Treinta y dos años después del regreso de la democracia, la justicia uruguaya procesó por primera vez a un militar por torturas cometidas durante el terrorismo de Estado. Se trata del coronel retirado Rodolfo Gregorio Alvarez –sobrino del dictador Gregorio Conrado Alvarez Armellino, alias “El Goyo”–, imputado por el juez penal de 5° Turno, José María Gómez Ferreyra, por “crimen de tortura en concurso formal” con un delito de “abuso de autoridad contra los detenidos” que lo denunciaron, entre ellos, Gerardo Riet Bustamante. La fiscal del caso, Ana María Tellechea, pidió que se considerara a Alvarez coautor del delito de torturas dispuesto en el artículo 22 de la Ley 18.026, reglamentación que establece penas de veinte meses a ocho años de prisión. Riet estuvo en la mira de la dictadura de Aparicio Méndez por integrar la dirección del Sindicato Unico Nacional de la Construcción y Anexos (Sunca). 

En la resolución judicial, a la que PáginaI12 tuvo acceso, se desprende que Gerardo Riet Bustamante fue apresado el 8 de mayo de 1980 en la Avenida San Martín y Bulevar José Batlle Ordóñez, en Montevideo. Los agentes de inteligencia que participaron del operativo lo tomaron por la espalda y lo arrojaron al interior de una camioneta policial. Tabicado, fue trasladado por la patota al Centro General de Instrucción para Oficiales de Reserva (Cgior). En Daniel Muñoz y República recibió todo tipo de torturas: lo colgaron de un gancho con los pies en el aire y las manos atadas a la espalda, lo golpearon; cuando tocaba el piso su cuerpo recibía la descarga de corriente eléctrica. Lo interrogaron por su relación con el Partido por la Victoria del Pueblo (PVP). Luego lo llevaron al Cuartel de La Tablada, o “Base Roberto”, donde operaba el Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (Ocoa), en Camilo Melilla y Camino de las Tropas, que funcionó como centro clandestino entre 1977 y 1983. 

El informe “Centros de reclusión y enterramiento de personas detenidas desaparecidas”, de la Secretaría de Derechos Humanos uruguaya, describe al cuartel como un galpón de 20 metros de ancho por 30 de largo con techo de zinc y piso de baldosas ocres y azules. En la planta baja, las celdas y calabozos daban a un patio de baldosones rojos y amarillos; allí estaba el único lugar con luz natural, que entraba por una claraboya. Las paredes exteriores tenían las ventanas tapiadas. Una escalera ancha de mármol con paredes pintadas con pajaritos en relieve conducía a la planta alta, donde se repartían las habitaciones: en una estaba el “gancho”, en otra el “tacho” para el “submarino”, en otra se picaneaba y en otra había un colchón para que los presos se “repusieran”. Todas estaban aisladas. 

Gerardo Riet Bustamante “conoció la tortura en serio” en el cuartel. “Me llevaban para arriba a la sala de torturas y me aplicaban gancho, caballete, picana o submarino y en algunas ocasiones plantones. Me daban el desayuno y me subían; me bajaban al mediodía, me daban un baño de agua helada, me daban de comer, descansaba un rato y luego volvía a subir, supongo que de noche”, reconstruyó. El 18 de junio de 1980, firmó una declaración arrancada por la fuerza: lo obligaron a decir que, durante su encierro, la atención médica y la alimentación habían sido buenas y que en los interrogatorios no había recibido presiones psíquicas ni físicas. 

A la semana de ese testimonio, Rodolfo Gregorio Alvarez visitó a Riet. Le tomó declaración en la habitación donde había sido torturado. El joven capitán, que fungía como juez sumariante del Grupo de Artillería N° 1, fue recibido por el teniente coronel Gustavo Taramasco, encargado del centro clandestino. El gremialista recordó el encuentro: “En la sala de torturas, el juez militar, que se llamaba Gregorio Alvarez, fue el que me hizo ratificar las declaraciones que me hizo firmar e hicieron una simulación de muerte de mi hermana que me la creí, me dio una crisis nerviosa”. 

Ante el juez militar, Riet afirmó que revistaba en las filas del PVP y del Sunca, y que con María de los Angeles Michelena Bastarrica había realizado tareas de propaganda para el PVP. La declaración venía redactada por Alvarez, quien le dijo, antes de firmar el documento: “Usted sabe lo que hace”. La mujer recordó que en la “Base Roberto” los presos permanecían parados con piernas y brazos abiertos y que recibían golpes en caso de que bajasen un brazo, o eran colgados de las muñecas a una arandela en el techo, con los brazos hacia atrás. 

Además, Bastarrica mencionó haber visto en La Tablada al capitán del Ejército. “Había un hombre vestido de militar que era el juez sumariante, de apellido Alvarez, sobrino de Gregorio Alvarez. Yo lo cuento porque en el mismo lugar donde nos torturaban nos hicieron el sumario”, relató la mujer. Lo reconoció porque, en 1972, estuvo detenida en el Grupo de Artillería N° 1 donde fue torturada por Alvarez y otros militares. Miguel Angel Muyala, compañero de encierro de Riet, evocó el paso del militar por el centro clandestino: “Fue el único oficial que tuve oportunidad de ver sin capucha en La Tablada. Luego que yo firmé un acta en ese lugar en 1980, se constituyó en el propio lugar de La Tablada un juez sumariante acompañado de un sargento escribiente para ratificar el acta. Esa persona se dio a conocer como juez sumariante capitán Rodolfo G. Alvarez”.   

El 14 de diciembre, Rodolfo Gregorio Alvarez reconoció ante la justicia su desempeñó como juez sumariante, mientras era capitán del Grupo de Artillería N° 1; dijo que sólo asistió a La Tablada una vez y que eso “pudo haber sido en 1980”. Sobre las indagatorias, el coronel retirado –para quien un interrogatorio en el centro clandestino otorgaba garantías–, no precisó a quién había interrogado y utilizó expresiones como “una sola persona, no recuerdo más, un hombre, no recuerdo más”. También negó haber tomado declaración a Riet, Bastarrica y Muyala.