En una conversación casual a Pablo Suárez, que nació en Buenos Aires en 1937 y murió en 2006, figura clave del arte argentino, le resultaba más fácil contar lo que pensaba con un dibujo. Lápiz en mano, remplazaba la palabra por unos trazos rápidos y magistrales. Además de expresarse con las líneas, hubo temas que lo desvelaron y que dibujó con fruición. Pablo Suárez. Dibujar es pensar la muestra virtual de Roldán Moderno que se puede ver en la página web de la galería y que cuenta con la curaduría de la historiadora y crítica de arte Laura Batkis, nos sumerge en ese universo fascinante. Además durante la muestra virtual, la galería comparte en las redes una serie de videos con material de archivo y una conversación entre la curadora y Matías Duville.
Con humor ácido, paródico y una extrema empatía con los personajes a los que dio vida, Suárez trabajó sobre algunos temas que lo apasionaron. “Los boxeadores, el desnudo, el erotismo del desnudo en el momento en que el niño se convierte en adolescente, de manera irónica a veces y amorosa en otras oportunidades”, son algunos de los ejes que la curadora menciona en un video en el Instagram de Roldán Moderno. Suárez también puso el foco en la mujer voraz y cabaretera con sus muñecas bravas. A otras inquietudes, el artista las llamaba el pequeño tema: los perros, las naturalezas muertas, un plato de comida en un restaurante de la calle Corrientes y las papas sobre una mesada. Obras que la curadora caracteriza como “de una belleza metafísica que reclaman silencio”. Más allá del tema en cuestión, cuando el artista tenía que comunicar un mensaje urgente, dibujaba.
“Sus temas, sus obsesiones y el humor siempre pasaban por el lápiz y el papel. Temas que aparecen luego en sus esculturas y en toda su producción. El dibujo expresa de manera inmediata su pensamiento. Porque, como solía afirmar, dibujar es pensar”, señala Batkis.
Suárez hizo su primera exposición individual en la galería Lirolay en 1961, donde fue presentado por Alberto Greco. Colaboró con Marta Minujín y Rubén Santantonín en La Menesunda. Fue parte de la generación del Di Tella e intervino en Tucumán Arde. Aunque se retiró antes de finalizar el proyecto, colaboró con la investigación del Grupo de Artistas de Vanguardia que analizó el sistema de explotación de los trabajadores de la industria azucarera de San Miguel de Tucumán.
Junto con Luis Benedit enseñó en el mítico taller de Barracas, auspiciado por la Fundación Antorchas, un semillero de grandes artistas del que participaron Nicola Costantino, Martín Di Girolamo, Claudia Fontes, Leandro Erlich, Alicia Herrero, Mónica Giron, Marcela Cabutti, Alfredo Londaibere, Marcela Mouján, Karina El Azem y Beto De Volder.
Vivía con lo justo: unos pocos muebles y un televisor en el que veía partidos de fútbol y peleas de box, muchas veces reunido con amigos artistas. Tras obtener el Premio Costantini en 1999 por su obra Exclusión, logró construir su casa en un terreno que tenía en Colonia, en Uruguay, donde pasó sus últimos años. Vendía muy pocas obras. “Cuando no tenía dinero —recuerda Batkis— hacía una naturaleza muerta, un retrato o un desnudo académico, piezas a las que denominaba —tomando el término con las que caracterizó Antonio Berni a sus propias obras en estos géneros— obras para el puchero”.
Quienes conocieron a Suárez lo recuerdan como un ser frontal, capaz de zaherir con la palabra afilada, pero al mismo tiempo dueño de una generosidad inigualable. Cuando murió sólo quedó en su taller una pieza sin terminar. Había regalado sus obras a amigos y hasta a montajistas y albañiles. Ya en el hospital, obsequió dibujos a las enfermeras.
En una carta escrita a máquina dirigida a Jorge Romero Brest, director del Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella, expuso las causas por las que decidió renunciar a Experiencias 68: “Hasta este momento yo podía discutir la acción que desarrolla el instituto, aceptarla o enjuiciarla. Hoy lo que no acepto es el instituto, que representa la centralización cultural. La institucionalización, la imposibilidad de valorar las cosas en el momento en que estas inciden sobre el medio, porque la institución sólo deja entrar productos ya prestigiados a los que utiliza cuando han perdido vigencia o son indiscutibles dado el grado de profesionalismo del que lo produce, es decir los utiliza sin correr ningún riesgo”.
En la carta, Suárez señalaba que “esta centralización hace que todo producto pase a alimentar el prestigio, no ya del que lo ha creado, sino del instituto, que con esta ligera alteración justifica como propia la labor ajena (…)”. Esa epístola sin medias tintas, en la que Suárez se refería a su “imposibilidad moral” para aceptar la invitación a participar, fue repartida en la puerta del Instituto Di Tella, y en los diarios de los puestos de revista de la calle Florida.
Suárez consideraba a la belleza un atributo esencial después de la inteligencia. Esa belleza, en sus personajes, escapa a los estereotipos legitimados. No hay en sus hombres y mujeres rasgos ni medidas apolíneas, excepto en sus dibujos más académicos. Los cuerpos de sus chongos –así los llamaba– están moldeados por el trabajo proletario o por el boxeo. Los personajes tienen narices grandes, gruesas, llamativas: parecen amasadas a golpe de puño.
Cuando su padre se suicidó, su madre lo llamó: Suárez llegó a la casa familiar y descolgó a su padre que se había ahorcado. Esa escena feroz marcó su vida y la mirada de sus personajes. “Cuando la gente se ahorca se le salen un poco las órbitas de los ojos. Algo de eso hay en mis personajes”, contó el artista en una de las entrevistas con Laura Batkis que integra el catálogo de Pablo Suárez. Narciso Plebeyo, la exhibición en el Malba.
Batkis, amiga entrañable de Suárez, que consumó un matrimonio de hecho con Suárez para que él pudiera tener obra social y tratarse por el cáncer que padecía, lo entrevistó durante una década. Ese material se encuentra disponible en el Archivo IIAC de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
En las conversaciones con Batkis, Suárez recordó a su padre como un gran lector: un hombre culto al tiempo que era frecuente que de una discusión pasara a los golpes. Al niño Suarez solía leerle a Stevenson, Kipling, Mark Twain. Cuando creció la situación se volvió álgida hasta que tras una discusión, Suárez decidió dejar la casa paterna. “Era muy extraño cómo, viniendo del socialismo, mi padre terminó siendo terriblemente conservador. Apoyó a la democracia cristiana y a la Revolución Libertadora. Ese fue uno de los motivos de nuestros malos intercambios, violentos. Para mí fue terrible porque era un tipo que había sido amigo de Lisandro de la Torre, de Alfredo Palacios y de pronto produjo ese viraje ideológico. Era totalmente antiperonista. Por eso yo me hice peronista, por reacción”, dijo Suárez sobre esa relación en una entrevista con Batkis. Y concluyó: “Casi todas las cosas que he hecho en mi vida siempre han sido contra algo”.
Sus desnudos masculinos son jugados: por las poses desprejuiciadas de los personajes que llegan a evidenciar rasgos banales o ególatras y, en ocasiones, por los falos en primer plano.
Sus muñecas bravas, inspiradas en las damas que veía en las tanguerías y en un cabaret de Mataderos al que solía ir condensan el prototipo de mujer fuerte, segura, a contrapelo de cualquier señorita modosa.
En 1965 Suárez colaboró con Marta Minujín y Rubén Santantonín en La Menesunda: la gran cabeza de la mujer tiene el sello de sus muñecas bravas. Oralidad, que pudo verse en la muestra que le dedicó el Malba al artista, encarna cierto erotismo paródico: representa a una mujer con la boca entreabierta, con la camisa anudada en la cintura que deja ver sus pechos, en una de las manos lleva una banana pelada y en la otra un cigarrillo.
Gran dibujante, Suárez sabía bien cómo dar vida a los cuerpos masculinos y además conocía con precisión las tensiones musculares por su pasión por el boxeo. En esos personajes del ring, despojados de todo y armados tan sólo con su propia fuerza, habita la metáfora de la vida: la lucha salvaje por la supervivencia. Como en las escenas de tauromaquia de Picasso: el hombre se enfrenta a la tragedia. El género que eligió Suárez para hablar de la tragedia fue la parodia: señalaba que “no se puede hablar del horror porque supera los umbrales básicos de comunicación”.
Hay fuerza dramática en sus desnudos. Con poses explícitas y en ámbitos despojados y hasta precarios, son hombres y mujeres de belleza y sensualidad singulares, con cuerpos reales –contundentes o extremadamente frágiles– que desean.
Dibujar es pensar de Pablo Suárez se puede ver online hasta el 23 diciembre de 2020 en la página web de Roldán Moderno.