay, previa escala de casi un día en Asunción por desperfectos del avión. Aquella noche asunceña la pasamos recorriendo sus calles y dejándonos llevar por la muy benjaminiana aventura de perderse en una ciudad para intentar conocerla. Tarde en la madrugada regresamos al hotel imaginando que nuestro vuelo saldría al mediodía. Apenas media hora después de acostarnos golpearon ruidosamente nuestra puerta para avisarnos que el avión rumbo a nuestro congreso europeo saldría en un par de horas. De ese modo precario, con poco dinero para gastar en compañías aéreas respetables y seguras, y dejando atrás un hotelucho de cuarta categoría, abandonamos la tierra guaraní que nos ofreció una noche de caminata y amistad en la que, como no podía ser de otra manera, el fútbol, Maradona -estábamos todavía muy próximos del Mundial del 90-, el fin de la historia, la muerte de las ideologías y la hiperinflación que se había llevado puesto al gobierno de Alfonsín y había inaugurado la era del menemismo neoliberal, fueron parte de aquel deambular.
Al llegar con casi un día de retraso nuestros planes de recorrer Bruselas se echaron a perder y tuvimos que correr a la estación central para no mirar despavoridos como se iba el tren que debía depositarnos, sanos y salvos, en Osnäbruck. Aquel congreso transcurrió como casi todos los de su tipo: lo más interesante ocurría en los bares o en los entretiempos dedicados al almuerzo o simplemente cuando nos escapábamos para recorrer una ciudad provinciana y dormida mientras nos trenzábamos en algún debate entre filosófico y político. Fue precisamente en uno de esos almuerzos, que en esa ocasión compartimos con cuatro académicos italianos, cuando el nombre de Maradona rompió la serena conversación de filósofos que hablaban de Benjamin y sus múltiples derivas que nos podían llevar a la Alemania nazi o a la revolución rusa o a recorrer las estéticas del barroco o a la experiencia del exilio y el suicidio. Una conversación fluida, algo erudita pese a ciertos desajustes idiomáticos, amablemente intensa pero sin asomo de conflictos o disidencias hasta que, ya no recuerdo quien -sospecho que fuimos los argentinos los que rompimos la monotonía académica- deslizó la palabra futbol y, como no podía ser de otro modo, eso derivó en las campañas del Napoli y en la demasiado reciente eliminación de Italia en el mundial que ellos mismos habían organizado imaginando una final entre Italia y Alemania sin siquiera poder soñar la pesadilla de Goycochea atajando penales y un relator italiano inmortalizando el “siamo fuori” mientras Maradona y sus compañeros se abrazaban en un estadio napolitano en completo silencio sufriendo por la eliminación de la azzurra y, secretamente, disfrutando con el colosal triunfo del Diego que volvía a concretar una hazaña inimaginable. Tres de los italianos eran del norte, uno de Milán, otro de Turín y, si no recuerdo mal, el tercero de Florencia; el cuarto era de Nápoles. Nicolás y yo hicimos una cerrada defensa de Maradona y, para nuestra sorpresa e incredulidad, los tres italianos del norte dejaron su amabilidad y comenzaron a descalificar a Diego con palabras cargadas de resentimiento y racismo. En ellos ya no había erudición ni melancolía por una modernidad en crisis que había cobijado la filosofía de Benjamin. De la posmodernidad insulsa y relativista pasaron, sin estaciones intermedias, a las diatribas más oscuras y antipopulares. El cuarto italiano, el oriundo de Nápoles, se puso hecho una fiera y salió en nuestra defensa. Con pasión habló largamente de Maradona y del fervor sacramental que había despertado en el pueblo de su ciudad. Habló también de la reparación histórica que para los meridionales había significado destronar a la Juventus y a los otros equipos del norte que siempre se repartían los campeonatos y las riquezas mientras en el sur dejaban la miseria y el abandono. Con recursos que no parecía poseer siendo como era un sereno especialista en la filosofía alemana de entreguerras, se lanzó a vindicar a un Maradona convertido, por obra y gracia de la devoción, en el heraldo de los desclasados y de los derrotados, en el redentor de los negros de la historia y en el insolente capaz de plantársele a los poderosos del futbol, de la economía y del espectáculo circense. Los otros tres profesores de filosofía, muy elegantes y refinados, a los gritos intentaron acallar el elogio olímpico que el filósofo napolitano estaba ensayando de un Maradona convertido, de repente, en el centro de un litigio cultural y político. Todo el desprecio de los filósofos del norte se dirigió a defenestrar a Maradona, a su conducta extravagante, a sus veleidades de semidios entronizado por la camorra para terminar reivindicando la superioridad del norte frente al sur africanizado. Nicolás y yo, por supuesto, cerramos filas con el ya entrañable amigo napolitano y, de no haber mediado la intervención de otros filósofos neutrales, creo que uno fue Michael Löwy -gran especialista de origen brasileño en Benjamin y residente desde hacía décadas en París- y el otro el presidente del congreso, el profesor Glüber si mal no recuerdo, quienes literalmente lograron separarnos y serenar los ánimos, aquella comida de camaradería hubiera terminado muy mal.
Lo sorprendente había sido que un almuerzo que transcurría serenamente y sin ninguna señal que anticipara lo que iba a ocurrir pocos minutos después, culminó en una casi batalla campal de dos argentinos y un napolitano contra tres desencajados filósofos del norte que, apenas escucharon el nombre de Maradona, se transformaron en bizarros portadores de los peores improperios clasistas y racistas. Una vez más el santo y seña de “Maradona” había funcionado como aglutinador de una nueva fraternidad entre dos sudacas y un meridional contra la soberbia de un norte germanizado y cargado de rencor y resentimiento contra el pobrerío venido del sur tanto de América como de la península. Nosotros, junto con un Maradona imaginario, pasamos a ser, para los filósofos de Milán, Turín y Florencia, oscuros africanos portadores del atraso y la incultura. Ya no se hablaba de Benjamin, de la lectura a contrapelo de la historia de los vencidos que caracterizó su pensamiento filosófico-político, sino que, arrojando al berlinés al tacho de basura, se dedicaron a oponer, una vez más, la eterna disputa entre la civilización -que ellos representaban- y la barbarie -que a la sazón era representada por Maradona-. Nosotros, maradonianos, éramos, para ellos, incurables portadores de irracionalismo tercermundista. Aquel día sellamos un acuerdo con el único de los cuatro filósofos italianos que se mostró a la altura de una visión benjaminiana de la historia, aquella que defendía a los débiles, a los desarrapados y a los plebeyos todos reunidos en el nombre redentor de Diego Armando Maradona: el dios de los napolitanos y el eterno gambeteador de las injusticias, los poderes y las hipocresías de los dueños de la riqueza y de la pelota y que, otra vez, volvió al potrero de Fiorito del que nació el maldito entre los malditos, aquel que osó desafiar a los “civilizados” para recordarnos aquella frase de Benjamin que decía “que todo acto de cultura es, al mismo tiempo, un documento de barbarie” . Sin apenas darnos cuenta fuimos, Nicolás y yo, testigos y partícipes de un partido que se sigue jugando desde el fondo de la historia: el de los plebeyos representados por un demonio llamado Maradona y el de los poderosos y opulentos incapaces de comprender de qué lado está la verdad, la justicia y la belleza.