Primavera del 96. Era uno de esos momentos medio oscuros en la vida de Diego. Había concluido su segundo ciclo en Boca, y no andaba bien de ánimo. Puntualmente, por esos días pocos sabían qué hacía, por dónde andaba, cómo estaba de salud, hasta que un rumor empezó a circular fuerte: estaría entrenando día por medio en el Vilas Racket de Palermo, con Coppola de ladero. Al enterarse de eso, un editor de Clarín da la orden a un ignoto pasante de la sección deportes. “Pedí fotógrafo, andá y sacale algunas palabras”. Mandato hielasangre. No quedaba otra. Comanda en fotografía. Coche a disposición. Destino, bosques de Palermo. Tránsito espeso. Llegada. No había nadie en la puerta del Racket. Apenas un vigilante que salió de la garita para confirmar la nada misma. “¿Sabés si está Diego?”, se le pregunta. “Ni idea. No vi entrar ni salir a nadie”, responde. Y vuelve a meterse en su cubículo feo y rectangular. La forma de comunicarse a distancia, a fines del siglo pasado, era a través de unos inmensos mamotretos grises, al que solía llamarse Movicom. El pasante activa el aparato entonces, y pasa el dato al editor. La respuesta es inflexible. “Diego está ahí, espérenlo afuera, le sacan unas palabras, unas fotos y se vienen con algo”.
Otra vez no quedaba otra. El fotógrafo arma el trípode bajo la sombra de un árbol, sobre Valentín Alsina, y enfoca la entrada del club. El pasante traspira la gota gorda con la mirada puesta en el caminito que conectaba la salida del Racket con la famosa Traffic Negra que comandaban el Diego y su ladero. Habrá pasado una hora cuando, ¡blooooom!, aparece el astro y al pasante se le viene la vida encima en un flash intenso, poderoso, fugaz. Recuerda aquel "gordito" que le hizo cuatro a Gatti con la diez de Argentinos. Aún más, ese hermoso campeonato del '81 con Boca, cuando a ese Dieguito de los diez palos verdes –como cantaba la doce—había que defenderlo de las embestidas rivales, en especial de los hinchas de River e Independiente, que lo ponían por debajo de Alonso y Bochini, posición que duró hasta el mismísimo '86, cuando Maradó mutó en Dios, y ya no quedó terrestre que lo discutiera.
Los recuerdos seguían como cataratas –esa patada tremenda en el Barcelona, la gloria en el Nápoli, las afrentas políticas siempre aferradas a los sentimientos populares, la bella frase “Pompeya era París”, etc, etc, etc– cuando el grito del fotógrafo vuelve al pasante en sí. “Ahí está Diego, chabón, decile algo”. Y entonces el peón de redacción se acerca, temblando, absolutamente abrumado por la emoción, pela el grabador y pregunta nomás. “¿Todo bien, Diego?”. Diego lo mira feo, de coté, y responde: “No quiero hablar, y menos que me saquen fotos. Que se vaya el fotógrafo de ahí”. Los deseos del diez para el pasante eran órdenes. Se lo comunica a su compañero. Su compañero sugiere a su vez una nueva comunicación con el editor. El editor modera la orden, pero insiste: “Si no quiere hablar no importa, pero traigan fotos”. Entonces, en ese devenir medio confuso de obediencias debidas, emociones fuertes y sentimientos encontrados, el fotógrafo empieza a gatillar ¿!Para qué!?
Diego, lógicamente ultrapodrido de los asedios de la prensa, pega un grito antes de subir a la camioneta: “Guardá esa cámara, no quiero persecuta”. Y emprende la retirada, en dirección a Figueroa Alcorta. Tras una nueva comunicación con el comando central del medio, pasante, fotógrafo y chofer, inician la “persecuta”. No había otra opción por dos motivos. Uno era que incumplir con el trabajo era causal de ser despedido con un shot de cull. El otro, que no había caminos alternativos para salir de ahí. Fue bravo. Angustiante. Diego delante, lanzando improperios y gritando por la ventana: “No me hagan calentar, no quiero persecuta”. El bizarro equipo periodístico detrás, atrapado por la existencial duda de hacer caso al más amado ídolo de toda la vida –aún a costa de perder el laburo– o seguirlo hasta Coconor, donde se suponía iba a dar una conferencia de prensa.
El pleito se definió llegando a la esquina de Alcorta y Alsina. Diego pasó al volante –hasta ahí había manejado Coppola–, caminó por detrás de la camioneta, lanzó alguna que otra puteada, y dio la última advertencia. “Si siguen así, se pudre ¡No hinchen las bolas!”. El desenlace fue medio surrealista, grotesco. En vez de poner primera, Diego dio marcha atrás –despacito, como para no chocar al remise– y para alquilar balcones fue la cara del chofer. “Yo lo adoro, pero este tipo me va a hacer mierda el auto”. ¡Estaba blanco! Obvio que los intentos de calma no tardaron en llegar, pese a que la maniobra se repitió dos, tres veces, y terminó con el auto en el pasto, a punto de pegarle con la parte de atrás a uno de esos gigantes árboles del bosque. “Tranqui, Diego sabe que sos un laburante. Es solo un amague”. Y así fue. Enterado el editor de la secuencia y viendo que perdía, ordenó la retirada. La Traffic negra salió para Costanera Norte, el coche rumbo al centro, y todo en paz.
Al llegar a la redacción, se discutió qué hacer, y la decisión –no por ser humanos, si no por miedo a que Diego no le dé más notas al diario– fue no publicar nada. El pasante respiró. Hubiese dolido lo que un tiro en la mano siquiera osar meter una palabra que comprometiera a ese tipo que, como a la mitad más uno de la humanidad, le había iluminado la vida. Se la había hecho más hermosa, cada día. Moraleja: a veces la vida te pone en una encrucijada, o estás de un lado, o estás de otro. Aquel día –doy preciosa fe– el fotógrafo, el chofer y el pasante estaban total y absolutamente del lado del Diego. Estaban con –y en– el pueblo… el alma se los reveló en aquella hora interminable, inolvidable.