Uno piensa en eso de las contradicciones probablemente insalvables, que ni el mejor ejercicio dialéctico resolvería. O tal vez sí, y es uno el impedido.
Lo piensa a partir de los entreveros por el velatorio de Maradona en la Casa Rosada, por ahora con los incidentes excluidos.
En medio de tener que seguir cuidándose porque el bicho sigue ahí; porque hay que prevenirse contra los excesos de optimismo; porque nadie asegura nada, aun con el panorama alentador de las vacunas, resulta que ante la partida del 10 se (nos) cayeron terminantemente todas las recomendaciones militadas, sea porque se estuvo en esas filas abigarradas de cuadras y cuadras o por haber temblado de emoción al verlas.
Uno se cansó de putear contra las manifestaciones opositoras al Gobierno por interpretarlas como invitación al contagio, al margen de sus contenidos políticos; y vio, ve, con demasiadas cosquillas negativas, el relajo en las… favorables, digamos.
Y entonces se muere Maradona, y medio que todo importó un pito.
Contradicción irresoluble.
Es decir: se cayó en la cuenta de que no se podía hacer nada que no fuese organizar las cosas, de un momento para otro, de una manera que antes que mejor, incluso, fuese lo menos peor posible, porque así lo imponía la dimensión inconmensurable de la figura involucrada.
El tipo de pasión que despierta Maradona es equiparable a la de absolutamente nadie, de modo que todos nos preguntamos “y ahora qué se hace, má’ que coronavirus”. Cómo.
Uno pensó si acaso no es hacerle el juego a los carroñeros detenerse en los detalles del desaguisado, pero, ¿cómo podría evitarse el mínimo abordaje de lo que vimos todos?
Las cosas salieron muy mal, y es un dolor tremendo la cantidad de gente que se quedó afuera de volver a proyectarse en el Diego con un último saludo de segundos.
Eso fue el efecto de una desorganización notable, virtualmente increíble, que no debe perdonarse.
Que la familia no tomara conciencia de que el muerto ya no le pertenecía, porque era del pueblo, es un juicio válido pero subjetivo, que no afecta la irresponsabilidad estatal.
¿O es que en un funeral de Estado deben primar los sentimientos familiares sobre las condiciones organizativas y de seguridad?
¿Entendemos bien, y Claudia Villafañe fue la jefa de Estado desde la muerte de su ex marido hasta el retiro del cuerpo?
Dicho, siempre, con la prevención de que uno no es más que un comentarista y no está en los zapatos de quienes deben tomar peligrosas o embarrantes decisiones institucionales, todos hicieron todo mal.
Todos.
Hablamos del gobierno nacional, en primer término, y del de la Ciudad; que encima se prendieron en un cruce de acusaciones horrible, al que le cabe la muy fea, pero precisa acusación de haberse tirado al muerto de un lado para otro.
Al no coordinar nada de nada, una vez resuelto que el velorio sería en Casa Rosada y siendo que respecto de cualquier otro lugar o procedimiento hubiese pasado exactamente lo mismo (justamente por aquello de no organizar nada), la sucesión de errores fue impresionante.
El comienzo operativo de las equivocaciones fue no haber cerrado la Plaza de Mayo desde la madrugada, para evitar la obviedad de que fuera copada por los barras que, a primera hora, la pudrirían más obviamente todavía.
Sacaron la cuenta de hasta un millón de personas contra toda matemática escolar de cómo se haría para administrarlas y conducirlas en apenas diez horas de adiós al ídolo más grande de la historia argentina, definición que puede merecer reparos moralistas, pero no de objetividad descriptiva.
Ceremonial y Protocolo presidenciales; la Casa Militar que controla(ría) la seguridad en la Rosada; la policía metropolitana presta a reprimir a puro balazo de goma a la primera de cambio, como si eso tampoco lo supieran de antemano; la falta de un cordón siquiera para prevenir las trepadas a las rejas; el ingreso al Patio de las Palmeras; los ministerios de Seguridad improvisando, desbordados…
Todos volcaron, desde el momento en que nadie pareció tener conciencia de que el muerto era Maradona.
Lo cierto son esas almas que se quedaron sin despedir al Dios de existencia efectivamente comprobada.
¿Vieron la constitución de esa multitud?
Salvo que el ojímetro falle gravemente, la mayoría aplastante de quienes pusieron el cuerpo para despedir a Maradona era de gente muy joven y de sectores populares, bien de abajo, bien de golpearse el corazón en su nombre, bien de que se mezclaron todas las camisetas dándole una pacífica clase magistral a la pulcra hipocresía de que hay que superar la grieta.
No se trata de romantizar a los pobres ni al muerto, sino de haber constatado que el vínculo entre ellos es tan leal, tan estrecho, como para registrar que era ingambeteable --Diego incluido-- lo que paradójicamente fue definido en forma brillante por el título de un artículo del diario La Nación, firmado por Nicolás Cassese y María Nöllman.
“Maradona tuvo un velatorio como su vida: caótico, emocionante y plebeyo”.
Ya están y vendrán las tonterías de que, si no se pudo organizar bien un velorio, mal podrá distribuirse la logística gigantesca de aplicar la vacuna que fuese.
Mentira o, de base, no tiene nada que ver: en eso sí viene trabajándose hace meses y tenemos uno de los mejores planes de vacunación masivos que exista.
Como el 10, nuestras exuberancias positivas y negativas son muy difíciles de comparar.
El mundo vuelve a andar de a poco tras estas horas de detención y ¿locura?
Volveremos a nuestros índices inflacionarios, al dólar blue, al desabastecimiento de materiales para la construcción, a las peleas contra la trifecta comunicacional, a que los movimientos sociales controlen diciembre en el conurbano bonaerense, a la procuraduría fiscal, a los mandobles de AEA, a las primarias sí o no, a la legalización del aborto, al cálculo de los haberes jubilatorios, a la emisión monetaria, al gorilaje desencajado, en este país que se cae y se levanta, y viceversa, y viceversa otra vez.
Un país prácticamente indescifrable, al que lo único que le faltaba es que se muriera Maradona (aunque un oyente de radio advirtió con la pregunta de si ya se sabe cuándo caerá el meteorito, como para completar el año).
En Brasil se morirá Pelé, por decir, y podría arriesgarse que habrá ciertas manifestaciones intensivas pero, sólo, para despedir a un jugador de fútbol descomunal.
Maradona, en cambio, fue y es una imagen infinitamente superadora de su arte.
No sólo ni acá ni en Nápoles sino, casi, en ninguna parte del universo, fue sentido que se despedía, apenas, al malabarista más extraordinario de una actividad genial, exclusiva, movilizadora también como casi nada.
Ese deporte en que las manos no se pueden usar salvo en un puesto entre once, para devolver la pelota desde sitios laterales y para que Maradona haya cometido la picardía más celebrada de todos los tiempos.
La ilustración del The Guardian, con la reina despatarrada y furiosa como si fuese Shilton, el arquero inglés en el partido más famoso de la historia del fútbol en su jugada máxima, con Diego dejando atrás a Churchill, Shakespeare y Los Beatles, entre otros, posiblemente explica todo o muy buena parte sobre el porqué del sentimiento popular.
No por Maradó como jugador.
Como Fiorito, fierita y símbolo de que el abajo puede.
O sea: lo que expone que los argentinos sigamos siendo lamentable y afortunadamente una incógnita desorbitada, en la que todo lo que pasa y pasará es al menos discutible y disputable.