Podría decirse que El cuaderno de Tomy, la película de Carlos Sorín que se estrenó por estos días en la plataforma Neflix, está demasiado pegada a los hechos, a la fidelidad de un drama que no deja de tener su excepcionalidad y que la llevó a convertirse en un libro.

La película, con una hechura comercial prolija, es una ilustración bastante lineal de la agonía de María Vázquez, una mujer que sufrió un cáncer de útero terminal y que mientras era conciente de su muerte, de ese deterioro físico que le produjo una transformación imparable, decidió escribir. Esta escritura tuvo un testimonio inmediato en las redes sociales, más precisamente en twitter, como un modo de inscribir su situación en el espacio público. Lo llamativo de María es que abandona todo lamento, toda búsqueda de compasión y se dedica a pensar su muerte, su declinación y también la elección de la sedación terminal o paliativa de una manera sumamente analítica, casi como si los hechos le ocurrieran a otra persona. La ironía y el humor son, en realidad, registros de ese momento sobre el que ella considera que hay que evitar los pudores y tabúes. Ir hacia la muerte sin ignorarla pero también sin vedar la gravedad del hecho. Entender que es una instancia ineludible que también requiere de decisiones y despedidas, es un dato que Mari ( como suelen llamarla) aporta para una serie de lectorxs desconocidxs que se acercan a ella como una guía.

Pero el título remite a otra escritura, un cuaderno que María dedica y dirige a su hijo Tomy, de tres años como un modo de acompañarlo, de seguir en su vida cuando crezca y ella ya no esté con él. Es una manera de permanecer, con el miedo oculto de que él ya no la recuerde por haber pasado tan poco tiempo juntxs.

El film no busca ir más allá de la historia pero el proceso de identificación que el guión propicia, saca al espectador del cine comercial de un lugar tranquilizador. Aquí una familia de clase media, bastante ideal, debe aceptar esa enfermedad y esa muerte y todo el dispositivo que llevará a María a abordar un final digno donde la idea misma de una existencia vivible, para ella y para su entorno, se pone en discusión.

El cuaderno de Tomy describe cada secuencia que lleva a María hacia su final inducido médicamente por decisión propia, cuando sabe que no hay recursos, ni caminos hacia la sanación y se niega al padecimiento y deterioro constante y a mantener a su marido y sus amigos en un estado de duelo que no tiene fin. Pero lo que salva a esta película de un testimonio prolijo, de la ilustración de un hecho real llevado a la pantalla, es el trabajo de Valeria Bertuccelli. La actriz no especula con este rol, con la fantasía de encarnar a una enferma terminal como una oportunidad de lucimiento para cualquier intérprete. Bertuccelli cuida no caer en sentimentalismos, no aportar una emoción de más a un drama que ya en su enumeración es fatídico. Ella arma su personaje con calma, con suavidad, sin estertores ni momentos culmines para ganarse un premio (tentación en la que podría haber caído cualquier actriz). Hay algo mesurado que le aporta a la película una posibilidad de atravesar una situación tan definitiva con la capacidad de pensarse y elegir, con cierta racionalidad que prima sobre la demanda.

El mundo que deja Mari es bello. Tiene un marido que la ama y acompaña, un hijo precioso y un grupo de amigxs que le adoran y le aportan una alegría sincera. Mari es feliz y quisiera seguir viviendo pero El cuaderno de Tomy lleva a pensar que una muerte puede ser menos siniestra si se la planifica desde la calma que da la dicha.