Mi viejo no era fanático así que recién me apasioné por el fútbol a los diez años, durante el Mundial 86. Al principio, por lo que generan ese tipo de eventos y después por todo lo que Maradona hizo allí. Fue la primera vez que empecé a coleccionar diarios y la primera vez, y la única, que salí a la calle a festejar un campeonato mundial. Me había hecho de River por mi viejo, pero Diego me convirtió en hincha.
El nivel de locura que fui desarrollando desde entonces por el fútbol se hizo difícil de explicar. Compraba El Gráfico todos los martes a la mañana cuando iba camino al colegio y me llevaba una enciclopedia en la mochila solo para meterlo adentro y que no se me doblara. Empezaba a ir a la cancha cada vez más seguido, miraba por tele todos los partidos del Napoli e incluso llevé a mi viejo, técnicamente me llevaba él pero en los hechos lo llevaba yo, a ver el partido solidario que Diego jugó con Menem en la cancha de Vélez en julio de 1989.
Cuando llegó el Mundial del 90, prácticamente no entendía por qué había que seguir yendo a la escuela durante ese mes. Fue un acontecimiento mágico. Los goles de Caniggia y los penales atajados del Goyco nos llevaron a la final, pero el tobillo de Diego hecho pelota, sus puteadas a quienes silbaban nuestro himno y sus lágrimas le pusieron una épica inigualable, que ni el penal de Codesal pudo empañar.
Luego fui con mi vieja a recibir a los jugadores a la Plaza de Mayo y a los pocos días arrastré a mi viejo a la casa de Doña Tota y Don Diego. Todavía conservo el mapa que me había armado para llegar desde la estación Devoto del tren San Martín. Nos pasamos todo un sábado a la mañana sentados en la esquina de esa casa por si aparecía Maradona.
Lo que vino después fue triste. Su salida de la selección, la suspensión por el doping en Italia, la cama que le armaron en el departamento de Caballito, su transformación física. Parecía el fin, pero de pronto volvió en Sevilla y todos volvimos con él. Empezaba a resurgir una y otra vez. Estuve en la cancha de River el día que perdimos 5 a 0 con Colombia y lo único bueno que dejó aquella catástrofe fue saber que se abría la puerta para que Diego pudiese regresar a la selección y tener su revancha en el Mundial de Estados Unidos.
La ilusión fue creciendo junto a su puesta a punto y llegaron los triunfos contra Grecia y Nigeria, hasta que aquel 29 de junio de 1994 el mundo se vino abajo. Estaba preparando un examen de Economía para el CBC cuando mi vieja entró a la pieza y me dijo que un jugador había dado positivo en el control antidoping. Los que habían ido al control eran Maradona y Sergio Vázquez. Creo que llegué a pedirle a Dios que fuera Vázquez, pero no funcionó. Aquella tarde no hubo forma de dejar de llorar.
Fue su final en la selección y enseguida su comienzo como director técnico en Mandiyú de Corrientes. La única vez que enfrentó a River como técnico en el Monumental fue el 20 de noviembre de 1994. Estuve en la tribuna y casi me trompeo con algunos que lo empezaron a putear. Maradona era bostero y era un bocón, pero no le tomé bronca por eso. Ni siquiera cuando volvió al fútbol para jugar en Boca junto con Caniggia. Eso sí, festejé desaforadamente cuando Racing los goleó 6 a 4 en diciembre de 1995 y terminaron perdiendo aquel campeonato. Nunca mezclé mi odio por Boca con mi amor por Diego.
Sólo hubo un día en el que lo puteé. En el partido con Perú cuando era técnico de la selección. El equipo hacía tiempo que era un desastre y cuando sobre el final nos hacen el gol que nos empezaba a dejar afuera del Mundial de Sudáfrica enloquecí y salí disparado de mi lugar en la platea San Martín baja hacia el banco de suplentes. Solo la lluvia y el gol de Martín Palermo en el descuento me calmaron un poco.
En febrero de 2017 compartí con Maradona un vuelo de regreso desde Madrid. Fue la única vez que lo vi personalmente. Cuando bajamos del avión me apuré para alcanzarlo en el trayecto a Migraciones. Caminaba solo y en silencio, con su novia detrás. Lo saludé, pero no lo toqué ni me animé a pedirle una foto. Veníamos de un viaje largo, lo vi cansado y tuve miedo de que me dijera que no.
El miércoles cuando me enteré de su muerte no terminé de creerlo porque él siempre resucitaba. Recién con el paso de las horas el dolor se fue haciendo intolerable. Al día siguiente me fui bien temprano al velorio. Ir a gritar durante horas junto a otros locos como yo en esa fila interminable fue la mejor terapia para tanta angustia, pero de vez en cuando las lágrimas vuelven. Duele tanto porque una parte nuestra también se fue. No solo se murió él, de algún modo también nos morimos nosotros y fundamentalmente nuestro pasado, que siempre resucitaba con él.