Nueva York. Quinta avenida (¿años noventa?). Un embotellamiento de tránsito a la altura de Banana republic (no me lo tomo como una onda). Del asfalto salen vapor y mosquitas bajo un sol de justicia, nunca supe qué quiere decir esta expresión. El pakistaní que maneja el taxi (fez colorado, anteojos bolita) se aburre. Mi pronunciación chapurreada al dar la dirección de destino le hacen recurrir a las preguntas cantadas ¿Nombre? ¿Lugar de procedencia? Las adivino. Respondo deletreando con sonrisa de compromiso. Mutismo frustrado detrás del fez que larga gotitas de sudor sobre la nuca. De pronto la cara iluminada se da vuelta como triunfante: “¡María!”, ”¡Donna!” “¡Maradona!” Anécdota previsible salvo por el chiste. Nos miramos con amor instantáneo. Tres palabras, una en italiano ¡Satori! Tanto que al bajarme, le doy cien dólares por un viaje de menos de diez o parecido, no me acuerdo. Ya en el departamento, me siento alegre, confundida, boluda. Pero me olvido. Al día siguiente lo encuentro en la puerta del edificio. Sale del taxi y me abre la puerta con ademán pomposo. Luego me muestra una libretita. Con un lápiz mocho improvisa una pedagogía contable por la que entiendo que me llevará a donde quiera hasta completar los cien dólares. Acepto. Por una semana viajaremos en silencio. Una vez superada la máxima comunión en un mínimo de palabras, vamos felices. “Maradona” contiene la palabra “don”.

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Detesto el fútbol o lo veo como porno soft. Esos braguetazos aéreos, esos piquitos entre gorutas, esas porras fem, esos culos apretados en los colores del corazón, esos pelos en pecho chivado. No sé apreciar lo que hacía Maradona de genial pero lo imagino como a Nijinsky con aquel salto que desafiaba la ley de gravedad. Como Freddie Mercury, cuyo caudal de voz superaba al de Pavarotti o con la luz nacarada de Marilyn sobre la piel sudaka. Un artista.

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La sensualidad de Perón era un boca a boca gorila cuya gestal pública era, sin embargo, de un ascetismo milico: el uniforme hasta el cuello, el caballo pinto y el peinado a la cachetada. Porque desnudos desnudos sólo se le vieron los brazos, pura carne sublimada con la que el marketing de época sugería una función ejemplar e instrumental: el trabajo. Gardel se parecía a Greta Garbo en su petrificada pureza, remitía a lo alto, a lo sublime y lo que perdura en la calavera. Borges transmitía una castidad de hom­bre encerrado a solas con el universo. Estos mitos sugerían que si alguien sublima tan bien sus instintos —a través de una activi­dad extraordinaria— ya no quiere saber nada con humanos ape­titos y, de paso, facilitan el consuelo, la certeza de que toda ventaja debe pagarse con sangre haciendo de alguien exitoso, un ni fu ni fa. Maradona irrumpe con un estilo diferente en un país de ídolos frígidos (hablamos de mitos, no de vidas privadas).

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Fue nuestra libra de carne en tamaño tape, carne performativa a cuyas mutaciones –ocasionalmente disciplinadas por el catálogo de las técnicas de rehabilitación– se asistía como a un espectáculo popular: Primero chongazo con la Patria en las piernas y bucles de querubín de techo. Con el gasto y el tiempo, zapán de embarazo a término y carrillos inflados por la retención de líquidos propia del insumo de cocaína o alcoholes cuya tolerancia aumentaba en nombre de Baco o de Charly García; o zapán y carrillos hinchados por los módicos sustitutos provistos por las clínicas progres, siempre ricos en colesterol. Ningún modelo tampoco en ese cuerpo, si no lo conocieran, los que lo despreciaban, le hubieran dado también desde la gordofobia.

Maradona era un ídolo dionisíaco. Por eso no murió, se gastó

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Monzón no fue el negro que se presenta ante el poder para restregarle los valores de su propio origen, ni se retobó ante las leyes que digitaron su exclusión para resarcirlo luego con el éxito como destino excepcional. Se le presentó vestido de frac. No tomó mate en Versalles, se hizo fotografiar con Ursula Andress. Es por eso que Monzón no mató a un actor francés sino a una modelo argentina. Maradona fue peroncho, chavista, fidelista… menemista. No se trataba de una contradicción, sino de una posibilidad a leer en situación, la “contradicción” es la etiqueta con que se liquida el pensamiento desde una afiliación monolítica. El duelo no liquida la crítica, tampoco la pone en suspenso ya que prexistía a las lágrimas y los altares predecibles que ya están floreciendo en cada rincón del planeta tierra y donde un pop subido de mambo colocó al muerto de angelito en un pesebre (Nápoles). Parafraseándolo: fue como fue porque venía de donde venía. En esas coordenadas ¿Qué querían? ¿un Johnny Waters? ¿Krishna? ¿Annie la huerfanita? Puede que fuera un Dios pero no un santo.

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Zanjas de Alsina de los feminismos ¿Abolicionismo o reglamentarismo? ¿Estado o nones? Y más en los papeles: ¿Hacer justicia por Alicia Muñiz debía medirse en los años de condena a Monzón? Maradona ¿ídolo popular o machirulo abyecto? Ni la justicia ni el pensamiento son nunca por sí o por no. Ni ser feminista podría consistir en ser solamente feminista, ni el facismo en la práctica del enemigo sino la sombra a conjurar en ese nosotres que, con la coartada de la especificidad, racializa, clasea y, aún con la trompita henchida de las palabras “anticapitalismo” y “antipatriarcado” de las almas bellas, ejerce la razón punitiva.

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Por la 9 de Julio, la cola va en cámara lenta como esas masas que bajan en Constitución en una película de Favio y parecen flotar sobre el piso como si el acontecimiento histórico necesitara detener el tiempo en una eternidad al uso nostro. Caminan en absoluto silencio, con distancia de protocolo, carteles a media asta, en las manos, flores solitarias, que parecen de jardín. No voy a ser hipócrita. Yo no lo quería. Me sacaba de quicio. El machismo era lo de menos. Eso sí: me hacía reír, soy susceptible a las invenciones de la lengua atorranta, a su arte de la injuria. Sorpresa: me puse a llorar. Mejor dicho no me puse a llorar: algo lloró en mí (pronunciar el verbo como lo hace Moria) .

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Gozador, fue gozado por los que asistían a sus resurrecciones terapéutica como la prórroga de una muerte anunciada que la derecha desea como acto expiatoria para un negro venido a más, y en enero del 2000, el entonces secretario de Cultura y Comunicación Darío Lopérfido ideó una campaña publicitaria antidroga con carteles que decían “Maldita cocaína”. Ya se sabía: toda maldición se rompe por un poder superior a ella, el de la ben­dición. He aquí el mensaje subliminal, el de un Estado que podría encarnar esa bondad. “Maldita cocaína”, con Maradona de coartada, sobornó a esa parte del país siempre dispuesta a atribuirse triunfos morales y a quejarse por la mala imagen que se da en el exterior con la evocación de la mala suerte. Algo así como proponer un ¡Me cach’ en Die! colectivo ¡Me cach’ en Die! Gana-mos el mundial, pero lástima que tenemos campos de concentra­ción. ¡Me cach’ en Die! Tenemos el mejor jugador del mundo, lásti­ma que esté colgado con la merca. ¡Me cach’ en Die! Inventamos la Bic, lástima que también la picana y las huellas dactilares.

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Una hipótesis. Luego de treinta mil suplicios no elegidos, invisibles a los ojos y, por lo general, sin cuerpos presentes –ni siquiera en estado de corrupción–, nos sientan bien ídolos populares que parecen ofrecer, a ojos vista, una muerte en cuotas. Lo más interesante de Maradona –con su doble moral, su metabolización de la psicología más complaciente, sus fascismos de entrecasa, su impunidad y sus privilegios– fue que su vivir probó que puede haber un entrar y salir de los goces del que se puede extraer una prórroga; que la suerte pesa más que una forma de vida; que hay viajes de ida y vuelta capaces de desilusionar tanto al paternalismo agorero –que es rey en el país de los psicólogos–, como a esa forma sublimada del odio a lo popular: la condescendencia.